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NO TODO LO QUE BRILLA ES GUAYABA

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    Fernando  Rodríguez, oriundo de Buenaventura, Colombia, cuando decidió estudiar ballet, comprendió que el arte y la cultura en América latina son una aventura, azar, un albur. Los artistas  latinos emigran, desde una canción  a un poema, y muchas veces no vuelven más, se cubren de otra identidad, piel y gloria.
    Buenaventura es un puerto colombiano, ubicado 565 kilómetros al suroeste de Bogotá, y para algunos, una tierra de olvidos,  como tantas otras en  América latina. Sí, lugares que se llega por aburrimiento, cansancio, obligación y porque se nace.
    El papá de Rodríguez lo quería un delantero del club América y no un marica del ballet. ¿Todo está devualado en América latina, menos la trampa?
    Quería ser bailarín y aprendió de niño cumbias, mapalés, garabatos y currulaos, la música y el baile colombiano. De niño se sumergió en el tango con el apoyo de la mamá en la academia Piazzola,  y se fue con la milonga y el fox, pero ya traía el merengue, aprendido en una vieja grabadora, según cuenta el diario El Tiempo, de Bogotá.
    Fernando se había alimentado de la pobreza extrema colombiana, del sacrificio supremo para superar la tragedia colectiva, esa pesadilla que carcome a la nación,  la estrangula en no pocas ocasiones y  paraliza en sus propias fuerzas.
    La historia pasada y reciente, está plagada de hechos notables, pérdidas del talento para los países de origen y ganancia para el país receptor.
    La década el setenta y los ochenta, desangraron América latina, física y espiritualmente. Casi todos los grandes artistas viajaron por cuenta de la dictadura. Otros murieron en casa y raras excepciones permanecieron en sus países.
    Esto incluye una larga lista de científicos, con Argentina a la cabeza, porque el subcontinente nuestro es mucho más que un conjunto geográfico, el paisaje de una miseria aberrante, profunda, dolorosa o irritante.
    Este enorme espacio vacío, acuoso, tierra de nadie, debiera tomarse en cuenta, cuando damos un vistazo a America latina, sobre sus carencias y resultados en 500 años de "descubrimiento". ¿Dónde ha crecido más el olvido?
    Augusto Roa Basto, novelista paraguayo, estuvo más de 40 años exiliado de su país, sobrevivió curiosamente hasta ahora, a la inanición  paraguaya, al dictador Alfredo Strossner, que aún le acompaña en vida desde Brasil, y es un símbolo de este escenario degradante, inútil y tenebroso alrededor del arte y la literatura. La lista es inmensa y no convierte en orgulloso a ningún gobierno de sus miserias y miopías, que debieran ser Utopías.
    Fernando Rodríguez quiere abandonar Colombia, en medio de la asfixia de la guerra civil, ausencia de oportunidades  para su trabajo artístico, de una suerte de olvido, incomprensión, humillación social frente a la elección de un hombre de ser bailarín de ballet.
    La sociedad pareciera entreterse más sentada sobre un barril de pólvora o  volar por los aires en medio del estallido de una bomba o cilindro de gas, que hacer arte. Artista en el trapecio de la corrupción, violencia, de la falta de oportunidades, antropófagos, ciegos cavernícolas de un presente en extinsión. No es un escenario nuevo o para inaugurar. El arte está colgado del trapecio.
    Estoy mirando la foto de Fernando Rodríguez en la portada de un periódico colombiano, estirado sobre  el aire, en la punta de un pies, recostado sobre el viento, silueteado casi sin huesos, elástico, con el fondo del cerro bogotano de Monserrate a 2600 metros de altura. Rodríguez. Quiere volar de Santafé de Bogotá, la Atenas suramericana, alguien dijo una vez. No basta la altura del Monserrate.
    El mercado también es poderosamente castrante.
    ¿Si nos quedamos sin Grecia, París, Nueva York, no somos nada?.
    Si no respetamos  el arte, su espacio y no hacemos nada frente al Derecho de Autor, es muy difícil superar la insularidad del espanto, el escalofrío del terror, porque se están robando además de la vida, el aire en nuestras narices.
    Fernando Rodríguez superó todos los impedimentos familiares y sociales, y ahora sólo le queda volver  partir. Estudió cinco años ballet en Cuba, con el sacrificio de sus padres, que perdieron hasta la casa. En Cuba se educó, cuenta el mismo, porque venía con una base muy alejada del nivel educativo y cultural cubano. No todo lo que brilla es guayaba.
    Colombia, con 42 millones de habitantes, cuenta con una sola escuela donde se enseña ballet, nos informa El Tiempo: Incolballet.
    El país está en guerra desde hace más de 50 años. Se autodestruye y sueña. Gabriel García Márquez recoge la esencia de esa herencia violenta. Con un millón de kilómetros cuadrados, goza de todos los climas, dos grandes océanos, el Mar Caribe además, y las riquezas que hasta Dios se agotó. País de asombros, belleza y tragedias. No hay términos medios.Se impone asimismo la sombra de sus huellas.
    En América latina tenemos un poco de cada una de las colombias, brillantemente perdidas entre un mar de esmeraldas. Fernando Rodríguez se prepara para un concurso en la Scala de Milán, Italia. Sigue el sueño de sus convicciones, como debe ser. Quizás los gobiernos latinoamericanos hagan un alto alguna vez en el recodo de esta fragmentada ruta, espeluznate camino hacia la nada y vuelvan al polvo enamorado de las raícez, lo que tanto le ha costado formar a la naturaleza humana y física en Nuestra América.

 

Rolando Gabrielli 

Fernando Rodríguez, un bailarín contra viento y marea

  
Nacido en Buenaventura, superó los deseos de su padre de que fuera futbolista, los comentarios de que el ballet era para maricas, y la pobreza.
  
Todas las mañanas, el pequeño Fernando bailaba descalzo en la sala de su casa del barrio Camilo Torres, de Buenaventura, al ritmo de la salsa y los merengues que salían de una vieja grabadora, mientras los niños vecinos pateaban un balón sin aire por la calle polvorienta y otros jugaban con carritos de balineras por los rieles del tren, que terminaban en el puerto.
  
Fernando, con los huesos pintados en su piel negra, tenía apenas tres años. Era el menor de los cuatro hijos de Juan Rozo Rodríguez, que estudió hasta tercero de primaria y se ganaba la vida subiendo bultos de café de exportación a los barcos, y de Gloria Yenny, que se había dedicado al hogar.
  
En una de esas mañanas, Fernando vio en el televisor a blanco y negro de la casa un comercial de una escuela de ballet de Cali y le dijo a su mamá: " Yo quiero ser bailarín".
  
"Mijo, no diga esas cosas, eso qué va a ser para usted", le dijo su mamá. "Pero yo quiero ser bailarín, como esos niños que salen en la televisión", le replicó.
  
Sus palabras, más que un vaticinio, sonaron a herejía. Fernando no solo quería ser bailarín, sino que quería ser un bailarín de ballet, de esos que se visten con trajes raros y que tienen fama de maricas. Ese sueño era un chiste en un puerto donde los niños soñaban con ser jugadores del América o los más atrevidos con irse de polizones a Estados Unidos en los grandes barcos.
  
Ir contra la marea parecía ser el destino de ese niño desde que fue concebido. Su madre, después de tener a Katerine, a Leida y a Juan Miguel, se había ligado las trompas, pero un espermatozoide violó en una noche de pasión la trampa y empezó a crecer en su barriga Fernando, por lo que su nacimiento, el 6 de marzo de 1985, fue una señal de qué iba a ser diferente.
  
Por eso, la revelación de Fernando fue tomada con cautela. La mamá le contó a su esposo lo del ballet y Juan, un hincha acérrimo del Deportivo Cali, no pudo ocultar su preocupación.
  
Los días, los meses y los años pasaron y Fernando crecía al son de la música de la grabadora. A veces jugaba fútbol, pero lo suyo era el baile. A veces le recordaba a su mamá que quería se bailarín, pero ella, en ese tiempo, no lo tomaba en serio.


En escuela de fútbol

  
En 1991, la familia se mudó a Cali, pues a Juan lo pensionaron y quería un mejor futuro para sus hijos. Llegaron a una casa, que había comprado en obra negra, del barrio Marroquín, en el populoso Distrito de Aguablanca, donde a veces los tiros no dejaban dormir.
  
Fernando ingresó a la escuela Sendero del Futuro, a pocas cuadras, e ingresó al grupo de danzas, donde aprendió cumbias, mapalés, garabatos y currulaos. Debutó en una izada de bandera y su carrera continuó en los días de las madres y las despedidas de año.
  
Su padre intentó que se interesara por el fútbol. Le compró guayos y lo llevó con su hermano a la escuela Sarmiento Lora, para que probara con el balón. Fernando renunció a los dos meses y se quedó solo con la danza.
  
En los cinco años de primaria se convirtió en una estrella en el colegio y comenzó a sentir el sabor de los aplausos. Al entrar a bachillerato su carrera artística parecía terminada, pues sus padres lo matricularon en un colegio industrial, donde los jóvenes aprendían a soldar hierros, pero Fernando insistió en la danza y su madre se consiguió 25 mil pesos y lo inscribió por un mes en la academia Piazzola, en el sur de la ciudad, para que aprendiera tango, todas las tardes después de clases.
  
Para que tuviera fuerzas, su mamá lo mandaba con un portacomidas lleno de pollo y arroz. En la academia, aprendió tan rápido y era tan bueno que lo becaron y comenzó a dominar no solo el tango, sino la milonga y el fox. Se presentó en viejotecas y en clubes privados. Era tan hábil que comenzó a dar clases, pero a su mamá no le gustó la idea y no lo dejó volver.
  
Dispuesta a no darle más vueltas al destino, decidió meterlo por fin a ballet.


Las primeras zapatillas

  
Fernando llegó su mamá a Incolballet, la única escuela del país para formar bailarines profesionales, a presentar las pruebas de admisión. Lo pusieron a bailar al ritmo de un piano y, aunque le dijeron que tenía el pie plano, lo aceptaron. No tenía que pagar pensión sino costearse los implementos. Su mamá le compró por 20 mil pesos sus primeras zapatillas, una camisilla blanca, medias y una licra.
  
Así, ese niño criado a punta de agua de coco y mariscos, se convirtió a los 12 años en uno de los que había visto en el televisor a blanco y negro.
  
Fernando salía bien temprano y regresaba de las escuela por las tardes a la casa, donde ponía a sus hermanos y a sus padres a practicar los movimientos que había aprendido. A veces se le rompían las zapatillas, pero aprendió a remendarlas con esparadrapos para que le duraran más.
  
"Yo no sabía de música clásica, pero me fueron enseñando y me encantó", recuerda Fernando. Su madre lo acompañaba a los ensayos y a las presentaciones. A veces, sin que se diera cuenta, se quedaba dormida, arrullada por la música.
  
Mientras el joven disfrutaba del ballet, a Juan, los ex compañeros de trabajo del puerto, lo atormentaban con sus comentarios.
  
"Me decían que mi hijo iba a terminar drogadicto y marica, como muchos bailarines de salsa", recuerda. Juan se peleaba con en ellos, duraba días sin hablarles hasta que se fue quedando solo.
  
Su esposa le decía que no se dejara llenar la cabeza de cosas y se pusieron a estudiar la historia del ballet para entender que eso no era de homosexuales. "Es la ignorancia de la gente, mis amigos no podían entender que un pobre puede pensar en ser otra cosa", comenta.
  
Los maestros de la escuela le vieron talento a Fernando y lo escogieron para ir a un concurso en La Habana, Cuba. Juan hipotecó la casa para conseguir los seis millones del viaje y Fernando pudiera irse con su madre. Fueron tres semanas de competencias pero al final no obtuvo ninguna medalla. "Él no lloró como los otros niños, me dijo que para ganarles tocaba practicar más y que se podía lograr", recuerda su padre.
  
Fernando regresó y ensayaba hasta los sábados. Le pedía en casa a su mamá que le ayudara a estirar sus piernas, para mejorar su flexibilidad. Al año siguiente, con otro préstamo de tres millones, volvió, esta vez solo, a Cuba, se ganó la medalla de plata y le ofrecieron una beca en la Escuela Nacional de Ballet.
  
A su regreso, Juan y Gloria se reunieron con sus otros hijos y acordaron entre todos sacrificarse para que Fernando se convirtiera en bailarín profesional.


Vida en Cuba

  
Con los dólares que reunió su familia con nuevos préstamos y un mercado, con manjar blanco, el muchacho partió, de 14 años, en 1999 a La Habana.
  
"Al comienzo fue muy duro en la parte académica. Ellos ven física y química en tercero de bachillerato, pero mis compañeros me ayudaron a nivelarme. Tuve problemas en la casa donde llegué, pero una amiga de la escuela, Venus, me ofreció su apartamento y ahí viví con su abuela, que se convirtió en la mía también", recuerda Fernando.
  
Lloró los tres primeros años, pero no desistió. Aprendió solo a curarse las ampollas de las largas jornadas de ensayos y a pasar lejos navidades y cumpleaños. Su pasión por el baile estaba por encima de la distancia y el dolor. En una presentación se le rompió una zapatilla y siguió bailando, con el dedo gordo ensangrentando. Al final le llovieron aplausos y lágrimas.
  
Mientras tanto, en Colombia sus padres hacían esfuerzos por mandarle los dólares para la comida. El primer año de su ausencia perdieron la casa, por las deudas de los viajes y por darles estudios a sus hermanos. Les tocó irse a pagar arriendo. Como a veces no podían mandarle plata, la abuela adoptiva vendía tamales para ayudarle.
  
El esfuerzo de todos no fue en vano. Fernando bailó con sus compañeros de escuela en los mejores escenarios de la isla. En varias ocasiones lo hizo frente a Fidel Castro. "Iba mucha gente, allá es barato ir a ballet y la gente es muy culta", recuerda.
  
Tras cinco años de estudios y presentaciones, durante los que solo pudo venir tres veces al país por falta de plata, se graduó a mediados del año pasado y logró ingresar, tras presentar varias pruebas, en la famosa compañía de ballet de Cuba, con la que recorrió Centroamérica y varias ciudades de España.
  
En las pasadas vacaciones de fin de año, su amiga Venus, que está en la Scala de Milán, le dijo que ensayaran este año juntos en Italia para participar en junio en dos concursos en Europa, pues, Carlos Acosta, un cubano, también negro, considerado uno de los mejores del mundo, se ofreció a prepararlos.
  
Los escenarios y compañías del viejo continente lo desvelan. Quiere hacer los grandes clásicos, como Cascanueces, El lago de los cisnes y Giselle, en París, Londres, Roma.


Sueño con Europa

  
En busca de esa nueva conquista, Fernando regresó hace un mes a Colombia, con 19 años, 1,77 centímetros de estatura y 60 kilos de peso, convertido en el sueño de niño.
  
Llegó a Cali a una casa en obra negra, vecina a la que perdieron, donde ahora vive la familia. Su hermana Katerine, es tecnóloga y madre soltera. Leida se va a graduar de paramédica y Juan Miguel presta el servicio militar.
  
"Fernando se convirtió en bailarín pero los hijos de mis compañeros que tanto me molestaron no llegaron a nada. Así es la vida", comenta Juan, que ya tiene 56 años. "Ahora deberá velar por sus hermanos", dice su mamá, que cumplió 45.
  
Fernando sabe que todo se debe al esfuerzo de su familia y ahora quiere ayudarlos.
  
Hace dos semanas se fue a Bogotá con su papá a buscar un nuevo préstamo para pagar su viaje a Italia y a empezar a hacer los papeles para buscar la visa.
  
Sueña con triunfar en Europa, convertirse en una estrella y representar al príncipe, de Giselle. Se imagina bailando, olvidándose de todo, en el Royal Ballet, de Londres, como lo hacía descalzo de niño en la sala de la casa de Buenaventura.

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