“A veces me gustaría ser un poco como esos chicos que gritan en la calle”, musita con la vista fija en el vaso de Criadores a medio terminar. “Sería estupendo no tener memoria, ser como una tabla rasa. Pero no me arrepiento de nada, lo que hice en esos períodos de furia lo repetiría una y mil veces. La Nación estaba en peligro”, afirma y sigue observando con nostalgia a los chicos que juegan sobre la calle Suárez.
“A partir de diciembre de 1983, con la subida de Alfonsín, la cosa empezó a ponerse difícil para nosotros. A mi viejo, que había sido instructor de esgrima del Colegio Militar, le empezaron a romper las pelotas esos radichas zurdos. Vengo de una familia ultracatólica, soy la oveja negra porque mis otros hermanos son militares y policías. Esto fue demasiado para mi viejo, que no soportaba mi bohemia y no tuvo más remedio que rajarme de casa”, sonríe mientras atisba la soledad de la noche que cubre como un manto el barrio porteño de Barracas.
J.W, el personaje de este reportaje, tenía en el momento del mismo (principios del 83), 27 años, era empleado bancario y su obsesión dominante era convertirse en un sacerdote preconciliar. Aprendió a mamar el arte de la obediencia debida, el férreo dogmatismo que lo llevó a la visión maniquea de un mundo en el que combatían “ángeles” y “demonios”. Los “ángeles” eran los depositarios de la verdad, los militantes del nacionalismo católico ultramontano que combatían sordamente contra el “demonio” comunista.
En noviembre de 1985, Argentina se sacudió bajo una seguidilla de anónimos atentados explosivos que sembraban el desconcierto, pero que no provocaban víctimas. Al menos una cosa era certera: el material utilizado estaba sólo en poder de unidades militares. Era una época “fértil” para establecer acciones de acción psicológica, y algunos mandos militares planteaban inquietudes acerca de la política de derechos humanos del gobierno radical. En abril de ese año, los jerarcas del Proceso Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Ramón Agosti eran condenados a prisión perpetua. En junio, ante el descalabro económico, el ministro de Economía Juan Vital Sourrouille lanza el salvavidas del Plan Austral. El radicalismo estaba decidido perpetuarse políticamente, creando el tercer movimiento histórico que echaría por tierra la Argentina del pasado. Pero era necesario inventar un enemigo, un fantasma que aglutinara a las masas en pos de ese objetivo. Alfonsín tuvo la oportunidad que buscaba: unas supuestas declaraciones de Alvaro Alsogaray y Arturo Frondizi, le dio a entender que se avecinaba un golpe de estado patrocinado por ambos. Motorizó a su partido y al resto de la sociedad, denunciando contactos secretos entre estos hombres y militares en actividad supuestamente conspiradores. Decretó de inmediato el estado de sitio y arrestó a algunos sospechosos de “atentar contra la democracia”. Bombas de escaso y mediano poder, como se mencionó más arriba, detonaban en colegios, dependencias oficiales, sinagogas y comités radicales, casi siempre de noche. Por supuesto, sus autores jamás fueron identificados ni apresados.
Tiempo después, la calma retornó con dudosa prestancia.
“No todo es farsa en lo que se piensa del 85. Mucha gente cree que los atentados, eran excusa de la sinagoga radical para ganar las elecciones parlamentarias de ese año. No fue tan así. Esas explosiones indicaban que la resistencia nacionalista mostraba sus dientes”, evoca J.W con deleite.
“Teníamos una guerra a muerte con el aparato de la Coordinadora (se refiere a la Junta Coordinadora Nacional del radicalismo). Ellos eran el brazo ideológico del alfonsinato, los encargados de llevar a cabo la más funesta descristianización que vio el país. Detrás suyo vendría la aurora roja, porque la socialdemocracia es la antesala del marxismo”, puntualiza mientras le alcanza un pedazo de queso a su oyente. Se para, va a la cocina del pequeño departamento para preparar unos mates. Mientras se calienta el agua, invita al cronista (que en ese entonces, era estudiante de periodismo) a participar de una marea evocatoria. Ante sí, desfilan las interminables noches de insomnio cuando planeaban algún golpe de mano, y temían ser descubiertos por la policía o por “los esbirros del Coti Nosiglia” (como J.W denomina a los miembros de la Coordinadora), sus odiados archienemigos.
En una de esas jornadas, la suerte lo abandonó y cayó en manos de la policía. Estuvo unos días “guardado”, sometido a apremios físicos y psicológicos. “Fue en Lomas de Zamora, en una redada común. Yo estaba tomando cerveza con unos faloperos, nada que ver con la “causa”. De golpe, caen los “pitufos” y al saltar en el Digicom mis datos personales, creyeron estar ante un peligroso agitador fascista. Es obvio que habían hecho un laburo de inteligencia anterior, pues conocían demasiado de mí. Seguro que alguien me vendió, porque vivía tabicado y tomando mil precauciones”.
Luego de esos interminables días, fue dejado en libertad por la influencia de una mano “pesada” y se dispuso a aguantar, sin meterse totalmente en esa delirante lucha sin fin. “Aquella vez la saqué barata, pero se me advirtió que, de caer de nuevo, mi próximo destino sería el Río de la Plata. Así es que fingí llamarme al orden, seguiría combatiendo pero con más cuidado”.
A J.W le llegó la oportunidad del millón, cuando, con la ayuda del sector más retrógrado de la Iglesia Católica, frustraron el Congreso Pedagógico convocado por el alfonsinismo para debatir la política educativa. En esa etapa, los “cruzados” se camuflaron (como en tantas otras ocasiones) bajo el manto -dudosamente sacrosanto- eclesial, para frenar el laicismo propugnado por el oficialismo. Al cabo de inútiles intentos, los ultramontanos se alzaron con la victoria. “No tenés idea lo que fue eso del Congreso Pedagógico. Era como si Satanás hubiera invadido la tierra, había bolches por todos lados liderados por el judío hijo de puta de Aguinis (Marcos Aguinis, ministro de Cultura radical). Los sacamos reculando, las huestes de Cristo Rey iniciaban la reconquista”, dice mientras sirve un espumante mate dulce. Parece rejuvenecer, al recordar estos sucesos. “Espero no haberte aburrido, me hiciste sentir seis años más joven. Para mí, rememorar estos acontecimientos me sirve para seguir dándome cuenta que a pesar de los embates de la modernidad, la tradición se mantiene incólume”. Son casi las dos de la madrugada, y el silencio es de una pesadez que agobia. El ladrido de un perro y el pasar cansino del colectivo 22, hacen volver a la realidad al cronista y a su entrevistado.
Con un apretón de manos, se despiden.