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Kirchner construye una nueva estrategia

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EL MISTERIO DEL CAMBIO
EL MISTERIO DEL CAMBIO

 Aquel lejano año de la caída del Muro de Berlín, sentado en la presidencia de la Cámara de Diputados junto a su compañero de fórmula Eduardo Duhalde, Carlos Menem, todavía patilludo, se calzó los lentes de lectura y dijo: “Yo no quiero ser el presidente de la Argentina de Rosas y de Sarmiento, de Mitre y de Facundo, de Angel Vicente Peñaloza y de Juan Bautista Alberdi, de Pellegrini y de Yrigoyen, de Perón y de Balbín. Yo quiero ser el presidente de un reencuentro” (reencuentro que existió: pocos días después, Menem le entregaba el manejo de la economía a Bunge & Born y nombraba negociador de la deuda a Alvaro Alsogaray). De manera acaso injusta, ese discurso fundacional, plagado de ideas, sólo es recordado hoy por las legendarias “Argentina, levántate y anda” y “Síganme, no los voy a defraudar”.

 

 Vaya si ha escrito piezas memorables el periodista y abogado Gustavo Béliz -incluso mientras fue secretario de la Función Pública y ministro del Interior-, bagaje que forma parte de su costado trascendente, cualquiera sea la opinión que merezca la doctrina que entonces él abrazaba. Béliz no consiguió la misma trascendencia con sus golpes más famosos, primero cuando dejó aquel gobierno, hace once años, y después cuando empujó su salida del actual, hace once días, con similitudes asombrosas.

 Por lo que pasó con el menemismo post-Béliz y lo que se ve ahora que sucede tras su despido del fin de semana anterior, no es la ventilación de acusaciones altisonantes lo que le ha permitido al periodista y abogado modificar la realidad en términos concretos y mensurables.

 Como en 1993, Béliz no alteró la marcha del Gobierno en la dirección que él pretendía. Su primera visita a Tribunales sin auto oficial, el lunes 2, lo dejó al desnudo. Dijo que sus denuncias tan estridentes sobre mafias se basaban en observaciones políticas y que carecía de pruebas. Es decir, dijo lo que podría haber dicho cualquier argentino lector de diarios; lo cual, en vez de mejorar la calidad institucional, sembró la duda de si un ministro tiene tantos resortes sobre la realidad como un parroquiano ocioso o si las tales mafias son fantasmagóricas.

 Sin embargo, es verdad que los cambios existen. Kirchner está modificando su estrategia política. ¿Se trata de una coincidencia?

 Más allá del ministro de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos, el Presidente ya había dado señales de reconocer que su insistente apego a la transversalidad no daba frutos políticos. El oficialismo genuino -el duhaldismo es oficialismo prestado- conservaba su volumen original; es decir, el que había resultado de una esmerada tejeduría política durante las elecciones parlamentarias escalonadas de 2003.


Transversales y duhaldismo

 

 Según el duhaldismo, los transversales de la Cámara de Diputados le han servido de poco al Poder Ejecutivo en lo que a leyes se refiere. Quizás los duhaldistas exageran la inutilidad funcional de los diputados transversales, quienes no siempre, como se sugirió, votaron contra los proyectos de la Casa Rosada. Pero es verdad que el dominante bloque que lidera José María Díaz Bancalari podía darse el lujo de marcar contrastes: nadie exhibió tanta disciplina partidaria como el PJ, alineado mayoritariamente, en definitiva, con un Eduardo Duhalde que, si bien osciló en los diarios entre el apoyo religioso y la crítica severa, en términos reales vino consintiendo hasta ahora las principales necesidades de Kirchner. La disciplina, una condición doblemente necesaria en una fuerza germinal, nunca fue un atributo de los transversales, precisamente porque de su esencia participan la heterogeneidad ideológica y la carencia de tradición corporativa.

 No por Béliz sino por Kirchner, el primer recambio ministerial marca, quizás, una nueva etapa, cuya maduración lleva varios meses. Ya se sabe que los tropiezos del Gobierno no empezaron en julio con el ataque a la Legislatura porteña sino en marzo, quizás con el infortunado acto de la ESMA y la inédita solicitada de los gobernadores segregados por Hebe de Bonafini. Si la definición genérica de problema gubernamental es la pérdida de iniciativa en manos de actores secundarios -fenómeno claro con la aparición en escena del improvisado líder Juan Carlos Blumberg-, el virtual desmadre de la política de no represión sólo debe ser visto como un renglón más del déficit.

Con buen tino, Kirchner ha comenzado a salir del formato político monopartidista para dar aire a la oposición. Tal vez sea uno de los cambios más importantes que se insinúan en estos días, por el hecho de atender a un reclamo vinculado, verdad tautológica, con el buen funcionamiento de la democracia.

 Pero es sorprendente cómo este progreso es subestimado desde las mismas trincheras que hasta ayer lo reclamaban. ¿Qué misterio inspira el cambio?, dicen. Es probable que Kirchner lo haga porque se le agotó el modelo anterior, el ensayo transversal. Algunos llegan a expresar que no se trata de agotamiento sino de estilo de conducción y que la transversalidad no fue más que una posición de fuerza destinada a negociar mejor con la estructura partidaria convencional, turno que ahora habría llegado. De modo que lo que se proyecta no sería algo nuevo sino un segundo capítulo.

 ¿Importa más descubrir las lucubraciones -por lo demás insondables- del Presidente que celebrar el cambio saludable y darle forma?

 Lo más curioso, quizá, sea el reproche que se relaciona con la sospecha de que Kirchner propicia un contubernio, un acuerdo de cúpulas, un reverdecer de la corporación política, un nuevo Pacto de Olivos o como se le quiera llamar; esto es, exactamente lo mismo que hasta ahora argumentaba Kirchner para no incluir en su agenda a la oposición.

 Si eso fuera cierto, la claudicación del Presidente resultaría histórica, mucho más impresentable que, por ejemplo, aquella medida que se le atribuye a Arturo Frondizi de haber mandado a retirar su libro Petróleo y política de las librerías, cuando desde la Presidencia se aprestaba a contradecirlo.


Pacto de Olivos

 

 Se coincida o no con las mayorías que sostienen alta la imagen del santacruceño inesperado, pensarlo suscriptor de un nuevo Pacto de Olivos parte del supuesto de que cualquier viraje, aun el más extremo, siempre es posible. El razonamiento se apoya en la convicción de que la lógica política no existe.

 Históricamente, la lógica política sólo ha sido sacudida bajo condiciones extremas, en momentos de desesperación, algo que podría encontrarse en el Perón encerrado por múltiples adversidades entre junio y septiembre de 1955 -abrió entonces el juego político, igual cayó- o, salvando las distancias, en el autismo de Fernando de la Rúa de diciembre de 2001, con su caricaturesca convocatoria televisiva al peronismo casi en el mismo acto en el que descapuchaba la lapicera para renunciar.

 Pero ni la salida de Béliz ni ningún otro acontecimiento reciente indican que Kirchner esté desconcertado, abrumado o agotado en cuanto a sus planteos originales. Mermas aparte, los sondeos de opinión que lo entronizan siguen altos; nunca sufrieron bajas bruscas. Quizás por una suma de motivos -entre ellos, sin duda, el reclamo sostenido de los dirigentes marginados- el Gobierno resolvió que es hora de un mayor diálogo político.

 Despreciar el convite, tal vez evoque a un demandante pertinaz que no consigue adaptarse a la realidad cuando comienza a ser complacido, porque cree que lo importante no es usufructuar el cambio sino averiguar la hora a la que fue resuelto.

 La discusión sobre la calidad de los interlocutores es inevitable. Se ha planteado cada vez que hubo una apertura política, fuera en regímenes de facto o, como ahora, dentro mismo del jure. Pero una cosa es esa discusión y, otra, invalidar la apertura al diálogo por considerarlo apriorísticamente poco generoso.

 Es verdad que la expresión diálogo político, de inevitable asociación con militares gastados en busca del repliegue, destila ambigüedad. También es verdad que una buena parte de la opinión pública está desconcertada, en cuanto al peso específico que tiene cada fuerza opositora en el atribulado país inventor del que se vayan todos. Tal el desaguisado institucional de los últimos años: una es la primera fuerza política opositora si se consideran el Congreso, las gobernaciones y las intendencias (el radicalismo), y otra si el parámetro son las últimas elecciones presidenciales (Recrear), donde aquella aparece en el subsuelo.


Los interlocutores

 

 En el primer caso, se trata del partido mayoritario más antiguo del país; también el que viene de darse el porrazo más grande de su historia. Su organicidad reacondicionada no fue bendecida con un liderazgo potente.

 En el otro, en cambio, se trata de un partido sin fuerza institucional alguna, formado ad hoc detrás de una candidatura presidencial (Ricardo López Murphy) que consiguió el tercer puesto (hace apenas 15 meses), el primero entre los postulantes no peronistas.

 Viene después en la nómina el ARI, también constituido, al revés del radicalismo contemporáneo, en torno de una figura carismática (Lilita Carrió). ¿Y qué hay de las fuerzas políticas minoritarias entremezcladas con la protesta callejera que hoy parece sacudir la vida nacional, no por su número sino por su metodología? También toman la forma, llegado el caso, de fuerzas políticas opositoras, como de hecho ocurre cuando, por parcialidades, sus dirigentes son recibidos en despachos gubernamentales. Obsérvese que, según el criterio que se adopte para jerarquizar a la oposición, se obtiene una escala u otra. Dilemas, pues, a resolver: qué es el diálogo político, quiénes lo protagonizan y, también, cómo se aplica.

 Nada que niegue la evidencia de que dialogar está en la esencia del sistema democrático.

 Pero hay más cambios. Se refieren, en el terreno político, al futuro del justicialismo -asunto medular- y, en la gestión de Gobierno, a las políticas de seguridad. Por un lado, está dicho que la extinción del proyecto transversal implica una peronización de Kirchner. En términos prácticos, allí se inscribe el posible acuerdo, mentado por estos días, para que Kirchner presida el Partido Justicialista a nivel nacional y Duhalde se haga encumbrar formalmente en la provincia.


Corregir el rumbo

 

 En cuanto a las políticas gubernamentales de procesamiento de la protesta callejera, es evidente que la llegada de Héctor Rosatti al Ministerio de Justicia fue aprovechada para corregir su implementación, ya que no para renovarla a pleno. De hecho, la movilización piquetera del último miércoles no fue la primera que se mantuvo bajo control merced a un “megaoperativo” disuasivo, sino la segunda; en la anterior todavía mandaba Béliz. Una amplia zona, llena de matices, media entre la clásica represión policial y la policía ausente, espectro en el cual se han hecho ahora, por fin, modificaciones exitosas.

 En ese contexto de sutilezas (el despliegue policial, la forma en que se lo ejecuta, la apariencia de la fuerza desplegada, el manejo de los tiempos, la claridad de las órdenes impartidas), hablar de que hay un nuevo Kirchner que tiene una nueva actitud frente al piqueterismo, probablemente, sea exagerado.

 Y está, por último, el tema de los secuestros, acaso el más espasmódico en cuanto a reacciones oficiales, en parte porque se sustenta en un trípode que combina la eficacia -o la ineficacia- del Estado, las olas delictivas y la repercusión mediática, asunto éste librado a la sospecha de que lo que se publica -de por sí alarmante- es sólo una parte de lo que sucede. Pero aquí siempre está el temor de que un eléctrico y ostentoso despliegue policial -como el que ahora se encaró en la zona Norte del Conurbano- dure tanto como las primeras planas del rubro, decrezca con ellas y los ciclos se repitan sin cansancio. Aparenta más de lo mismo: bandas mixtas, depuraciones policiales que no terminan de dar frutos, soluciones de fondo demoradas, incredulidad pública. Y no sólo los secuestros “volvieron”. También las encuestas de opinión que redescubren a la seguridad al tope de las preocupaciones de la población.

 

Pablo Mendelevich

 

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