Le entregué los pasaportes de mi familia a un funcionario de aspecto rígido, sentado detrás de un escritorio, mientras que mi esposa y mi suegra pasaban a través de la sala de embarque con mi hija, quien tenía poco más de un año. Junto con los pasaportes le di también (al funcionario) tres tarjetas de identidad blancas. Estas fueron emitidas por el país en el cual estábamos varados en camino a nuestras vacaciones en Gran Bretaña desde nuestro hogar en las Islas Malvinas.
Después de analizar toda esta documentación, el oficial preguntó: "¿Dónde están los papeles del bebé?" Le respondí que, como él podía ver, mi hija estaba dentro de mi pasaporte, y que me habían dicho que esa era toda la documentación que se requería. "Estás atentando a llevarte un bebé nacido en este país sin autorización", dijo él. Luego, llevándose nuestros documentos, desapareció hacia otra oficina con un seco: "Espere aquí".
Mientras veía a mi esposa y mi suegra charlar distraídamente a través de la ventana del salón, yo estaba desesperado preguntándome qué hacer si el gobierno, representado por este oficial, quisiera quitarme a mi bebe.
Afortunadamente, después de lo que pareció una eternidad, pero seguro no fue más de media hora (la más larga de mi vida) el oficial regresó y nos permitió continuar el camino, con nuestra niña.
Los lectores que saben algo del incidente con el Atlántico Sur, ya deben de haber adivinado que esto sucedió en el aeropuerto internacional de Ezeiza, en Buenos Aires. Fue en el año 1980, cuando el único acceso a las Malvinas era por la Argentina, que insistió en que los viajeros con pasaportes distintos a los suyos debían tener una "tarjeta blanca", indicando que el permiso que tenían para viajar había sido concedido por el gobierno argentino.
Espero que esta historia en cierto modo explique por qué para algunas personas puede parecer inexplicable la falta de entusiasmo de los habitantes de las Malvinas, en respuesta a la voluntad expresada por la Presidenta argentina para reemplazar el vuelo semanal desde Santiago, con tres vuelos a la semana directamente desde Buenos Aires.
No importa lo barato que esos vuelos puedan ser, o lo conveniente que pueda ser para aquellas personas que deseen viajar a Europa. Por el momento viajamos todo el día para encontramos todavía en el lado equivocado de los Andes. No tenemos deseo alguno de, una vez más, encontrar nuestra vía externa de comunicaciones en las exclusivas manos de, lo que consideramos como un gobierno hostil.
Si este punto no fue tenido en cuenta por la presidenta Fernández de Kirchner, la orden que le instruyó al Ministro de Asuntos Exteriores para reorganizar semejante cambio de nuestras comunicaciones establecidas al Gobierno británico, y no al gobierno de las Islas Malvinas, es una clara indicación de que, en su opinión este último —y por extensión, nuestra comunidad— no tiene ninguna legitimidad para ella.
En un intento de imponer cualquier tipo de acuerdo sobre nosotros sin siquiera consultarnos, la presidenta ha fracasado una vez más en reconocer nuestro deseo y derecho a decidir nuestros propios asuntos y una completa falta de comprensión de la relación que existe entre nosotros y el Reino Unido.
En vista de ello, por supuesto, a un mundo que no tiene ninguna necesidad real de ocuparse de los derechos de las tres mil personas de un remoto grupo de islas en el Atlántico Sur, nuestra negativa a aceptar una oferta de vuelos directos a la Argentina, puede parecer grosera, como puede también serlo el rechazo del Gobierno británico para hablar con los argentinos sobre soberanía sin que nosotros lo pidamos.
El querer mostrarse como amable y comprensiva con respecto a nuestras necesidades, puede ser la única razón de este cambio radical de postura por parte de la presidenta argentina, pero antes de que nos creamos la sinceridad de su deseo manifiesto de "darle una oportunidad a la paz", debería cancelar las restricciones de su gobierno contra el transporte marítimo, que son contrarios a las leyes marítimas internacionales, y levantar la prohibición de los vuelos charter que hizo tanto daño a nuestra industria de turismo y tanto bien a Ushuaia. (También, por supuesto, tendría que quitar la cláusula de la Constitución argentina, que no permite otro resultado sobre las negociaciones de soberanía, que “Falklands” se conviertan en “Malvinas” y en una especie de posesión argentina.)
De hecho, si la presidenta argentina está realmente preocupada por incrementar nuestra conectividad con el mundo exterior, ¿por qué no se declara una política de cielos abiertos y deja a Aerolíneas Argentinas competir abiertamente y honestamente con otras compañías aéreas para ofrecernos un enlace aéreo comercial con el mundo exterior? Estoy bastante seguro de que a pesar de la lucha de la Argentina por su aerolínea de bandera, no sería la aerolínea de elección para la gente de aquí y Buenos Aires tampoco no sería el destino preferido.
La propuesta de la presidenta es, al parecer, que el acuerdo de 1999 entre los gobiernos argentino y británico debe ser revisado. Puede haber algo de buena voluntad desde las Islas Malvinas para que eso suceda, pero sólo si los debates pueden ser francos y honestos y abarcando otros aspectos de ese documento que sólo el vuelo de Lan.
Creo que nos gustaría ver el "paraguas de la soberanía" abierto también para las cuestiones de interés común, como que las poblaciones de peces y la exploración de hidrocarburos, pueden ser discutidas para beneficio mutuo y sin perjuicios. También nos gustaría mucho que el gobierno argentino, como alguna vez lo prometió, dejara de usar el nombre de “Puerto Argentino” para identificar a nuestra capital, Stanley. A diferencia de las Malvinas, es un nombre con autenticidad histórica, que se utiliza en un sentido más o menos neutral en todo el mundo de habla hispana. “Puerto Argentino” se mantiene como un recuerdo desagradable de un tiempo más desagradable aún, y su uso continuado luego de treinta años, es un insulto.
(Traducción: Tribuna de Periodistas)
John Fowler
Penguin News