Una cuestión que mueve la curiosidad de
politólogos y ensayistas gira alrededor del siguiente interrogante: ¿por qué la
izquierda tradicional ha tenido tantas dificultades en reconocer el fenómeno del
totalitarismo? Hace un par de décadas, se evidenciaba en la resistencia a asumir
el verdadero rostro del Estado soviético. Actualmente, en la mirada indulgente
que se tiene hacia la dictadura de los hermanos Castro en Cuba o en la deriva
autoritaria de la revolución bolivariana de Hugo Chávez.
Una de las respuestas apunta a que el totalitarismo fue
considerado erróneamente por la izquierda un concepto inventado por la derecha
para favorecer sus designios. Otra, a la dificultad de la izquierda por
entender la inextinguible diversidad del mundo social y su inveterada tendencia
a convertir a los que piensan distinto en enemigos sustanciales. Frente a la
ficción del liberalismo, que creaba la idea de una sociedad que se ordenaba
automáticamente bajo la mano invisible del mercado, la izquierda elevó la visión
de una sociedad antagónica, en la que predominaba el enfrentamiento radical
entre las clases sociales.
El sistema capitalista, basado en la irracionalidad y la
injusticia, merecía ser eliminado y, con la desaparición del capitalismo y de la
propiedad privada, emergía una sociedad sin clases, sin antagonismos
irreconciliables. El Estado se convertía así en un mero instrumento que se
elevaba por encima de los intereses particulares y se ponía al servicio de la
nueva sociedad.
Esta excesiva confianza en la capacidad del Estado para
moldear una sociedad que se prestaba mansamente a ser manipulada como un trozo
de arcilla, siguiendo los requerimientos de un ingeniero social, se reveló
pronto como una visión asexuada del poder. Por otro lado, la izquierda
participaba de una visión ingenua del partido, al considerarlo integrado por
hombres nuevos e incorruptibles, únicos propietarios del saber y depositarios de
la verdad. Escapaba así de su mirada el riesgo que encarnaba la formidable
expansión de las burocracias, que al irse separando del resto de la sociedad,
pasan a conformar una nomenklatura, una nueva sub clase social que
parasita el poder y tiende a la autoperpetuación.
Pero la falla fundamental que ha impedido a la izquierda
conceptualizar el fenómeno del totalitarismo, según Claude Lefort ("La
incertidumbre democrática", Editorial Anthropos), reside en la creación de la
imagen distorsionada del pueblo-uno. Suponía, erróneamente, que en el mundo
socialista ya no había división interna, puesto que se habría alcanzado la
sociedad sin clases.
Esta representación imaginaria de una sociedad homogénea sólo
podía lograrse mediante la creación de un enemigo exterior.
Ese otro maléfico estaba conformado por los representantes de
la vieja clase burguesa o los aviesos emisarios del mundo imperialista. Por
consiguiente, se dio la paradoja de que la afirmación de un pueblo unido se hizo
a costa de instalar una nueva división entre el pueblo-uno y el otro. La
conservación de la pureza y unidad del cuerpo social requería la eliminación de
los disidentes, de los enemigos del pueblo que sólo podían representar intereses
inconfesables. No se piense que esta visión de la izquierda es algo anacrónico
que ha quedado como mero residuo de ciertas tribus ideológicas de reducido
tamaño, expuestas a la mirada curiosa de los antropólogos. Sobrevive, todavía,
como trasfondo ideológico de un grupo de intelectuales de izquierda que, en la
Argentina, ofrecen su apoyo incondicional al Gobierno y caracterizan como "nueva
derecha" a todo el arco opositor que va desde el insobornable Pino Solanas,
pasando por la coalición radical, hasta la alianza más moderada de Solá-Macri-De
Narváez.
La visión interesada que presenta a un pueblo sufriente
galvanizado alrededor de un Gobierno que soporta el asedio de minorías
oligárquicas dominadas por un ánimo "destituyente" no está demasiado alejada de
la visión leninista de los "enemigos del pueblo". Si bien es comprensible
que quienes ven en peligro los privilegios que da el poder hagan un llamado al
cierre de filas, desde una perspectiva democrática es inaceptable una
caracterización que descalifica a la oposición colocándola en el lugar de un
enemigo sustancial. La democracia moderna, a diferencia de los totalitarismos,
está caracterizada por ofrecer la movilidad de las élites gobernantes, al menos
como posibilidad, de modo de que la presencia de una oposición política y
parlamentaria estructurada es un ingrediente sustancial del juego democrático.
Inclusive para algunos clásicos, entre los que se encuentra Benjamin Constant,
la existencia de un modelo gobierno-oposición representa un mecanismo de
limitación del poder superior al que ofrece la clásica separación de los tres
poderes.
La labor de la oposición pone al Gobierno a prueba, le obliga
a explicarse, a justificar sus acciones y rendir cuenta de los resultados. De
algún modo, racionaliza el debate que gira entonces sobre las acciones
emprendidas, los fallos de diagnóstico y las medidas que se deben adoptar para
corregir el rumbo.
La democracia es un régimen que desconfía del poder y
necesita interrogarse sobre el modo en que ese poder se gestiona. Si toda esta
función crítica la atribuimos al designio malévolo de los enemigos del pueblo,
lo que estamos haciendo es eludir la escucha democrática, impidiendo que afloren
los errores, algo inevitable en toda acción humana, máxime en una labor política
bastante alejada de la labor científica.
En política, la sordera ha sido siempre el factor fundamental
que ha precipitado la llegada anticipada de todos los fracasos.
Aleardo Laría