Un camaleón puede cambiar de color.
Es su modo de vida. La belleza de la transformación para sobrevivir. Nada
permanece igual nos dice ese reptil con su lengua larga y pegajosa. Él cambia
de acuerdo con el ambiente. Es su seguro, aunque en la selva como en la vida
real, sólo la muerte es una garantía indiscutible. Su especie, son unos
ochenta modelitos, nos ha heredado esa filosofía tan humana y de una vigencia
sublime en estos tiempos: el individuo camaleónico. Encierra nuestra preciosa
y escamada bestia, el reptil que habita
en el humano, todas esas mutaciones pérfidas, esos relámpagos de
tornasolados cambios. Permutas inconfesables con la vida misma, el acomodo de
serpiente que arrastra al vil bípedo. Ahí están, me digo, detrás del
ventanal, a un paso del negro cielo del edificio, lagartos
aparentemente dormidos en el asfalto, en la ruina de algún callejón,
en el bar libando, o en un bufete de cuello largo almidonado, señorial, de
lenguaje ambiguo, escogido para el engaño, el sutil camaleoneo. Son figuras nítidas
de la sociedad, estampadas en la sutil formalidad del ardid, la celada de la
ley del embudo que se sienta a reír y a disfrutar de sus ingresos informales,
formalmente puritanos.
No sé quien se estará comiendo un pescado a esta hora en
Brooklyn o una langosta en Manhattan,
esta es una noche frugal, despiadadamente ascética, café, unos sandwuichs
hechos en casa, emparedados como cuerpos unidos para un instante ajeno,
apresados en el vacío, en los pequeños componentes cotidianos de la vida. La
nota no se te puede ir de la mano S.B., me dijo, recuerdo al Editor, con algo
de complicidad, como atendiendo oscuros intereses gerenciales, de un poder más
arriba, fáctico, detrás de las bambalinas, algo indefinido en la sombra,
pero real. Siempre he creído que allí
se cambia de peluquín la mentira, el fraude estaciona sus
nalgas amarillas, la silenciosa orquesta del engaño, toca en sordina: Somos
una gran Nación.
Siento que las corcheas y semifusas
se estacionan frente al ventanal, miro hacia la cocina, me llega el
olor a salami con queso. Le agregaré aguacate y un café negro, caliente,
porque la noche será larga, una agenda cargada de velocidad, cambios, camaleónica.
Días no para el espejo, sino la lupa. Tiempos F.B.I. Mañanas acordonadas de
silencio. Viajes sacudidos por aeropuertos
detenidos en turbulencias terroristas. Qué espanto un desayuno
coagulado por la incertidumbre. Los diarios expulsan, vomitan,
disparan una tipografía errática, sanguinolenta, gris. Esas fotos que
Susan Sontag dijo despiadadamente: somos nosotros, el Estado norteamericano.
El espejo que la muerte recrea ante nuestros ojos. Noviembre no está tan
lejos para dar vuelta esta hoja vergonzosa.
Me recuerdan estos días vertiginosos, ausentes de sentido
común, el gran campo de golf, como un paño de la nada, con ese lenguaje que
aterrizaba en mis desayunos y noches, en las reuniones más íntimas. El tono
de la estupidez se imponía de manera ejemplar:
Se mantuvo a tres golpes de la punta. Porque
justo en el hoyo 18, un par 5 ideal para sumar un birdie o al menos firmar el
par, fulano cometió un bogey Luego
de un birdie en el hoyo 4, padeció
un doble bogey en el par 4 del 6. Así que con un nuevo birdie en el 7.
Por fin tomó el liderazgo con una vuelta de 66 golpes, producto de siete birdies
y un bogey.
Ese paisaje verbal que inundó por años mi vida cotidiana,
mis sábanas, mi sala, mi cocina, mi baño, mis sueños, mi piel, mi historia,
mi olvido, mis ganas, me visita de otra manera con esas fotos, que Susan
Sontag incorpora ya como el museo
del horror de nuestra generación.
Perdurará en el tiempo la sonrisa hitleriana de la soldado norteamericana,
frente al cadáver del cuerpo ya torturado de un civil iraquí. Sus guantes plásticos,
la sonrisa diabólica que festeja la muerte, la transforma en una imagen
imborrable. El hombre sobre los alambres eléctricos adivinando la muerte, el
montón de carne humana como un castillo de naipe muerto, florecientes
despojos, abandono espiritual por un ángel que sigue cayendo del cielo cada
noche en la imperfección de sus alas. Allí, en Bagdad se le agregó un ala más
a la ignominia, a la muerte, al fracaso humano
como especie. El tiempo lo ha podido todo en Irak. Más de seis o siete
mil años. La Historia se ha arrodillado ante sus puertas. La ciudad permanece
aún en el viejo sueño, en el centro de algún relato, viajando en una
alfombra sin magia, sin Internet. No toda red encuentra su pez.
En este rodaje que nos ha lanzado El Number One,
nuestro primer actor, se me presenta el gordo M. Moore con su inocente
cortometraje, que tanto susto produce aún en la Casa Blanca, cuando la película
tiene un reparto más amplio y a todo color, donde los extras se transforman
en actores y actrices que buscan un Oscar, con esa poses de torturadores que
conocen y aman su oficio. Ahora el Gordo Moore puede completar su Farenheit
911, porque lo que sobra es material, realidad, impacto.Y podría
presentar a su elenco de torturadores en las próximas premiaciones del Oscar,
sería algo sublime, novedoso, mucho más allá de todo lo pensado alguna vez
por Hollywood. Se recaudarían fondos para la próxima invasión de La
Patagonia, un paraíso natural lleno de recursos, que colinda con la Antártica,
donde están las reservas más grandes de agua dulce de la tierra, minerales y
petróleo. Vivimos tiempos empujados por las manos negras del horror, donde la
audacia de sicópatas y usureros, mantienen secuestrados a un supuesto Dios,
nos inundan con sus pesadillas e instalan a la humanidad en un altar
infeccioso, dolorido en el pus y la
asfixia. Moore debe recoger el fetichismo del Despacho Oval: el puro de Bill
Clinton y ahora la pistola descargada de Saddam. Son momentos distintos, para
historias diversas, pero ambas con la mecha encendida.
Olvidados algunos, producto de este carrusel de la muerte Afganistán/Irak/Palestina/Israel/ArabiaSaudita,
surge la figura benemérita, mítica, bañada de sangre fresca,
santificada en sus 88 años, eternamente presente, reclamada por las sombras
de los desaparecidos, los asesinados, torturados, el capitán General de
Chile, Augusto Pinochet. El célebre Paciente Inglés, que tras 503 días de
detención en Londres, logró evadir la justicia internacional, aterrizó en
Chile, y los médicos lo declararon con la justicia en estado de demencia
senil, lo que impidió procesarlo por genocidio y el emblemático caso de la
Caravana de la Muerte. Al son de Lili Marlene, el viejo general, se retiró a
sus cuarteles de invierno, sin la inmunidad de senador vitalicio, pero
protegido por los poderes fácticos y su condición de ex presidente de Chile.
La Corte de Apelaciones de Santiago, cuando nadie lo esperaba, sorprendió al
mundo, desaforó a Pinochet por su participación y responsabilidad en la
llamada Operación Cóndor, donde desaparecieron nueve activistas opositores.
De la Corte Suprema dependerá si va a juicio. Es una incógnita como la
injusticia que rodea el caso de Pinochet y otras altas figuras castrenses
involucradas en al desaparición y muerte d de miles de chilenos entre el 11
de septiembre de 1973 y 1989. Sólo Pinochet logra aún ser noticia en medio
del caos planetario, cuyas torturas son una réplica de su régimen hoy en
Irak.
Su cruento golpe de Estado es precursor al 11 de septiembre
de Nueva York. Es difícil olvidar a
un personaje de esta naturaleza, para los chilenos y el mundo. Su desafuero
momentáneo, ocurre en momentos que en Estados Unidos se liberan 20 mil
documentos “secretos”, donde H. Kissinger reconoce que
Washington ayudó para derrocar a Salvador Allende. Por tratarse de la
seguridad de Estados Unidos, una serie de frases comprometedoras del
presidente y sus servicios secretos, fueron eliminadas de los documentos. K y
Pinochet, son dos de los más grandes camaleones de la historia contemporánea.
Le enseñaron una variedad infinita de colores, tonos, al mundo, su dentadura
postiza, la escamosa piel de una generación de reptiles agazapados en la
tribuna del deshonor. Han ajustado a su manera, la historia y los hechos
relacionados con el puntch chileno. Lo sibilino en ambos, raya con la
crueldad, el escenario creado para el miedo, el terror,
el engaño, la falsificación simplemente. Más de 30 años de simulación,
el cadáver exquisito de Chile a lo largo y ancho de la mentira global,
del simulacro democrático. Cada visita de K a algún lugar del globo terráqueo,
hoy globalizado en redundante término geográfico, significaba una orden para
el crimen. Los papeles así lo revelan y la historia ya se ha hecho cargo.
Esta es una película para el Gordo Moore y no sé que espera para hacerla. KPUT,
La última noche del Cono Sur. El ojo del Gordo como el
torrente bilioso del río Mapocho, sería una delicia para el espectador,
apuntando como el Obelisco de Buenos Aires, su gran dedo sobre este par de
tramposos y sus secuaces. El celuloide es el único espacio que podría hacer
perdurar una realidad rescatada para la verdad. Los dos personajes aún viven,
son un regalo para el presente, aunque K tenga unos by pass y el capitán
General, se aproxime a las 90 campanadas del cementerio Chile. Ánimo Gordo,
ese fue un 11 de película. Otro título muy chileno (he tenido que
asesorarme), podría ser: Se hizo el leso ante la Humanidad. Eso
recogería a cabalidad los vanos intentos del juez español, Baltasar Garzón,
por procesarlo, encausarlo y juzgarlo, por delitos de lesa humanidad.
Chile sigue siendo una espina atravesada en la
garganta de los derechos humanos. Nadie sabe que curso seguirá el caso
Pinochet en esta fase. Tal vez la justicia intente suavizar su complicidad,
mala memoria, ante la historia, y lave en parte su cara, de manera tardía. El
proceso verdadero tal vez se efectúe en el infierno. A lo mejor el presidente
de la Corte Suprema le ponga un sello al ataúd del Benemérito: Operación
Cóndor, investigar en las alturas.
Silvia Banfield