Octubre es
la fiebre del Nobel de Literatura. El mes de Estocolmo. El síntoma de Suecia.
El poder de esa Academia escandinava. Un saludo de
Estocolmo y un autor queda volando en el mundo, casi como una ficción
cumplida. Es un premio pura dinamita en palabras. Todo galardonado estalla de
alegría. Son numerosas las respuestas que la gente busca a cómo se otorga el
premio de los premios literarios del mundo. Por política, solían
decir, geográficamente, por el gusto del jurado, méritos literarios, la obra
de toda una vida, por el aporte al humanismo, en fin. Han habido premios para
todos los gustos, desde autores eternos a otros que se han esfumado con el
correr de los tiempos. La Academia debe saber que ha acertado y errado. América
latina ha tenido sólo tres premios nobeles: Gabriela Mistral,
Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda y Gabriel García Márquez. A
Jorge Luis Borges se lo quedaron debiendo por su
visita al Chile de Pinochet, para ser exactos.
Nicanor Parra, es el otro poeta chileno postulado al Premio
Nobel, desde a hace algunos años y méritos tiene, sin duda. La Universidad
de Chile y otras entidades lo han postulado en los últimos años y el crítico
norteamericano Harold Bloom, ha
dicho que es uno de “los mejores poetas de occidente”. Parra, autor de
Poemas y Antipoemas, Versos de Salón, Hojas de Parra, La cueca larga, y otros
poemarios, cumple 90 años en los
próximos meses, en su retiro de Las Cruces, un balneario en Cartagena e Isla
Negra, las míticas moradas de Vicente Huidobro y Pablo Neruda. Él, que vivió
gran parte de su vida a los pies de la Cordillera de los Andes, contra la
cordillera de la costa como dicen sus memorables versos, terminó en ese
benigno clima chileno, donde
residían dos de los más importantes
poetas del habla castellana del siglo XX.
Nicanor sigue vivito y coleando, parreando su poesía.
Aplaudido por la crítica hace décadas, tanto en Chile como internacional,
Parra, autor de Cancionero sin nombre, un poemario lorquiano saltó al olimpo
poético con la Antipoesía, un ejercicio a fondo en el subterráneo psicológico
del hombre del siglo XX, con todas sus contaminaciones. Le arrancó el yo a la
poesía y vadeó el río del alma en un país de grandes ríos poéticos. Mérito
sin duda de Nicanor Parra, un buscador nato de la aguja en el pajar de la poesía.
El arte de la antipoesía parriana es dejar sin piso
ala poesía, desmantelarla, aparentemente me parece, porque la articula
y rescata de otra manera. No se puede hacer antipoesía sin poesía. He ahí
la madre del cordero, porque si
no, a otro oficio, Poeta, ¿no le parece? He ahí la trampa puesta al revés
por el Poema. El antipoeta es hombre de bisturí, disecciona, entra en la
psiquis, prepara su artillería, calcula, trabaja los escombros, los recicla,
se tutea con una nueva realidad detrás de la pared que construye y destruye.
La antipoesía se abre paso en la coloquialidad nueva desde
hace décadas, y Parra es su profeta, contra viento y marea, y sobre todo,
contra la cordillera de la costa nerudiana. Se empinó Parra desde la
Cordillera de los Andes, para construir su edificio poético.
El antipoeta vuelve a
la carga, con una antología en Estados Unidos de su poesía a cargo del sello
New Directions. Galaxia Gutemberg este año, en su cumpleaños, lanzará
el primer volumen de sus Obras Completas, término que siempre desdeñó
Parra. Sólo véase Obra Gruesa, que es un término
chileno de una obra en construcción.
Se monta en la ola de los festejos nerudianos, mirando
Estocolmo. Que no se diga más.
Rolando Gabrielli