Llegó con alas propias. Un pequeño ángel del morbo arrepentido. El sexo duro
no sólo agota las carnes, sino el espíritu. Buenos Aires se
rindió a su musculatura, a la gracia de su historia, a la dicha de su
joven pasado, a los movimientos que un público ávido en adivinar los paisajes
íntimos de la carne y el deseo. Un millón de ejemplares para una sola vagina,
en poco menos de un mes, es un récord, y nos habla de una nueva época, que el
Marqués de Sade hubiese disfrutado sin los apuros de la ley. El canon
occidental se lee de un extremo a otro del milagroso rosario: religión y sexo.
En el tocador, todo es posible de reinventar, en el juego del altar privado,
secreto. La imagen se atrapa así misma, se voltea a vernos, nos acompaña en
cada uno de sus gestos frente al espejo.
Ella, una adolescente provinciana de una isla llena de
historia y aceites, Sicilia, había emprendido la antigua y devota tarea que
Bocaccio aconsejaba allá por los años 1350 y que pusiera por escrito en su
famoso libro que aún leemos con sana devoción: El Decamerón. El gran
florentino aconsejaba en sus
divinas palabras Meter el Diablo en
el infierno, tarea que emprendieron Adán y Eva a un alto costo, que les hizo
perder el Paraíso. Pero el tiempo no pasa en vano y la lúdica, obediente
siciliana puso en práctica la misma medicina de la jovencita de 14 años que
nos relata Bocaccio, para calmar a ese Lucifer de todos los demonios del placer.
El mismísimo Satanás nunca se sintió más a gusto en un Infierno juvenil, de
llamas recién nacidas, ardientemente virginales, de quemantes y cálidas,
insaciables lenguas de fuego. Supo servir a Dios, ella una sierva obediente y
poner a buen recaudo a Lucifer, compartir con él su morada una y mil veces si
fuera necesario, y del dolor inicial, pasó a compartir el gozo del verdadero
infierno convertido en paraíso.
Cuando llegó a Buenos Aires a clausurar la Trigésima Feria
del Libro, precedida de un millón de ejemplares vendidos con su historia: Las
cien cepilladas antes de dormir, los organizadores sabían que
un cierre de oro para un evento es tan difícil como
cerrar a tiempo unas buenas piernas. Toda avenida es secreta sólo en el
Tocador. Lo demás, puede ser polución diurna y nocturna, tráfico en amabas vías.
Ya Melissa Panarello venía con su Diablo dominado, y un
infierno en llamas calmas, como una playa, con la sonrisa del deber cumplido,
sin ignorar que donde hubo fuego, con esas mismas cenizas, el infierno
renace. Y Melissa podría invitarnos
a vernos en el Averno recuperado, un camino empedrado de buenas intenciones, sólo
para meter el Diablo en sus propias llamas, y apaciguarlo a la manera de
Bocaccio.
Buenos Aires, ya entrada en años, señorial en el
desencanto, lúdica en el juego sensual, consentida por los espacios, amante con
oficio, sintió su cálida, juvenil pisada, avanzar su preciosa mercancía, su
exitosa piel- libro, encuadernada de pies a cabeza, bajo el sello Fazi Editore.
Si el sexo vende, sólo contabilicemos los miles de millones
de dólares anuales de la industria porno de Los Ángeles, para entender el fenómeno
Melissa, precedido por el mito de la nueva Lolita, de un libro prohibido que
ninguna editora deseaba lanzar y por el morbo, como apuntara sabiamente la
propia autora, que en 12 meses probó ser una domadora de todo tipo de Diablos,
con tridentes cortos, largos, gruesos, medianos, y no todos del mismo Lucifer.
Un Infierno famoso, sin duda, Melissa fue mucho más lejos
que la practicante, la niña de la pasantía en el Salón Oval de la Fama. Supo
abrazar con sus llamas al mismo demonio, sin preámbulos, durante 365 días de
sus más mozos años para sólo apaciguar a esa adorada criatura.
La gracia de su visita, por el placer de la carne y la
palabra, será recordada en la City porteña, más allá de
la precoz sexualidad, de la confesión que este
ha sido un itinerario de dolor, doble sufrimiento en el gozo, es la
infeliz coincidencia de la caída abrupta de las bolsas del mundo, como pantys
de viejas con un pudor ya desdibujado por el tiempo. Será recordada también
por este lunes negro de desplome de las invisibles y poderosas cajas
registradoras, un sexo intangible para los propios corredores y quizás el útero
madre del capitalismo global.
Las acciones suelen ser tan libertinas como Melissa y llegan
a organizar sus propias orgías con la inocencia de una clientela ávida de
riqueza, seguridad y poder, dispuesta a vivir en la cuerda floja del solidario
estipendio del azar. Aliento y desaliento, como los amores de Sade, siempre
terminales y suspendidos.
No comparto la comparación que hace Melissa con Sade, al
decir que él sólo escribía. El Marqués vivió en correrías, y si hubiese
tenido a tiro a Melissa, le hubiese enviado una carta encendida, ofreciéndole
su cuestionada fortuna, algunos luises y su amor sin freno ni medida. Así lo
hizo, entre otras, con mademoiselle Colet, una debutante de la Comedia Italiana
a los 15 años, edad en que ya era una atractiva cortesana. Hasta aquí calcado
el futuro de Melissa en los años y el oficio. Y el Marqués le escribió, “es
difícil veros sin amaros, y más difícil aún amaros sin decíroslo. Como
prueba de que estaba dispuesto a compartir todo, le envió un billete. Colet ya
había cumplido 18 años y rechazó ofendida la propuesta del Marqués. Al día
siguiente Sade, recurre a toda su retórica y se entrega con singular manía:
mis lágrimas, mis suspiros, mi constancia, mi obediencia, mi arrepentimiento y
mi respeto. No deja ni a Dios por fuera. Dejadme morir a vuestros pies...Colet
cedió, pero como cuenta el biógrafo de Sade Jean –Jacques Pauvert, no
sabemos si fue por su tradicional elocuencia o su fortuna. Esa fue su
naturaleza, pero si tenemos certeza que fue también el autor de sus propias
historias literarias. No sabemos si detrás, es probable, de Las Cien
Cepilladas de Melissa, se encuentre un negro o un "ghost-writer"
("escritor fantasma. No es nada extraño, en estos y otros tiempos.
¿Un acierto de los editores, de la maquinaria ingeniosa del best seller erótico?
Una gran incógnita.
Pequeña, nerviosa, con su inocencia calculada, llenó el
auditórium de la Feria del libro de Argentina, sin un pasado aparente, envuelta
en la gasa invisible del éxito literario, el verde laurel imperial. No pocos la
imaginaron sobre el Obelisco vestida de ángel de la mano de Virgilio Borges en
una lectura sin fin de Las Mil y una Noches. Y en un claro homenaje
borgeano a Cortázar, la leyenda iluminada sobre el símbolo fálico: Todos los
fuegos, Melissa.
Rolando Gabrielli