Hay quienes proclaman a Perón como "el abanderado de los trabajadores” porque afirman que su doctrina está fundamentada en la llamada “justicia social” que, como concepto íntegro, hace a la esencia del peronismo. “El Gran Justicialista” no consideraba su doctrina una política económica, ni tampoco sería apropiado llamarla así. En la práctica fue una redistribución del ingreso, con el objetivo de dar una solución inmediata a los problemas urgentes. Este carácter de inmediatez no hace alusión a la solidaridad en un sentido de lástima, ni tampoco a la caridad. Es una ayuda con sentido de justicia, de “devolver al pueblo de lo que se le ha privado”, como un intento de recuperación del autoestima cultural.
A través de la transferencia de ingresos que se hicieron mediante una política crediticia y mecanismos institucionales de manejo del comercio exterior, del sector agrario al industrial y un proceso de nacionalización de las empresas de servicios públicos, los asalariados llegaron a tener una participación del 50% del ingreso nacional. Estas políticas a largo plazo revelaron ser insuficientes para sostener el proceso de industrialización. Restringir la importación de bienes, y esto, conjuntamente con el estancamiento de la producción dada su baja capitalización, produjo un serio proceso inflacionario. El costo de vida subió un 37% y los precios mayoristas un 48%, cifras sin antecedentes en la época, al punto de soportar una fuerte crisis entre 1950 y 1952, de la que costó salir. Perón, que había declarado una vez que "se cortaría las manos" antes que endeudar a la Nación y comprometer su independencia económica, promovió la entrada de inversiones extranjeras y contrajo finalmente un préstamo con el Banco de Exportaciones e Importaciones de Estados Unidos (Eximbank).
Hoy, 60 años después, el problema cultural es el mismo: el argentino quiere vivir mejor y el gobierno le promete lo que se desea escuchar.
“¡Voy a aumentar en un 20% todos sus sueldos!” se percibió de una voz frenética, a la que le siguen gritos y aplausos de personas felizmente engañadas por el estímulo que esa alocución del presidente les acaba de concebir al hacer “justicia divina”. De parte de aquellas personas hipnotizadas por los subsidios se escuchan maravillas del gobierno; esas mismas personas que no saben explicar el porqué de un 27,5% de inflación anual que hace su costo de vida cada vez más alto. Y no deberíamos culparlos, porque en el momento que comienzan a percibir una disminución de su capacidad adquisitiva, como respuesta automática perciben otro subsidio del gobierno demagógico que vuelve a alimentar esa relación de dependencia.
Como si hubiera algo para regalar, se pretende solucionar la indignante pobreza generalizada redistribuyendo los ingresos con la utópica idea (que la ciencia económica no comparte) de que esa política mejorará la calidad de vida de los más necesitados. Los subsidios, cuyo origen es el cobro de impuestos arbitrariamente fijados por el Estado e imperativos para aquellas personas que producen y dan trabajo, no llegan a satisfacer la demanda de los “hipnotizados”. Entonces -como si por providencia divina el dinero cayera del cielo- con el “remedio” de la inflación, el Gobierno cree solucionar el problema al dirigir el mercado y la oferta monetaria. La realidad es que por más dinero que se inyecte en el mercado, no se incrementa la productividad sino la capacidad de compra, los precios van a subir porque la oferta de dinero aumentó y la demanda de bienes subirá progresivamente de unos sectores a otros. Finalmente, los beneficiados no tendrán más capacidad de compra porque el mercado responderá con mayores precios y no con mayores inversiones ni capital para enfrentar la pobreza.
A los fines de lograr una reactivación de la economía, el Banco Central tiene que dejar de emitir billetes para financiar el aparato demagógico del Estado. Se necesita ahorrar, invertir y fabricar. Tiene que ser posible el desarrollo de las libertades individuales, por lo tanto se requiere una legislación que proteja la propiedad privada y el ahorro. Es esencial una desregulación de la economía; potenciar la cultura democrática y el diálogo; políticos que sean idóneos para asumir en las instituciones, que no tengan como fin último el poder y principalmente, tendremos que olvidarnos de las imágenes ilusorias que los regímenes populistas o demagógicos nos quieren hacer ver. La población tiene que estar dispuesta a escuchar la verdad y pensar en un Estado de derecho, donde todas las personas sean iguales ante la ley.
¿Se imaginan un populismo sin pobres? Tienen una relación de dependencia mutua. La pobreza se termina cuando decidamos abandonar aquellos gobiernos corruptos que constituyen una eficaz fábrica de generar miseria.
Francisco Petrocelli