¡Existir siempre! He aquí el anhelo de todo individuo de la especie humana. Nadie se resigna a “ser nada” alguna vez, y un fiel reflejo de esta inquietud lo tenemos en las diversas creencias religiosas que aceptan una vida más allá de la muerte, y en especial en la creencia en el alma inmortal, que sostienen aún aquellos que no se confiesan religiosos o pertenecientes a determinado dogma.
Hasta pareciera ser que la misma esencia del universo, esa sustancia escondida, desconocida, manifestante, poseyera alguna tendencia natural a mantenerse en ese estado de epifanía de la existencia, en ese ser yo mismo, como participación del ser en el yo, ¿o el yo en el ser?, que se pregunta por el ser, y que por nada del mundo y jamás desearía no ser. Este estado fenoménico pareciera querer resistirse al tránsito hacia la inconsciencia total, esto es, hacia la nada, hacia esa cesación del proceso consciente que denominamos muerte.
Pareciera ser que la manifestación, fenómeno o epifanía de la sustancia del universo en forma de yo consciente, tuviera horror a no ser nunca mas ese yo-conciencia, algo semejante al “horror al vacío” que, ante los ojos de los físicos, presenta esa otra manifestación o apariencia de la esencia universal: la materia. Un terror a perderlo todo, esto es el ser y sus vivencias, deseos, ilusiones, afectos… y todo lo demás positivo.
La idea de la inmortalidad surge entonces como fórmula salvadora, como un aliciente que conforta, que promete, que aleja a esa otra idea de carácter aterrador del paso del yo hacia una nada absoluta.
¿Empero es realmente así todo esto? ¿Es al menos posible que la esencia manifestante del universo contenga en su propia naturaleza íntima alguna poderosa tendencia a permanecer en estado de yo-conciencia dibujado por ella misma por toda la eternidad, y por ende, como epifanía de la existencia, manifieste también un horror a la nada? ¡En absoluto! Según mi visión, por mi parte no hay ser sino procesos, la nada absoluta no existe, y por otra, sostengo que la esencia carece de conciencia alguna, que es ciega, sorda, insensible, y que sólo muy de vez en cuando produce ciertos estados de cosas que se sostienen efímeramente, como las conciencias humanas, para pasar de inmediato –en tiempo cósmico- hacia otras formas manifestantes o fenómenos como son la luz, un haz o tren de ondas electromagnéticas, un núcleo cometario, un núcleo estelar… una planta en flor.
Bueno, pero, no obstante toda esta cruda realidad que subyace, que se encuentra subterráneamente debajo de todos los fenómenos del universo, lo cierto es que el deseo de inmortalidad existe como fenómeno humano. Sin embargo, posee una y única causa: el poderoso instinto de conservación como decisivo factor de supervivencia que nos empuja a vivir. Y no hay más explicación, pues como sabemos, todo el psiquismo se produce a nivel fenoménico, no a nivel esencial y por lo tanto resulta imposible buscar un estado consciente en la esencia del universo, alguna propiedad íntima, concreta, universal, eterna.
Es sólo una tensión de vida, algo que trabado se resiste a ser destrabado, algo paradójicamente inconsciente y consciente a la vez, algo ensamblado que ofrece resistencia como la cohesión de los elementos químicos afines.
Quizás pueda ser comparable burdamente con una gota de agua que sobre una superficie aceitosa o resinosa forma una película superficial en tensión que se resiste a su ruptura. Es algo así como una coraza o cubierta construida ciegamente por los elementos químicos que de manera casual se opone a la ruptura de eso que denominamos vida y conciencia.
Pero a nivel fenoménico que involucra toda manifestación psíquica, todo es efímero, y el deseo de inmortalidad resulta entonces, paradójicamente también efímero: ¡Dura mientras existe el hombre que lo concibe!
Se piensa en la inmortalidad, pero este pensamiento es perecedero, desaparece con la muerte del que lo piensa y no hay inmortalidad, sino que todo ha sido una ilusión.
Por lo tanto, y esto es lo esencial: vivamos lo mejor posible, sin enconos, sin guerras, sin falsas ilusiones; todos los habitantes del globo terráqueo unidos, en paz y progreso. Nuestras futuras generaciones nos estarán eternamente agradecidas.
Ladislao Vadas