El oficialismo ha elegido ahora para
tratar de sumar voluntades en los inminentes comicios el método archiconocido de
agitar el fantasma de diciembre del 2001: según su visión del mundo, si el
Congreso no ratifica su contenido mayoritariamente kirchnerista, al país le
espera la catástrofe.
La lectura no dista de otras hechas por antecesores de los
Kirchner, como el propio Carlos Menem, que solía pronosticar diluvios si el
electorado no volvía a apoyarlo.
Menem recibió varias veces el respaldo que se le
reclamaba hasta que un día la gente dijo "basta" y pasó a cuarteles de invierno.
Hoy ya nadie recurre al otrora hombre poderoso de la década de los 90: es apenas
un anciano que lidia por sostener su integridad física y una banca, "premio
consuelo" por los tantos desaguisados que cometió.
A la larga o a la corta, el respaldo de las mayorías a un
determinado partido se termina: todo depende de la evolución del nivel de
tolerancia y de confianza en los ánimos de la gente.
Los ciudadanos suelen confiar por definición en los
dirigentes a quienes votan para que ocupen el más alto sitial en el poder del
país, pero ese cheque en blanco que le extienden tiene invariablemente fecha de
vencimiento.
A veces ese vencimiento se prolonga más de lo que el sentido
común podría indicar, pero no se trata más que de una muestra del sentimiento
colectivo siempre proclive a la armonía y a la continuidad, más que a las
definiciones tajantes que, a la postre, siempre terminan produciéndose.
Para Néstor y Cristina Kirchner, perder algunas bancas en
los comicios del 28 de junio significaría la señal del final del país, tan poco
parecen confiar en los mecanismos de la democracia.
Precisamente el papel de la oposición en el Parlamento es
el de controlar la función del gobierno, aportar contrapesos, abrir debates y
discusiones, precisamente, lo que es la Democracia por definición.
Para el matrimonio en el poder, en cambio, una sola voz
disidente es sinónimo de catástrofe. Lo han demostrado demasiadas veces ya desde
que están en el poder.
Sin ir más lejos, una de las nuevas víctimas de la visión
absolutista del poder fue el propio Santiago Montoya, otrora exitoso recaudador
de impuestos de la provincia de Buenos Aires, quien osó decir "no" a una
insólita propuesta: postularse como "candidato testimonial" a concejal en San
Isidro.
Tal vez si le hubieran ofrecido una diputación nacional otra
hubiera sido la respuesta de Montoya: pero finalmente pagó caro, muy caro su
intento de demostrar cierta autonomía de decisión.
La Presidenta que en su campaña hizo de la búsqueda de la
concertación y de la reforma política su principal bandera, hoy adhiere
ciegamente a la teoría de su esposo, que en otras palabras trata de decir que la
libertad, la independencia de poderes, el papel de la prensa y la decisión del
pueblo a través de las urnas son riesgos a los que hay que afrontar con lo más
pesado de la artillería bélica de que dispone.
Una de las situaciones que más deben haber disfrutado los
Kirchner en estos días poco halagüeños debe haber sido el masivo acto que les
regaló el titular de la CGT, Hugo Moyano.
Salvo los camioneros, ya ningún trabajador ve en Moyano al
defensor de sus derechos: más bien el dirigente se ha convertido en el dueño de
uno de los factores de poder más codiciados por los políticos: el poder de
convocatoria.
Claro que las decenas de miles de personas que colmaron un tramo de la avenida 9
de Julio el jueves pasado, en la víspera del Día del Trabajador, no fueron
espontáneamente al acto.
La organización moyanista proveyó a sus empleados de
chalecos, banderas, gorros, pancartas y otros elementos de cotillón para que
fueran a cantar loas al gobierno kirchnerista, sin contar con supuestas
compensaciones de tipo más práctico.
Moyano, una vez más, le demostró al matrimonio cuál es su
capacidad política y volvió a mostrar los dientes, con un mensaje implícito. Así
como pudo llenar la avenida en un acto a favor de la campaña de Néstor Kirchner,
puede hacer lo mismo para intentar defenestrar al candidato o al gobierno si no
responde a todos sus requisitos.
Total, los que pagan los platos rotos son los ciudadanos
comunes y corrientes: esos que tienen que donar parte de sus salarios a sus
organizaciones sindicales para mantener sus privilegios y sus juegos de poder.
Mientras Moyano elogiaba hasta el paroxismo la supuesta política oficial a favor
de los trabajadores, apoyaba que los gremios ahora reduzcan sus pretensiones de
actualizaciones salariales para no seguir agitando el fantasma de la crisis.
Un mensaje contradictorio el del líder de los camioneros,
pero ya se conocen sus métodos y sus características, y hoy al menos también él
disfruta de sus minutos de gloria.
Mientras tanto, la Central de Trabajadores Argentinos,
esa organización sindical a la que Kirchner había prometido dotar de personería,
sigue esperando el "milagro" que nunca se produce.
Es que a la postre, los Kirchner no tuvieron pudores para
demostrar que la ideología que decían sostener, es muy débil a la hora de
mantener a cualquier precio el poder conseguido.
Carmen Coiro