Así como la Marcha Peronista se aggiornó en los noventa por razones de fuerza mayor (primero pasó de “combatiendo al capital” a “convocando” o “compartiendo” el capital, y después los suavizantes se volvieron innecesarios cuando se descubrió que más efectivo era no cantarla), muchos aportes de la liturgia justicialista tuvieron que ser subidos a la bohardilla con sigilo. De allí que tantos jóvenes peronistas ignoren hoy que, en 1950, Perón había resumido su credo en veinte oraciones, las Veinte Verdades Justicialistas, donde abrevó por décadas la ortodoxia peronista.
Por ejemplo, a nadie se le ocurriría hoy quitarle el polvo a la cuarta Verdad Peronista y ponerla en un afiche callejero. “No existe para el Peronismo -reza- más que una sola clase de hombres: los que trabajan”. Obsérvese que además de descortés con la legión de piqueteros, con millones de desocupados de primera y segunda generación y, en fin, con los marginados del sistema que aún se sienten peronistas, esta Verdad ignora a la mujer trabajadora (y obviamente a la desocupada, a quien por suerte se resalta ahora con detenimiento en el mayor plan asistencialista de la historia, el Jefes y Jefas de Hogar).
Tampoco hay interés, se ve, por reimprimir la Verdad Trece, aquella que decía que en “en la Nueva Argentina los únicos privilegiados son los niños”, verdad nada recomendable para ser recitada en una de esas esquinas con semáforo donde racimos de niños limpian los vidrios de los autos luchando contra su propia estatura.
Sin embargo, dado su vigencia, podría ser oportuno recordar lo que decía la primera Verdad Peronista. “La verdadera democracia es aquella donde el gobierno hace lo que el pueblo quiere y defiende un solo interés: el pueblo”. He aquí un interesante punto de contacto entre las ideas de Perón, el fundador, y las del primer presidente peronista votado por el pueblo en el siglo XXI, Néstor Kirchner, injustamente acusado por sus compañeros más nostálgicos de “poco” peronista.
Lo de pueblo, se sabe, no corre más. La expresión ha sido reemplazada por la gente, igualmente ambigua pero -seguramente no por casualidad- de resonancias más proclives a la clase media. Con sólo hacer esa adaptación, pues, la primera Verdad Peronista ayuda a describir al Kirchner político. Queda así: “La verdadera democracia es aquella donde el gobierno hace lo que la gente quiere y defiende un solo interés: la gente”. En tiempos de Perón, cuando sólo habían pasado cien años de la muerte de San Martín, para saber lo que la gente quería bastaba con el olfato del líder, cuya sensibilidad jamás fue puesta en duda. Hoy está el auxilio de la demoscopía, esa técnica capaz de averiguar con rapidez si la gente quiere más seguridad, más bienestar, más trabajo, más honestidad, más gas o todo lo contrario y, lo que suele atrapar al lector de encuestas cual insaciable devorador de Agatha Christie, en qué orden están las apetencias populares. Hasta los dirigentes, por eso, se llaman distinto: ahora se les dice referentes.
La verdadera democracia
Era importante la primera Verdad por ocuparse de definir a la verdadera democracia, pero también por sus silencios. Nada decía sobre los partidos políticos, la posible alternancia en el poder y otros ingredientes que aburridos politólogos enumeran cuando se les pregunta a ellos, y no al primer Perón, por la verdadera democracia. Coincidencia: tampoco en el primer año de Kirchner se habló demasiado sobre los partidos, devenidos grandes dormilones, ni se prefiguró una fuerza opositora más o menos robusta capaz de competir por la Casa Rosada, en 2007, con su actual responsable. No es que hoy no se sepa quién podría competir contra Kirchner en las próximas presidenciales, sino que se ignora si el rival -en el caso tan dicho de una búsqueda de reelección- saldrá de un gajo peronista, de una fuerza existente o de algún partido por crearse.
El político sin cargo más mentado del país, Eduardo Duhalde, quien gobernó la Argentina durante tanto tiempo como Bernardino Rivadavia y lo hizo sostenido con modos del siglo XIX por una inorgánica confederación de gobernadores, catapultado por un mandato parlamentario, siempre prestó mucha atención a lo que la gente decía, a lo que la gente pensaba o, en definitiva, a lo que la gente decía que pensaba. Esto es, a las encuestas. De modo que, en principio, no sorprendió el hecho de que la afición a la lectura de encuestas fuera heredada por su ahijado Néstor Kirchner.
Lo que sorprendió, por lo inédito, fue que Kirchner gobernara con las encuestas. Y gracias. Es decir, que su sustento fuera la sucesión de consensos públicos, algo así como un subproducto de aquel enfoque de la democracia directa esbozado en la primera Verdad Peronista. A Kirchner no lo habían puesto los gobernadores ni el Congreso sino su antecesor, el dueño vitalicio del mayor aparato peronista. Luego, ante la opción de dar espacio a los diversos partidos políticos para que superaran la crisis de representatividad del cambio de siglo, y aplicar la Primera Verdad, Kirchner optó por el segundo camino. Nunca reconoció, ni en los hechos ni en los gestos, a un jefe opositor. A opositores formales como el ganador de los no peronistas en las elecciones del 27 de abril, Ricardo López Murphy, los ignoró. López Murphy terminó de confirmar su inexistencia -a ojos kirchneristas- al cabo de un año de preguntar, sin eco, por qué no vuelve el dinero expatriado de la provincia de Santa Cruz, cuando Carlos Menem hizo una pregunta-reproche similar y se amontonaron las réplicas.
A Lilita Carrió el Gobierno le mordió una porción de su pedestal -Graciela Ocaña, Romá- y dejó que el vínculo se encauzara por un andarivel de rencores y denuncias. La principal progresista laica -para los ojos del progresismo inserto en el conglomerado peronista- levantó temperatura y llevó las cosas, en estos días, al intercambio de insultos y al más incierto de los terrenos políticos, el judicial.
Al radicalismo, Kirchner lo desatendió como fuerza orgánica -ni su jefe nominal Angel Rozas ni el caudillo principal, Raúl Alfonsín, devinieron interlocutores válidos-, si bien entabló buenas relaciones, a nivel individual, con los gobernadores de ese origen, mientras dejó en manos del duhaldismo parlamentario las negociaciones con la UCR como segunda fuerza de ambas cámaras. Kirchner convidó una y otra vuelta de café a sus nuevos amigos transversales, progresistas urbanos como Aníbal Ibarra, Luis Juez, Hermes Binner, pero no hizo ningún esfuerzo por enaltecer a otros representantes de la política tradicional (Alfonsín) o de la remodelada (López Murphy, Carrió, Macri). Hay quien cree que se trató de una sugerencia en el sentido de que el colapso de la Argentina fue culpa de los partidos tradicionales, de las viejas formas de la política, de los mismos de siempre.
Pero, además, en ese caso no se entiende por qué el duhaldismo, fuerza clientelista de ostensible protagonismo en los últimos tres lustros, interlocutor privilegiado y excluyente del Gobierno, reservorio de símbolos antidemocráticos como Luis Barrionuevo, no fue objeto de la condena kirchneriana ni de la cruzada purificadora de la política.
Bueno, no se entiende desde el punto de vista discursivo. Desde el punto de vista político, sí se entiende.
Modelo reiterado
Toda la vida política, todo lo importante, sucedió y sucede, como en otras épocas, adentro del peronismo. No es, ahora, una disputa coral, sino, en cierto modo, una reiteración del modelo binario de los noventa, que suplantó a uno de los actores. Antes era Menem-Duhalde, ahora Duhalde-Kirchner; la primera, una fórmula en su génesis; la segunda, una procreación donde la criatura se emancipa antes de lo esperado y reclama la ejecución del testamento.
La interna peronista, de nuevo, hegemonizó la acción política. Un congreso justicialista, otra vez, terminó en escándalo, renuncias, acusaciones y, por fin una novedad, cabellos femeninos arrancados.
Dos preguntas maestras, conectadas, se plantean entonces para el futuro.
Una: ¿Podrá Kirchner seguir sustentando su poder en los consensos públicos entrelazados con la gran estructura peronista que domina Duhalde?
Dos: ¿Toleraría Duhalde una hipotética inclusión de su marca entre los trastos de la vieja política que es necesario reformar?
Hay en el horizonte un par de detalles que conviene tener en cuenta. Por un lado, los economistas pusieron de moda en estas semanas la expresión de que a la Argentina se le acaba el viento de popa. Sugieren que la constelación de la economía mundial, que venía de parabienes, está sufriendo un vuelco. Por otro, el 2005 es un año electoral. Se renuevan media Cámara de Diputados y un tercio del Senado. Lo cual no significa que pueda cambiar sustancialmente la calidad de fuerza mayoritaria del peronismo en ambas cámaras, pero sí que el Gobierno atravesará su primer examen político.
Las elecciones de 2005
A diferencia de lo que ocurrió con la parte legislativa de los comicios del año pasado, escalonados de manera anárquica entre abril y noviembre en los 24 distritos, los venideros serían, como antes, unificados en el nivel de diputados nacionales. Ya que los mandatos vencen en diciembre, las elecciones se harían en la segunda mitad del año.
¿Habrá sobrevivido para entonces la transversalidad kirchneriana? ¿Se verificará en el armado de listas? ¿O la transversalidad que tanto irrita a la ortodoxia duhaldista y a los escuálidos remanentes menemistas sucumbirá bajo la sutileza ajedrecística del único gobernador bonaerense que, después de Bartolomé Mitre, llegó a presidir el país?
Tiene algo del idolatrado Diego Maradona la política argentina. Como el astro, se reserva siempre una cuota de sorpresa. No alcanza con estudiar un período pasado para saber cómo será un equivalente período futuro.
Kirchner mismo ya dio al país un par de sorpresas formidables. Una fue su discurso del 25 de mayo, ese debut que deleitó a las almas más contrapuestas. Otro, consonante, su emancipación. El gran asunto que viene consiste en saber si su capacidad para cautivar no está agotada -ahora se trata de capacidad para reaccionar ante nuevas adversidades-, si en el declamado entendimiento con Duhalde se seguirán acomodando las piezas de abajo y si los demás jugadores de la partida, hoy arrumbados en la platea o incluso en pullman, no conseguirán aparecerse en el escenario.
Con más desconcierto que indignación, unos y otros han visto subir al escenario, raudo como nadie, al padre de un joven de clase media asesinado por delincuentes un día cualquiera. A este dolido padre, véase el detalle, la prensa le decía hasta hace poco el señor Juan Carlos Blumberg. Sobre todo el día de su primera marcha. La palabra señor casi no se usa en los diarios argentinos desde hace treinta años; el último en abandonarla fue La Prensa.
Blumberg, sin embargo, era el señor Blumberg, acaso para honrar su condición virginal en medio del trajinado elenco mediático, amén del respeto reverencial que despertó su dolor trastrocado en lucha. Pero, de a poco, al señor Blumberg los periodistas han comenzado a decirle Blumberg, como se nombra al resto.
Lo cierto es que este ingeniero textil antes desatento con la cosa pública consiguió que sus ideas -algunas primitivas, otras hijas del más crudo sentido común, todas bienintencionadas según la percepción dominante- tomaran forma legislativa con mucho más rapidez que lo que jamás soñó un político tradicional para las propias, supuestamente amasadas tras años de esmero comiteril.
Se sabrá en el segundo año de Kirchner, también, si el fenómeno Blumberg patrocina nuevas formas de hacer política, una participación ciudadana fuera de programa, o si durará tanto como el grito que se vayan todos que, recuérdese, parecía inextinguible.
Por el momento, la Argentina lucha por terminar de salir de la crisis más grave que haya padecido en la era moderna y, aunque guiada por un nuevo gobierno peronista, ya no entona, para darse ánimo, la Marchita tan cara a la mística del siglo pasado, sino el Himno Nacional. Qué bien, dicen los patriotas de almidón, hasta que se enteran que el intérprete escogido por el gobierno es Charly García, mientras el país sigue pendiente de Maradona.