La Argentina de los espasmos vuelve a
afrontar estos días uno de los más ásperos y delicados debates que atraviesan a
la sociedad actual, donde colisionan inevitablemente posturas que, de manera
peligrosa, oscilan entre el Medioevo y el progresismo sin límites: la pena de
muerte.
A la luz de nuevos crímenes, especialmente los de mayor
repercusión mediática, vuelven a alzarse las voces que piden más sangre —a la
muerte, responderle con muerte— y las que ante la demanda de penas severas —aún
sin siquiera aludir a la pena capital— se horrorizan y confunden sanciones
ejemplificadoras con la represión de las dictaduras y las tiranías.
Bienvenida la discusión cuando se trata de buscar soluciones
para un flagelo que sin dudas ha ido creciendo en la sociedad argentina, pero
cuidado cuando ese intercambio de opiniones está teñido por ignorancia,
omisiones o, peor aún, dudosas intenciones.
Que una figura pública acongojada por el crimen de un
amigo pida medidas drásticas es comprensible, más aún si luego revé su posición
pidiendo disculpas, con el argumento de que habló sólo con el alma.
Claro que para que el mea culpa sea completo, debe
incluir la consideración de que una persona con indudable influencia en
importantes segmentos de la sociedad tendría que contemplar siempre, por
dolorosa que sea la situación, que sus palabras pueden desatar un vendaval, tal
como ocurrió en esta ocasión.
Que un funcionario exprese su comprensión para con esa
persona y manifieste su compromiso para la búsqueda de soluciones, también puede
aceptarse en estas circunstancias. "íCorrecto!", como diría quien volvió a poner
en el tapete la delicada cuestión.
Pero es preocupante que no todos admitan la cuota de
responsabilidad que les toca en el tema de la seguridad/ inseguridad y pretendan
volcar la culpa casi exclusivamente en un solo sector, en este caso el Poder
Judicial.
Como en todos los estamentos de la sociedad, hay magistrados
y fiscales probos y otros que no honran su cargo. Pero en esta instancia no es
acertado —y mucho menos conveniente— promover una reprobación pública que en
algunos casos roza un virtual linchamiento verbal.
Y más aún cuando se omite un dato fundamental al momento
de reclamar penas extremas o de deslindar responsabilidades en la dramática
cuestión de la delincuencia.
Sucede que el poder político —especialmente el
Legislativo— es el responsable de dictar las normas que atañen a la seguridad.
Alcanza con remitirse al Capítulo IV de la Constitución
Nacional —"Atribuciones del Congreso"—, y su artículo 75, que comienza diciendo
"Corresponde al Congreso": (...).
El inciso 12 de ese artículo indica que el Legislativo debe:
"dictar los Códigos Civil, Comercial, Penal, de Minería, y del Trabajo y
Seguridad Social, en cuerpos unificados o separados, sin que tales códigos
alteren las jurisdicciones locales, correspondiendo su aplicación a los
tribunales federales o provinciales, según que las cosas o las personas cayeren
bajo sus respectivas jurisdicciones (...)".
También es facultad de los legisladores sancionar los Códigos
de Procedimiento, fundamentales en los procesos judiciales y, si se quiere, la
madre de las tormentas, puesto que contiene las instrucciones para el desarrollo
de los procesos judiciales, incluidas las polémicas prisiones o excarcelaciones.
Si un funcionario judicial no aplica correctamente esas
normas hay suficientes mecanismos para sancionar a quien actúe incorrectamente.
De hecho, hay conocidos casos de separación de jueces de sus funciones por mal
desempeño.
Pero las leyes, en definitiva, están hechas por quienes
justamente a raíz de esa función específica se llaman como se llaman:
legisladores.
En este marco, la omisión sobre ese aspecto fundamental —ya
sea por error (lo que significaría ignorancia) o por una supuesta intención
deliberada— es innegablemente peligrosa para la comprensión del problema, para
el estado de los espíritus de la ciudadanía y, sobre todo, para la
institucionalidad de la República.
Luis Tarullo