"Hay algunos que tienen la pluma amarilla y otros que tienen la pluma llena
de odio", enfatizó
Kirchner durante un acto realizado en la Casa de Gobierno”,
según una info vertida por Urgente 24. Mostrando
indignación, cargó contra aquellos integrantes de la prensa que le dieron con
un palo al tratarlo de avestruz. Luego salió diciendo que no estuvo “veraneando
en Punta del Este”, rememorando aquella escapada de fin de semana
del ministro de Seguridad bonaerense León Arslanián. El presidente santacruceño
apeló nuevamente al recurso del enfrentamiento perpetuo, saltando como leche
hervida. En lugar de reconocer su error, consistente en no estar a la altura de
las circunstancias, salió nuevamente a buscar un chivo expiatorio donde
descargar su histerismo. Si bien para contemplar el horror -y hubo mucho de eso
en la noche del jueves 30 de diciembre-, sólo basta un ojo de asombro, hay
sujetos que prefieren taparse los dos y seguir como si nada hubiera sucedido.
El primer
mandatario ha utilizado por segunda vez el término “plumas
amarillas”, al
referirse a cierto periodismo que abomina pasar por la caja grande que maneja su
amigo Alberto Fernández. Ese que perjuró que jamás había sido militante del
ultraderechismo vernáculo, hasta que Noticias
lo escrachó mal con fotito y todo.
¿Amarillo
canario quizá, o patito? Habría que preguntarle, porque comúnmente se refiere
a eso cuando los medios apelan demasiado a la exacerbación del morbo por sí
mismo. Entonces, de acuerdo a esto se cae en la cuenta que el presidente de la
Nación incurre, quizá involuntariamente, en un error de concepto. Porque lo
que se ventiló no fue necesariamente eso, pues lo que causó su indignación
fue precisamente todo lo contrario.
La balada del capitán Strassky
Uno
de los aciertos fundamentales del cineasta Sam Peckinpah fue precisamente La
cruz de hierro. En este auténtico clásico de 1976, protagonizado
magistralmente por James Coburn, Maximillian Schell y James Mason, el realizador
con sangre irlandesa y piel roja plasma en los vericuetos del alma la pesadez de
la derrota, ubicada en la retirada alemana de la ex URSS en 1943. Ante la misma,
muchos hombres se desmoronan, mientras que otros se convencen que el ser humano
sólo es lo que realmente cree ser. Así piensa el personaje del sargento
Steiner, encarnado por Coburn, quien sonríe sardónicamente ante la pomposidad
de militar prusiano del capitán Strassky (Maximillian Schell). El segundo,
obsesionado por obtener la cruz de hierro de primera clase, no deja entrever que
tanta rigidez es sólo un barniz para ocultar una gran dosis de cobardía. Esta
se pone de manifiesto cuando, en medio de un ataque generalizado soviético,
opta por refugiarse debajo de una mesa. Mientras que afuera de su bunker la
muerte jugaba a los soldaditos, el prusiano de buena cuna se olvidó de asomar
la nariz donde “crecen las cruces de
hierro” (Steiner dixit).
Allá
afuera, ése es el lugar. Donde la realidad sigue
siendo la única verdad, aunque les pese a muchos, mientras que otros
se desgañitan por travestirla por algunos morlacos.
No se trata de comparar a Kirchner con el ampuloso militar germano, por más
que algunos malpensados quieran pretender. Pero lo que no queda claro es como,
apelando a su habitual accionar, no existe explicación alguna que justifique su
silencio y permanencia en el sur del país mientras que en Capital Federal
estaba todo mal.
Por más que se siga enojando, la realidad sigue siendo ésa: que no
estuvo cuando se lo reclamaba. A pesar que siga viendo todo amarillo, los dedos
acusadores de los familiares de los 186 muertos lo seguirán señalando.
Y más, si su protegido Ibarra siga escurriéndole el bulto a la
responsabilidad flagrante que le compete en la tragedia, culpando de todo lo
ocurrido al oscuro Chabán.
Porque como Strassky, si no se sale del bunker para ver qué pasa afuera,
afuera le va a tocar la puerta
para preguntar "qué onda", porque no hay espacio posible donde quepa
tanto dolor.
Fernando Paolella