En materia de fútbol los argentinos somos sabios. Ningún partido de fútbol podría jugarse seriamente sin la presencia de un árbitro que impidiera las jugadas ilegales y expulsara a los autores de infracciones graves. Sin embargo, en materia institucional, carecemos de un árbitro.
En los países donde rige el sistema parlamentario y en algunos presidencialistas, afortunadamente, existe un Tribunal Constitucional que es el árbitro natural encargado de resolver los conflictos habituales entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Aquí, por a falta de árbitro, el poder ejecutivo sigue dando patadas al resto de poderes. El conflicto institucional que se acaba de producir, en virtud del cual el poder ejecutivo adopta la decisión de destituir al presidente del Banco Central sin contar con el dictamen preceptivo del Parlamento, es un claro conflicto de poderes. En el marco de un sistema parlamentario, la mediación de un Tribunal Constitucional, tribunal político por excelencia, permitiría dar un cauce institucional a los conflictos de poderes de esta naturaleza. En Argentina, como en la mayoría de países de sistema presidencialista, que siguen el modelo norteamericano, no existe un poder arbitral y los conflictos tienden a reforzarse en una espiral de mutuo enconamiento.
El conflicto institucional que vivió Honduras recientemente también hubiera podido encauzarse si hubiera mediado un poder arbitral con capacidad para frenar la pretensiones del poder ejecutivo de convocar un referéndum inconstitucional. En los sistemas presidencialistas, tan proclives de derivar en lo que Guillermo O'Donell ha denominado "democracias delegativas", es decir donde el poder ejecutivo avanza impetuosamente sobre el resto de poderes, la necesidad de un poder de contención, que restablezca los equilibrios constitucionales, se torna imperiosa.
La presencia de una Tribunal Constitucional no sólo es un medio de restablecer la legalidad constitucional vulnerada. Actúa también como un factor disuasorio relevante, dado que el poder ejecutivo observaría con más cuidado las formas institucionales si contemplara la posibilidad de que sus decisiones fueran objeto de análisis por un Tribunal dotado de capacidad para revocarlas.
En una democracia moderna, los conflictos de poderes son habituales dado que el dinamismo que adquiere la gestión pública sitúa constantemente a los actores institucionales frente a situaciones no previstas. Los países europeos han resuelto este problema hace años, incorporando en sus constituciones la figura de un poder arbitral encarnado por el Tribunal Constitucional. El primer paso lo dieron los austríacos, que bajo la dirección del jurista alemán Hans Kelsen, fundaron el primer Tribunal Constitucional en el año 1920. En la actualidad, sería inconcebible una democracia parlamentaria sin un Tribunal Constitucional.
En materia de fútbol somos sabios. No se nos ocurre designar al DT de un equipo de fútbol por cuatro años con un mandato irrevocable, y relacionamos su tiempo de permanencia con los resultados. En cambio, en materia institucional, elegimos un DT con el nombre de "presidente", le encargamos la delicada misión de regir los destinos del país, y nos desentendemos de los resultados dándole un cheque en blanco durante cuatro años. Como además dejamos que en el juego institucional con los demás poderes retenga las funciones de árbitro, asistimos a un zafio y grosero espectáculo repetido, en el que predominan los puntapiés y las zancadillas presidenciales.
Aleardo Laría
DyN