La sola mención de un parásito, a todos nos repugna. El solo aspecto de semejante ser nos repele. Más si pensamos en su forma de vida, ese sostenerse a expensas de otros seres vivientes, ello completa nuestra repulsa.
No obstante, si penetramos profundamente en la naturaleza con neta objetividad y analizamos todos los sistemas de vida en sus relaciones interespecíficas centrando nuestra atención en el parasitismo, pronto será el mundo viviente entero el contenedor de esas inmundas “criaturas”, el que nos dará asco.
Artrópodos, moluscos, peces, anfibios, reptiles, aves, mamíferos y vegetales, son susceptibles a los parásitos.
Si bien la fauna depredadora puede ser considerada como parásita de los vegetarianos, en ella hay actividad consistente en persecución y lucha continua para obtener el alimento. ¿Debemos entonces otorgarle mérito por ello? Por supuesto que no, aunque logren su supervivencia con trabajo, dado lo cruel del método Aunque la culpa no fuera del depredador, habría culpa si existiera un creador de estas cosas. Pero la forma de vida a que me referiré ahora, desde el punto de vista humano, supera en abyección a la fauna carnívora.
En efecto, esa inercia, esa pasividad, ese aprovechamiento del trabajo de los demás que se afanan en conseguir su alimento, es lo que más nos repugna. El régimen de vida de una tenia intestinal, por ejemplo, que sólo espera que el alimento le llegue servido sin necesidad de serpentear, perseguir, atrapar como lo hacen otros animales, es indignante.
Si bien en algunos casos el parásito no se comporta absolutamente como un perfecto pasivo receptor de nutrimento, puesto que desarrolla cierta actividad propia, nunca puede ser comparable con aquel que gracias a sus esfuerzos se gana su sustento.
Existen parásitos que ocasionen ingentes molestias a su huésped sin llegar a aniquilarlo, de modo que el parasitismo en ciertas formas ni siquiera sirve para contribuir al equilibrio biológico de turno, puesto que tampoco constituye alimento para otros seres.
En el caso de la tenia saginata, por ejemplo, el huevo ingerido pasa al tubo digestivo del huésped intermediario en donde el embrión queda en libertad para atravesar la pared intestinal. Si bien el anillo de una tenia saginata que contiene huevos ingeridos por un vacuno puede constituirse en cierto alimento al disolverse, no veo en qué se beneficiaría un animal tan grande como un buey que necesita varios kilos de pastura.
Aquellos parásitos, entonces, que ni siquiera cumplen la cruenta función de diezmar las poblaciones de otros seres vivientes para evitar el exceso de población como la que realizan los depredadores, ¿qué función cumplen en el ecosistema?
Los zoólogos sugieren que se trata de formas modificadas otrora libres que adquirieron el hábito parasitario por mutación genética. Bien, esto puede ser casi seguro, pero ¿adelantamos así algo frente al interrogante más arriba expresado?
A los parásitos internos debemos añadir los externos. Toda una cohorte de de abyectos seres como el ácaro arador de la sarna, toda la variedad de piojos, chinches, pulgas, garrapatas, lombrices solitarias, etc., aquejan a buena parte de la fauna y también al hombre.
La “maravillosa” naturaleza tan admirada, cantada y poetizada por aquellos que sólo la observan superficialmente, se esfuma, dando paso a una realidad que da asco.
Gusanos, larvas, ácaros, pilladores… se han instalado cual bandidos u holgazanes en la naturaleza sin que dios todopoderoso alguno, por razones éticas o estéticas y de piedad, dignas de un ser excelso, los haya eliminado o impedido su aparición. Una cierta suprainteligencia omnisciente y absolutamente perfecta como lo idearon los señores teólogos, jamás hubiese permitido la instalación de semejantes seres en el mundo, tan repugnantes como inútiles que solo causan serios trastornos, molestias o muerte a sus desdichados huéspedes, quines se ven impedidos de desprenderse de ellos y obligados a nutrirlos gratuitamente y muchas veces pagando con la vida sus “propios servicios”.
De la naturaleza tenida por muchos como sabia, no podemos tomar buenos ejemplos en estos casos, y menos aún tener una certeza acerca de la existencia de algún creador todopoderoso, suma perfección, la bondad en persona, que cierra los ojos ante las injusticias y horrores de la naturaleza en bruto que actúa libremente causando miríadas de daños a pobres seres vivientes impotentes tanto sean animalitos, cachorros de la fauna planetaria o bebés humanos.
De existir un todopoderoso, a pesar de todo, entonces este ente debería ser tildado sin atenuantes como un ser sádico indolente que “cierra los ojos” ante los dramas e injusticias del mundo viviente.
Mas razonando, razonando… en base a estas cosas y muchas, muchísimas más, nos damos cuenta, los racionalistas, que semejante ente indolente, terminantemente, no puede existir, aunque todo lo negativo de este mundo sea atribuido a un cierto demonio sádico, idiota o loco de remate, que le hace “la vida imposible” a un todopoderoso que consiente sus “divertidas” diabluras, hasta que… por fin diga ¡basta! y ¡al eterno infierno Satanás!
Todo esto señores lectores, pertenece innegablemente al ámbito de los mitos, a todas luces. Solo es aconsejable, en un mundo sin dioses, sin diablo alguno, pleno de injusticias, un cosmopolitismo total de la mano de la ética; hermanarse todos los pueblos del orbe olvidando el pasado, con una sola meta: vivir todos en progreso y solidaridad plena, sin esperar nada de los seres superiores que, terminantemente no existen.
Ladislao Vadas