En uno de mis capítulos de mi obra titulada “La esencia del universo”, he anticipado que el hombre es un auténtico error de la naturaleza en su faz moral; a veces un verdadero monstruo en este aspecto, y ahora vamos a reafirmarlo y a dar una explicación de todos esos fenómeno sorprendentes aún para los mismos hombres observadores de las conductas humanas.
Pero he aquí que, por desgracia, lo sorprendente sería si fuera a la inversa.
¿Qué intento con este exabrupto?
Que si el hombre fuese un “ángel exclusivamente bueno”, esto constituiría realmente un milagro –y el milagro no existe según mi convicción de corte científico experimental-.
¿Por qué? Recordemos su origen, el del hombre; las causas incidentes en su naturaleza durante su evolución; su cruel competición frente a un medio hostil y contra sí mismo, cual un animal más, lanzado hacia la “ley de la selva”, desamparado, a merced de todo. Un proceso producto de semejante brutal entorno, ¿cómo no iba a ser agresivo, egoísta, belicoso, territorialista, xenófobo, paradójicamente ¡inhumano!?
Debemos aceptar sin titubear, que ciertamente el auto clasificado como Homo sapiens, es un producto neto más de la crueldad de la naturaleza, de la brutalidad del ambiente ecológico y, en última instancia, de la escondida, ciega, sorda e inconsciente esencia del universo entero que se manifiesta aleatoria y no meneos ciegamente en la vida de nuestro querido, muchas veces mal querido planeta. (Véase al respecto, tal vez por curiosidad, mi obra La esencia del universo (Editorial Reflexión, Buenos Aires), donde expongo extensamente este presente tema. (En la Biblioteca del Congreso de la ciudad de Buenos Aires, debe hallarse también). (Aclaro que esto no se trata de un reclame para vender mis libros, ¡por favor! No soy un simple interesado en el signo pesos).
Luego, ¿podemos culpar de algún modo al hombre, de ser como es? De ninguna manera; y aquí claudica nuevamente toda pretensión dogmática que sostiene que “el hombre estaría a prueba en la vida para merecer el premio en el cielo o el castigo en el centro de la Tierra con un diablo “muriéndose de risa””.
Volviendo al tema, esta creencia infantil, es ante los ojos de la razón ciertamente absurda, pues encierra una verdadera aberración. En efecto ¿Para qué “demonios” deben existir pecadores a partir de seres primigeniamente inocentes (niños que nos sonríen a poco de nacer? Y luego, ¿para qué obtener condenados al tormento eterno por causa de las “contaminaciones mundanas” (a sabiendas del supuesto “Creador”, desde siempre, acerca de quién será salvo y quien condenado?
¿Acaso no bastaría con lanzar al mundo únicamente ángeles buenos y crear así directamente el Paraíso en la Tierra o en cualquier Vergel de nuestra galaxia?... ¡Bah! ¡Ingenuidades teológico-religiosas! (Pseudociencia de por medio).
Es decir, en buena parte, pseudocientíficas, como lo es la teología (de teos-Dios; logía: (ciencia que trata de un dios y sus atributos).
Recordemos que el hombre es un fantoche anticósmico manejado por los invisibles hilos de las provocadoras circunstancias aleatorias “creadas perecederamente por lo subyacente: la relativa y frívola esencia del universo.”
Sus conductas negativas “inhumanas” son innatas, lo mismo que las “humanas” positivas, estas últimas como freno necesario contra aquellas, consistentes en factores de supervivencia como ya he señalado. Una vez que se desencadenan unas u otras por ciertas circunstancias, entonces afloran desde lo profundo de la inconsciencia hasta manifestarse. Y… ¡aquí estamos, al albur, sin que nada ni nadie a veces pueda morigerarnos y esta constituye nuestra mayor desgracia sin posibilidad de cambiarnos.
Por ello, amigos lectores, estén atentos ante la traicionera vida, atajando a tiempo toda injusticia, toda maldad… que, tarde o temprano, se nos puede introducir en nuestra mente, solapadamente, para maltratar a los inocentes de todas las edades; y todo esto sin esperar recompensa obligatoria alguna, ¡Esta es mi moral intachable que deseo extendida a mi prójimo, sin ambicionar premio alguno en un utópico “santo cielo”!
Ladislao Vadas