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DE LAS DIVINAS NOCHES CON MARK RYDEN

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    Lo que tengo frente a mí es una pizza y toda la noche por delante, unas cuantas notas atrasadas, este ventanal que me lleva a la calle y al silencio de un día atado a varias puntas, sin fin. Ignoro por qué pienso en el desierto y en una isla,  también en una carretera. Se me repasa sólo el día frente a esta masa recalentada, invento milenario, solución popular, hogaza que se me cuelga en el insomnio de la noche. En un  principio fueron los faraones, como el verbo en las sagradas escrituras, ellos, los agraciados por los principios de esta masa mágica llena de olores y placeres propios de la moda imperial. Me mira con sus ojos llenos de tomate y aceitunas, casi me sonríe la cándida  esfera, voladora y agraciada redonda criatura, como si supiera su destino transitorio. Pero viene rodando desde hace tres mil años, de época en época, hasta nuestros días, transformada, como si los tiempos la maquillaran con nuevos ingredientes y sabores.
    Hasta mi mesa llegó de una moderna pizzería que queda a sólo cien metros de este edificio,  que no tiene aspecto napolitano, tierra definitiva donde nació esta manera rápida de comer y que los italianos comparan con el Coliseo romano y la Capilla Sextina. Nunca he sabido si Leonardo Da Vinci o el Dante, se alimentaban de pizzas y de ahí venía su talento, la genialidad de los dos divinos. Yo, me inclino por esta de hongos, con vegetales, aceitunas y palmitos. Normal de queso. Me refleja la ventana lo que hay detrás de la noche y no estoy en un mesón de la Edad Media, sino en este siglo medieval desarrollado, que nos sorprende y sacude de pies a cabeza casi sin estorbarnos el polvo en que nos convertiremos. Por eso prefiero esta pizza liviana con un buen vino, que turno por días, chileno, argentino y francés. Democrático todo, pensando no sólo con el estómago, sino con el corazón. Que me perdone Mafalda. En todo caso nuestra historia, que no ha tenido fin, es una ficción. Vivimos lo más parecido  a la realidad de lo desconocido, el mundo sorpresa, el tiempo telaraña, sin red, y el cuerpo que suscribe todo tipo de agresiones, es un perfecto imán de un planeta chatarra anunciado por la TV. He detenido hoy a esa caja misteriosa, que nos dice lo mismo de una distinta manera, más o menos apropiada, dependiendo de la ocasión. Todo tiene su minuto, pero también el silencio, esta es la hora, pasada las 12, en que sólo se sienten las huellas de los gatos, más si es uno negro que  me visita a los pies del edificio, dos o tres veces por semana. Pero es puntualmente silencioso. Marcan de silencio y sombras la noche. La noche no se va a llevar mi nota, ni las divagaciones de la historia de la pizza, ni mis tiempos  indefinidos, ni estas nostalgias por mi Divino, que no es ninguno de los dos mencionados con méritos propios.
    La noche me la dibuja Mark Ryden, con su aspecto de profesor de ciencias, su mirada detrás de los espejuelos sin definición, esa pose de  pintor de provincia, la amplia frente de avenida y el bigote que presume dar carácter a su rostro pasivo, que no lo alteran los colores, ni las pesadillas surrealistas, los pequeños fantasmas de la realidad que suele incluir en sus portadas, afiches, en sus trabajos publicitarios francamente. Una niña inocente, distraía quizás, con más ganas de recorrer el Tamesis una tarde Alicia en el País de las Maravillas, que salir rodeada de carnes crudas colgando de unos ofensivos ganchos.
    En esa alucinación que nos pone Mark Ryden como espectadores de su mundo, se mezcla lo religioso, fantástico, una modernidad a prueba del tiempo, lo decididamente antiguo, el pasado, y esas dosis de sueños surrealistas, el subconsciente del propio Ryden. Su  pequeño cuarto retratado ante mí, destaca  a Lincoln, con su barba de leñador, el rostro limpio de la nación. Y en el lienzo, un desnudo de una joven arrodillada, con esos rostros que se asemejan  a las mujeres de Chaplin en el cine mudo, pero algo más niña, triste, estilizada en la precoz adolescencia. Es su Estudio en California y se ve presidida la escena donde labora, por un mono, con un birrete papal. Es él quien pinta. , no yo, sostuvo en una oportunidad, señalando a Magic Money, El Mono Mágico, quien pinta, dibuja, crea por las noches. Ryden me hace la noche con esta mirada irreal al mundo, desde su orilla al centro del sueño. Son tiempos vaqueros, recuerdo mis vacaciones en Colorado, la nieve en los inviernos blancos, encerrada a veces como un mono de nieve frente  a un ventanal, o la carretera extensa que me alejaba de las malditas canchas de golf, ese cementerio de agujeritos insípidos, y me basta con ver la cara, el rostro de la estupidez de mi ex, saliendo con sus instrumentos de batalla hacia el campo, y yo en dirección contraria para respirar. Sus caminatas en el césped, eran mi liberación. Volvamos a Mark, a sus divinos monos, a la representación de su realidad, a lo que no vemos y está ahí en el gesto, la mirada de tatuaje, la comicidad el olvido, la gota que cae de la cañería abandonada sobre una página del diario de ayer y se expande en el sentido, el curso de su propio camino.
    Recuerdo a Mark Ryden, cuando era un artista under, compartiría conmigo quizás esta noche una pizza, las estrellas detrás del ventanal, un vino, las pocas cosas que uno espera de la vida, a demás de la verdadera piel, no la equivocada caminando sobre el campo de golf. Compartiríamos música de piano y le enseñaría tocar guitarra. A gobernar verdaderamente nuestro corazón sin la cautela de la meta del agujerito número tanto y de ninguna otra prisión. Lo recuerdo más solitario, con la misma mirada ausente, pero recuperada, dentro de sus comics, en el trazo secundario de la vida detrás del propio olvido. Cuando hoy las grandes galerías de Nueva York y su castillo victoriano se lo tragan con un billete de cien mil dólares, quisiera creer que nada corromperá tus sueños Mark. Porque todo será posible si dejamos que los sueños corran el sueño de nuestra película. Yo me dejé seducir una vez por una casa, cuando era de la teoría, y lo recomendé una vez que me enviaron poema, que se me devuelve como un boomerang. El poeta me decía que habitaba la casa como si fuera un zapato, un maletín, como si cargara un río. Recuerdo una asfixia voluntaria, la que yo asumí torpemente, como un café descafeinado, y olvidé el río interior, la magia Mark, los sueños. Veo aún a cristo en tus  pequeños cuadros, sátiras  a la realidad, hay cábala, una visión mística, un lenguaje de búsqueda y comunicación subterránea. Hay misterio y pasión. Me transformas la noche en recuerdos con las carátulas, las portadas coloridas, estos ensueños babilónicos, mientras el mundo estalla en mil pedazos, y a veces  siento que me entra arena de algún desierto pro los oídos, ojos, me cubre la piel de una segunda piel. Lo nuevo no existe, sino lo que nosotros queremos ver y construir. Un paso más allá lo da la nueva realidad. Tú en tu castillo como Kafka en los laberintos con tus dibujos que siento que crecen por las noches, se expanden por las calles californianas, salen de sus pequeñas miniaturas a visitarnos. Yo, con mi pizza en vuelta en la nada, con mi café negro, y que viví tanto tiempo con K, en ese inútil naipe verde sin esperanza que iba siempre a hacer en el maldito agujerito de la vida.
    ¿Nunca se te ocurrió dibujar una cancha de golf con las cabezas de los idiotas apareciendo en los agujeritos? Yo me veía con el palo disparándolas contra un muro de cemento. Así fue que terminé viendo al hombre del diván, pero preferí la terapia de la poesía.
    Tengo en mis manos Desperation de Stephen King, con tu alucinada portada. Lo compré porque fue acusado de plagio. Fue patético, el juez cuando dijo el único parecido con lo que dice la profesora es que las dos son malas. La denunciante, recuerdo, fue Christina Starobin, la autora de Blood Eternal, una historia sobre vampiros que montan un servicio de reparación de automóviles, en un suburbio de New Jersey. Tanta basura en el mercado de la palabra. Tragamos como smog palabras con plomo, azufre, hasta intoxicarnos finalmente junto a la pantallita crazy. Qué tiempos en que Bill Clinton leía Cien Años de Soledad de García Márquez. Todo era más real. Se había descubierto el hielo. Esa sería una buena portada, el colombiano de la guayaba con una barra de hielo y Clinton, comprándosela con un dólar. Reafirmaría el pragmatismo con imaginación. Si vamos a comprar algo, que sean sueños. El petróleo está mucha profundidad, es negro y ajeno, contamina el cuerpo y el alma, enrarece hasta los puntos cardinales.
  
Tengo la otra portada, de tapas azul, herencia el color del poeta, gusto mío también. Un camino y un ave de mal agüero vampiresa, sobrevolándolo. Yo, en esta noche. Parece una gran luna azul. Tu portada es más terrorífica desde las letras del autor y el título. La desesperación se hace chiquita ante el King.  Eso sí, nada supera a Poe,  King.
    Están tus niños de grandes cabezas y ojos en esa portada. Me gustan, adoro los niños, soy también profesora. Te imagino esta noche en Castle Green, en California, sí,  durmiendo entre sábanas azules, las manos recién lavadas, cepillado de dientes, con los ojos entreabiertos hacia el alto cielorraso, una gran ventana frente a la noche, cortinas rojas,  una mesita con pinceles,  colores, un atril, y un bananito, esperando la llegada de Magic Monkey.
    La magia de los monos por el rey de los monos. Quizás el Mágico te pintaría flotando frente  a la Casa Blanca, vestido de negro, como te gusta,  rodeado de velas rojas, cirios más bien con llamas azules, que llevan tus grandes y ricos y famosos cultores de hoy: Jane Fonda, si Barbarella, The Queen, con sus labios rojos, piernas de columnas griegas, esas armas galácticas que marean  al hombre de Rifle, su presencia decidida, casi varonil, de montaña de Colorado. Tú Mark, este es un paréntesis, porque al retrato siguen llegando más artistas, una mirada de Peter Pan a la Fonda. Su melena color miel que se desprende por la galaxia, su firme mirada hacia el futuro, libertad, digo yo, hasta mi pequeña prisión sale de las rejas. Robert de Niro frente a la Fonda, de mirada mística, en su frente dibujada una pequeña Casa Blanca, Leonardo Di Caprio, entero de amarillo con un cirio del mismo color, flama amarilla, de ropas brillantes y la pisciana californiana Christina Ricci, de  enaguas rojas, pálida, devota, con su perfume de Gabrielle Manzini, que llega a los aposentos del emperador global. Ringo Starr, que ama las pinturas de Mark Magic Money, y las compra, es el baterista de la noche, vestido de botones del Palacio de Buckingham. Cirios negros con nieve plateada, a la entrada de la White House. Anima Chilli Pepers  en el Salón Oval (Red Hot, carátula de  Mark Ryden. En las escaleras, cerca de donde se reciben los presidentes, entre el pequeño jardín y el micrófono, niñas mexicanas, salvadoreñas, colombianas, puertorriqueñas, argentinas, ecuatorianas, dominicanas vestidas  de Alicia en el país de Las maravillas, con sus cartelitos negros con retratos de Lincoln y Jesucristo (futura carátula de Mark Ryden). Cada una de ella con una muñequita Barbie con una hoz y un martillo en la mano. Detrás de donde se paran los presidentes para saludar a los periodistas, un telón negro, con un mosaico de las ciudades del mundo en su historia en ruinas, firmado abajo: Atila, Remember. Cuando las niñas de la inmigración  latinoamericana son recibidas para un desayuno en  el comedor de la cocina, las paredes están empapeladas con afiches de películas, comics, Los Locos Adams paseando en silla de ruedas a Pinochet por los jardines de La Casa Blanca, el presidente de Bolivia jugando con una réplica del Titanic, Fidel Castro escuchando La Guantanamera con los cubanos de Miami en la Calle 8. Superman sobrevolando Manhattan con Margaret Tatcher con una Z del zorro en sus pechos, en la otra mano la Dama de Hierro lleva una criptonita encargada de Afganistán. Al fondo una montaña  azul de lapislázuli hace señas Bin Laden o el Mullah Omar, montados en unos burros, con sus  espadas de lasser negras. (En todo Afganistán se ve La Guerra de las Galaxias y  el santo y seña es: (Que La Fuerza nos acompañe).Los empleados de la Casa, todos de negro, con turbantes rojos y amarillos los hombres para diferenciar a los gay, y las mujeres con sus burkas, se instalan  a orar de pie, mientras un enano políglota, de ojos grandes, con un monito al lado y su órgano, pegado a un megáfono, anuncia en sánscrito, latín, griego, ruso, alemán, inglés, castellano, árabe, la exhibición de la película: El día que nos subimos sin orquesta  al Titanic (segunda parte). Aparece Mafalda al final del End, y dice: Che Mark, no tomes la sopa, los cocineros son de Bagdad.
    Se sienten descender lentamente caracoles por las alfombras de la  Casa Blanca camino a una reunión multitudinaria hacia el Río Potomac, a pedir por la paz del mundo, donde se leerá el discurso La Caja de Pandora Tocó Fondo.
  
Estamos en manos de Mark Magic Money, no podemos olvidarlo. Chris Carter escribe conmigo estos X-Files en un café de los alrededores de la Casa Blanca. Es nuestro guión. Somos nuestra propia conspiración. Hollywood somos nosotros mismos. Escribimos sobre la nieve en Washington, pero  no  se borran las palabras. Me recuerdo un día cuando nos nevó  a la llegada el Aeropuerto de Denver. Venía de New Jersey, había dejado mi  automóvil sepultado en nieve frente  a mi casa. Me tomé una foto antes de partir con bufanda, un abrigo y mi perro Tango. Iba leyendo un poema del poeta: Ella, la virgen, la inmaculada/ no deja de parir este putísimo/ polvo celestial, cuando vi caer la nieve sobre Denver, como un verso herido, y un tiempo no muy lejano, lo sé, le abrazaré como si yo fuera su única noche. Jugaremos ajedrez, me juré, al bajar del avión. Yo seré la reina como decías en tus cartas y tú el peón. Jaque a la Reina.

 

Silvia Banfield

 

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