La aporía del conocimiento divino y el mal. La aporía de la universal causalidad divina y la existencia del mal. La permisión divina del mal.
Estos son problemas y “misterios” insondables para la teología.
“El mal no tiene ninguna naturaleza”. “El mal se da en las cosas intencionalmente”. En las cosas naturales el mal accidental sólo puede ser efecto del bien”. “El mal es privación de un bien” “Ningún ser en cuanto tal es malo”.
Así por el estilo el teólogo y filósofo italiano Tomás de Aquino ha tratado de salir del atolladero.
Pero sea como fuere, lo realmente grave es aceptar a un dios puro amor por sus criaturas, que no obstante permite el mal. Esta permisión es lo dramático, lo que de suyo aterra a los teólogos, y para los analistas no teólogos constituye un factor que anula a ese dios puro amor para transformarlo en un ser monstruoso, quien impasible, inconmovible, desdeñoso, sordo y ciego ante lo inicuo, continúa causando actos preconocidos por él que se bifurcarán por uno de dos senderos, el de la benignidad o de la malignidad. Sin intervención alguna en el segundo caso porque en su eterno presente en que “vive” este ente, ya todo ha ocurrido, aun aquello que sucederá en el orden temporal dentro de 20.000 millones de años, por ejemplo.
¿Hay forma de salir de este contrasentido o debemos negar categóricamente la existencia de un ente ideado de esta manera por la mente de los metafísicos?
Todo este panorama se complica y agrava aun más cuando se pretende, como el teólogo Grison lo formula, que los males tienen como causa alguna culpa, la que si no es hallada en vida del individuo, hay que buscarla en los orígenes de la Humanidad.
“¿Es verdad que nuestros sufrimientos y sus causas tienen su origen en el pasado? Sí, de hecho es así”, afirma categóricamente Grison en su Teología natural o teodicea, Barcelona, Editorial Herder, 1968, pág. 3). Luego añade:
“Un sujeto puede sufrir una pena por una falta que le ha alcanzado realmente y que lo ha manchado. Esto es el pecado original transmitido en razón de nuestra misteriosa solidaridad con nuestro padre”.
Aquí, en este punto, la razón choca frontalmente con el absurdo teológico.
¿Cómo concebir que cada uno de los millones de seres humanos no bautizados, perteneciente a diversos credos entre los hoy más de 6.600 millones de habitantes del globo terráqueo, más los millones que existieron en todos los tiempos y lugares del planeta que no conocieron estas cosas, más los millones que existirán en el futuro en iguales condiciones, puedan tener culpa alguna y sufrir por esa causa sin poseer conciencia de ello?
Pero aquí penetramos en un terreno demasiado dogmático de la mano de Grison, a pesar de haber este escrito una teología natural que no condice con el carácter de este escrito que sólo pretende rebatir una teología desgajada de todo componente religioso específico.
Sólo conviene citar estos absurdos para prevenirse ante posibles argumentos que puedan provenir del terreno mítico con la finalidad de explicar el mal en el mundo.
Dentro de la teodicea estricta, entonces, es necesario destacar dos aspectos del mal que la vapulean, a saber: El enigma de su origen y el “misterio” de la permisión.
La teología dice que su dios ideal existe desde la eternidad y que el mundo “antes” no existía.
Bien, teológicamente, el mundo no viene de la eternidad, al menos materializado, pero sí como proyecto, porque el dios de marras es inmutable y todo lo que aconteció y acontecerá, ya es un hecho amarrado a su eterno presente en que vive.
Ahora bien. A esta altura de la exposición, aquellos interrogantes que rezan: ¿de dónde surgió el mal? ¿Existía ya como posibilidad desde la eternidad junto con un creador? ¿Se hallaba fuera de él? ¿Se encontraban solos frente a la eternidad e inmutabilidad de ese dios?
La misma teodicea tiene la respuesta: el mal –dice- se hallaba siempre contenido, escondido, adjunto, implícito o enclavado en la mismísima naturaleza de ese dios como factibilidad a revelarse, manifestarse, exteriorizarse una vez materializado el mundo posible desde siempre en la “mente” de ese dios.
Pero esto, además de ser algo alucinante, raya en la más pura y genuina sinrazón.
¿Cómo es posible que en un ente sublime por excelencia, el bien sumo, puro amor, haya estado contenido el germen del mal a revelarse alguna vez con el mundo advenido como realidad material?
¡Esto es un imposible absoluto!
¿Cómo es posible que en la “mente” de un ser tan excelso del cual habló el teólogo Tomás de Aquino, autor de una obra monumental al respecto y digna de admiración, diciendo: “Todo cuanto existe, existe por Dios”; como es posible, repito, que haya existido también desde la eternidad la idea y posibilidad “del mal en el mundo” a ser creado?
“… Luego necesariamente todo lo que no es Dios, ha de reducirse a él como a la causa de su existencia (…) Por consiguiente, nada puede existir sino dependiente de Dios”. “Las cosas imperfectas tienen su origen en las perfectas… Y Dios es el ser sumo y perfectísimo”. (Suma contra los gentiles, Libro II, cap. XV).
Ante esta tremenda antinomia demoledora del dios de la teodicea, no existe otro recurso que claudicar y declarar abiertamente que ningún dios de esta naturaleza puede existir.
Y para colmo de males para la teología, aquí se añade otro mayúsculo problema creado por ella misma: la unicidad de su dios al decir: “dios es único”.
Si por otra parte nos atenemos al otro aspecto del mal, en cuanto éste sería permitido por el supuesto ser divino absoluto, entonces no cabe más que adherirse a la herética posición de la existencia de dos principios eternos: el bien y el mal coexistiendo desde siempre. Ormuz y Ahrimán en eterno conflicto en medio de quienes habría que situar a la zarandeada Humanidad, cuyos individuos deben “elegir” en virtud de su “libre albedrío”.
Ya sabemos, los racionalistas más lúcidos, que el “libre albedrío” es una falsa ilusión, como un espejismo que reconforta al viajero por la vida que es el hombre, haciéndole sentirse independiente de su entorno que le da el ser y determina muchas veces su voluntad.
En cuanto a la paridad de dos fuerzas potencialmente equiparadas que coexisten conflictivamente desde la eternidad, es un concepto maniqueo (relativo a la secta de Maniqueo o Manes) que es considerado herético por la teología clásica, por cuanto ya no estaríamos en presencia del dios único o tan sólo acompañado de sí mismo por sus ideas anudadas en un presente continuo, eterno.
Se trataría en todo caso de un dios concebido por el dualismo, conocido como uno de los dos primeros principios: el Sumo Bien causa de todas las cosas buenas, frente al Sumo Mal principio de todos los males. O en todo caso de un dios supremo y de varios dioses inferiores no creados, pero subordinados, con libre albedrío y por ende con capacidad de rebelarse como lo propone el henoteísmo.
Estas últimas posiciones sin embargo concuerdan mucho mejor con nuestra lógica de terráqueos que la de la teodicea que refuto. Alejan toda antinomia, superan el problema de la unicidad y se evaden de toda sinrazón en que cae la posición teológica clásica y unánimemente aceptada del dios único, solitario al principio pero acompañado siempre de sus ideas del mundo por venir, con sus males y horrores incluidos, quien de pronto crea de la nada lo preconcebido desde toda la eternidad materializando sus ideas, y entre éstas “el mal en el mundo”, cristalizado en su creación.
El mazdeísmo, aun con toda su carga mítica, es después de todo más convincente por ser más racional que el tomismo, por ejemplo. Aunque hay que reconocer que la obra de Tomás de Aquino ha constituido un esfuerzo descomunal de la mente humana y posee su mérito propio como obra minuciosa, que sin embargo, analizada en profundidad se halla plagada de antinomias como las podemos hallar también en Aristóteles y Platón, dos gigantes del pensamiento.
Si .por otra parte nos atreveríamos a admitir una especie de dios nuevo, moderno, propio de la era tecnológica, de la ciencia, de la evolución de las especies vivientes y de la evolución del universo de galaxias en expansión; un dios científico desprendido de toda tradición religiosa antigua para crear una especie de neorreligión, la de un dios creador único y universal válido para todos los pretéritos y actuales habitantes del globo terráqueo, un dios alejado de toda teología clásica que pudiera coexistir a la perfección con la Ciencia Experimental, aun así pronto nos veríamos en dificultades.
En efecto. Encontraríamos serias dificultades, porque si bien ese dios podría quizás coexistir en armonía con la moderna ciencia, no podría coexistir con la noción del mal, con la ética.
“¿Por qué Dios nos ha gratificado con una libertad que puede ser mal empleada y a cuyo obrar pecaminoso se compromete El mismo a concurrir?”, dice González Álvarez en su Teología natural, para añadir luego: “Este abuso de la libertad pudo ser impedido por Dios con sólo proporcionarnos una forma de libertad distinta de la que efectivamente nos dio. ¿Por qué no lo hizo? La sola formulación de este interrogante nos advierte de la vecindad al más impenetrable misterio del quehacer metafísico”. (Ángel González Álvarez: Tratado de metafísica-Teología natural. Madrid, Ed. Gredos, 1968, pág. 523).
Ladislao Vadas