En todas las librerías ya puede adquirirse la biografía no autorizada de Sergio Massa, escrita por el gran Diego Genoud. Allí se desnudas historias aún nunca reveladas sobre el titular del Frente Renovador.
En uno de los capítulos más explosivos, titulado “El falso profeta”, Genoud revela porqué nunca el papa Francisco quiso recibir a uno de los tres presidenciables que mejor miden hoy en la Argentina. A continuación, el mejor tramo:
Llegará un día en que Jorge Mario Bergoglio le concedafinalmente el perdón a Sergio Massa. Si haberse elevadoa las alturas vaticanas cuando nadie —salvo él y los 115cardenales que lo eligieron— lo esperaba convirtió al exprovincial de los jesuitas en una persona distinta, ese día tiene que llegar. Seguramente, tardará más que lo que Massa hubiera querido. Mucho más. Pero el día llegará, porque el perdón es divino y Francisco está más allá de todo. Lo tuvo que asumir Cristina Fernández de Kirchner, lo tuvo que asumir su séquito, lo tuvimos que asumir los agnósticos.
Desde que Bergoglio se convirtió en papa, la transformación fue notable, quizá copernicana. El cardenal primado de la Argentina sorprendió al mundo con gestos y decisiones que llevaron a las revistas más influyentes a preguntarse si no estaban en presencia de un pontífice revolucionario. Fue una propaladora de imágenes cargadas de sentido, siempre ligado a los humildes, muchas veces en favor de las libertades individuales, indubitablemente en pos de que reine la paz en el universo. El gobierno de Francisco marcó un quiebre y redefinió relaciones hacia adentro y hacia afuera de la Iglesia. Alcanzó quizá su punto más alto con la primera visita oficial que hizo a mediados de 2013 a la pequeña isla de Lampedusa, al sur de Sicilia.
El Papa llegó al denominado mar de los naufragios, frente a las costas de Túnez y Libia, para reunirse con los inmigrantes africanos que arriesgan la vida en el intento por llegar a Europa. Y desde ahí cuestionó la “globalización de la indiferencia”.
Una vez en el centro del Renacimiento, Bergoglio se liberó de los cuestionamientos por su rol durante la dictadura militar argentina. Las denuncias de Horacio Verbitsky por su actuación en el caso de dos sacerdotes jesuitas que fueron secuestrados en 1976 pasaron de ser un documento concluyente a una demostración más del extravío de un sector —minoritario— del kirchnerismo que nunca entendió los vaivenes de la política. Como Néstor Kirchner, Bergoglio se purificó haciendo política y dejó atrás las preguntas incómodas que Luis Zamora, actuando como abogado de la catequista María Elena Funes —que estuvo detenida en la ESMA—, le hizo en el arzobispado de Buenos Aires sobre sus reuniones con Emilio Massera, uno de los jerarcas que comandó el genocidio argentino.
El Papa es dueño de una memoria selectiva. Cuando fue presidente del Episcopado dijo haberse enterado del robo de bebés nacidos en cautiverio al final de la dictadura, pero la familia de la nieta recuperada, Ana Libertad Baratti de De la cuadra, declaró ante la Justicia que Bergoglio lo supo ya en 1977, cuando recibió al padre de Elena de la Cuadra, secuestrada ese año con un embarazo de cinco meses.
Sin embargo, desde que Francisco se consagró sucesor de Joseph Ratzinger, superó casi todas las objeciones y Puerta de Hierro resucitó en la residencia de Santa Marta. Hacia allá comenzó a peregrinar una legión de dirigentes políticos, empresarios y sindicalistas argentinos. Con la generosidad de los vencedores, el Papa los recibió a todos. Primero a la Presidenta, que se entregó a la reconciliación que le propuso Su Santidad, después de haber tenido una relación cordial pero distante cuando habitaba la catedral de Buenos Aires. Más allá de que medios oficialistas y opositores los mostraran como adversarios tenaces, la verdad es que Cristina nunca estuvo en guerra con Bergoglio: su fe católica la aproximaba a los postulados de la Iglesia en temas como el aborto e incluso la diversidad sexual.
La guerra fue con Néstor, que libró una batalla política contra el ex presidente del Episcopado en todos los frentes. Es ahí donde aparece, con apenas 36 años, un combatiente que se involucra con ínfulas de sepulturero en el fuego sagrado de la contienda: Sergio Tomás Massa. Francisco recuerda su nombre y su participación en aquellos días espesos de 2009, cuando el conflicto con el ruralismo todavía humeaba en las rutas. En ese momento bisagra para el gobierno de Cristina en el que —ahora algunos en el kirchnerismo lo reconocen— Bergoglio les perdonó la vida. Si el jesuita era entonces un hombre “dispuesto a incendiar el país”, tal como lo definían en la Casa Rosada, Bergoglio fue piadoso, porque mantuvo su influencia al margen de la confrontación y no hizo nada importante para dañar al gobierno ni laudar a favor de la fuerza social-mediática del campo.
Sin embargo, Massa asumió como jefe de Gabinete y se encolumnó rápido en una misión que, vista desde hoy, resulta vana, casi pueril: neutralizar a Bergoglio. Empequeñecerlo hasta la intrascendencia. Aunque se haya alejado de los roces de la coyuntura argentina, Francisco aún lo tiene presente.
Todos menos tú Gobernantes como Daniel Scioli, Mauricio Macri, Jorge Capitanich, María Eugenia Vidal y Gabriel Mariotto; sindicalistas como Antonio Caló, Omar Viviani, José Luis Lingieri, Ricardo Pignanelli, Gerardo Martínez, Armando Cavalieri, Carlos West Ocampo, Oscar Mangone, Gerónimo Venegas y Pablo Moyano; peronistas como Emilio Pérsico —que logró incluso bautizar a su hijo en el Vaticano—, Fernando “Chino” Navarro, Jorge Taiana, Eduardo Valdés —desde octubre de 2014, embajador ante la Santa Sede—; dirigentes de los organismos de derechos humanos como Adolfo Pérez Esquivel y Estela de Carlotto —junto a Juan Cabandié—; Margarita Barrientos, Samuel Cabanchik Daniel Hadad; amigos como Gustavo Vera y Héctor Colella; los cartoneros organizados de Juan Grabois, los representantes de la Cámara de Empresarios Mineros de la Argentina, el secretario de Culto de Cristina y Néstor, Guillermo Oliveri. Y también una delegación importante de massistas como Darío Giustozzi —el primero en llegar a Santa Marta después de Cristina—, José Ignacio de Mendiguren, Joaquín de la Torre, Facundo Moyano y hasta Diego Molea. Todos tuvieron sus cinco minutos de gloria en el Vaticano.
Ninguno lo hizo por azar. Cada uno de ellos debió superar una evaluación rigurosa de Su Santidad que, aunque no use whatsapp, siempre está enviando un mensaje. El cerebro del anteproyecto de reforma del Código Penal que Massa salió a fulminar antes de que llegase al Congreso, Roberto Carlés, accedió por ejemplo a una reunión de una hora con Bergoglio, justo después de que el massismo lo destripara durante varias semanas en la Argentina. Jueces federales como Claudio Bonadío o Ariel Lijo, que lo visitó días antes de firmar el procesamiento del vicepresidente Amado Boudou. La lista sigue.
Después de un primer impulso de austeridad, cuando les pidió que donen el dinero de los viajes que pretendían hacer, Francisco optó por la caridad con los argentinos y —durante sus primeros veinte meses como papa— los recibió a todos. A casi todos.
Menos a Massa. El líder del Frente Renovador integra un círculo de excomulgados hasta nuevo aviso. Comparte ese raro privilegio con otras figuras de probada fe como Elisa Carrió y Gabriela Michetti.
Aunque los motivos sean diferentes. Si tuviera la oportunidad de redimirse de sus pecados ante Francisco, Massa podría argumentar que se equivocó: en seguir a Néstor Kirchner primero y en escuchar a Jorge O’Reilly después.
El jefe de Gabinete de Cristina nombró como asesor ad honorem al desarrollador inmobiliario y supernumerario del Opus Dei que, desde la función pública, comenzó a predicar en los despachos de la Casa Rosada con una consigna que endulzaba el espíritu del kirchnerismo: aislar a Bergoglio. El dueño de EIDICO lo habló personalmente con todos los funcionarios del gobierno. Se lo dijo al secretario Oliveri, se lo dijo al canciller Jorge Taiana, se lo dijo al secretario de Legal y Técnica, Carlos Zannini.
O’Reilly es un emprendedor nato. Hoy explica que no lo movía el rencor hacia Francisco, sino apenas lo que define una y otra vez como “sentido común”: el deseo de reconstruir la relación entre el gobierno argentino y la Iglesia, institución fundante de la República de la que ningún inquilino de la Rosada debería prescindir. Puede ser. En contra de Bergoglio, hay que decirlo, aunque la frase remanida y aviesa nos genere rechazo: se juntaron los extremos. O algo bastante parecido.
Para el discurso del oficialismo, Bergoglio era la extrema derecha. Sin quitarle méritos al Cardenal ni restarle responsabilidad por su rol durante la dictadura —dentro de una conducción eclesiástica que avaló el exterminio con sus sermones sobre un modo de ser occidental y cristiano—, la extrema derecha terminó de ingresar en la Casa Rosada de la mano de O’Reilly. Cuando Massa llegó a la jefatura de Gabinete, el nuncio Adriano Bernardini, delegado de Ratzinger en nuestra tierra, ya tenía un puente de plata que lo comunicaba con el núcleo del poder político en Argentina.
Entre 2005 y 2012, Bernardini cautivó a los funcionarios de Cristina con una definición de Bergoglio que surgía, al mismo tiempo, de la mala intención y del análisis político: “Es un hombre enfermo de poder”.
El nuncio cayó en el momento justo. La unción de Benedicto XVI en el Vaticano había encendido en Buenos Aires los ánimos de “viudas” influyentes como Esteban “Cacho” Caselli. En el mapa de la Casa Rosada, Bernardini conformaba un triángulo junto al ex embajador de Menem en el Vaticano y al cardenal argentino Leonardo Sandri, el papable que ingresó al servicio diplomático de la Santa Sede hace cuarenta años. Sandri, que fue ordenado por Juan Carlos Aramburu —otro célebre cardenal aliado a los militares— y debió renunciar tras la muerte de Juan Pablo II en 2005, se encolumnaba a su vez detrás del secretario de Estado Vaticano Angelo Sodano, el nuncio apostólico durante la dictadura de Pinochet en Chile. Para amputarle los tentáculos a Bergoglio, el kirchnerismo apeló al bisturí del ala ultramontana del Vaticano, que le resultaba la mejor interlocución. O’Reilly era el hombre que estaba dispuesto a poner el cuerpo para salvarnos a todos. Después de la tensión con Roma por las bravuconadas del jurásico obispo castrense Antonio Basseoto —aquel que recomendó tirar al mar a Ginés González García por el sacrilegio de repartir preservativos—, el pliego de Alberto Iribarne había quedado varado en el Palacio San Martín. Con el aval de Massa, O’Reilly fantaseó incluso con ser embajador en el Vaticano: era el primer punto de la estrategia de retomar el vínculo con la Iglesia.
Oliveri y Taiana lo impidieron. Cinco años después, cuando arribó a la residencia de Santa Marta, Bergoglio comprobó que —para evitar la censura de Benedicto XVI— la cancillería argentina ni siquiera había enviado el pliego del peronista que debía reemplazar a Carlos Custer, anterior embajador ante la Santa Sede. A esa altura, Iribarne ya había abrazado la causa del massismo de la mano de Alberto Fernández, con lo cual seguiría por un buen tiempo lejos del Vaticano.
Si aceptara responder preguntas menos amables que las que habitualmente recibe, el líder del Frente Renovador podría explicar esta historia casi como un pecado de juventud. Argüir en su defensa que ya no atiende las llamadas de O’Reilly y que se dejó llevar por influencias negativas.
Tal vez Massa ni siquiera sepa cómo fue que el supernumerario del Opus Dei recompuso parcialmente su relación con el Santo Padre. Comenzó a hacerlo al día siguiente de que trascendiera aquella intentona diplomática. Llamó por teléfono a la catedral metropolitana y habló directamente con Bergoglio, que lo atendió sin problemas. Entonces, el jesuita lo despachó con amabilidad y un perdón de palabra. “No se preocupe joven. Yo entiendo cómo son las cosas”.
Muchos años después, O’Reilly logró abrirse las puertas del Vaticano. Lo hizo bastante antes que el ex jefe de Gabinete, que en privado todavía lo culpa ante su Corte por el rencor de Francisco.
Finalmente, así lo entienden todos, el dueño de EIDICO es un católico irreductible y no se animaría jamás a especular con la fe. Con la fe, no. Cuando Bergoglio fue elegido papa, O’Reilly fue uno de los argentinos que le envió una carta de felicitaciones a Roma. Y uno de los que recibió una breve pero amable esquela de agradecimiento.
El dueño de EIDICO tiene en la cabeza la cartografía del poder vaticano y la forma de penetrar en él. Con Bergoglio ya convertido en Francisco, fue invitado por el Consejo Ecuménico y Social de la Universidad de Bolonia, que preside el profesor Stefano Zamagni —de influencia creciente en la era Ratzinger—, consultor del Vaticano y catedrático que propone la creación de una Bolsa social para impedir que una economía sin sentimientos estalle en forma cíclica.
Tiene en su agenda también el contacto del Cardenal Gianfranco Ravasi, el intelectual italiano que preside el Consejo Pontificio para la Cultura, la oficina vaticana dedicada a coordinar proyectos culturales católicos alrededor del mundo.
Poco después, el teólogo argentino José María del Corral lo convocó para que se sume a la empresa de la Red Mundial de Escuelas, o Scholas Ocurrentes, que se propone reinsertar a sesenta millones de chicos de todo el planeta en las aulas. A fines de 2013, el ex titular del Consejo de Educación del Arzobispado porteño y director del Colegio San Martín de Tours le pidió colaboración y le ofreció viajar a Roma, pero O’Reilly lo consideró prematuro. Pero en marzo de 2014, justo cuando Massa buscaba respaldo rodeado de flashes ante la comunidad de negocios de los Estados Unidos, su ex asesor ad honorem entraba sigilosamente en la residencia de Santa Marta con el objetivo de “promover una educación que genere una sociedad sin excluidos, para la paz, a través del deporte, el diálogo y el conocimiento”, el mensaje que O’Reilly filtró en algunos medios junto con la prueba decisiva: su foto con Francisco.
“Lo que quise demostrar con esto fue: ‘Muchachos, yo no soy el problema, ni nunca lo fui’”, me explicó después el dueño de EIDICO. O’Reilly estuvo tres días en Roma con una delegación de empresarios argentinos y tuvo como anfitrión a otro argentino, monseñor Marcelo Sánchez Sorondo, el canciller de la Academia Pontificia de Ciencias que es parte de la diplomacia vaticana desde 1971. En su cuenta de Twitter difundió la foto con una frase alejada de los eufemismos: “Muchos pillos usan al periodismo para armar una información falsa. Y a veces el tiempo los desenmascara”.
Ya de regreso en Buenos Aires, con una satisfacción que hace rato no sentía, el empresario me explicó cuál es su rol: “Soy apenas un humildísimo aportante de plata e ideas”. El ingreso del ex intendente de Tigre a Santa Marta deberá superar otros escollos, menos conocidos. Anécdotas que explican por qué Francisco ubica a Massa en una categoría lacónica y letal para los textos del cristianismo: “falso profeta”.
Así lo define en privado ante políticos argentinos, de distinto signo, que lo visitan en el Palacio San Pedro. Jesús predijo la aparición de falsos profetas y falsos Mesías.
Advirtió expresamente que harían grandes señales y milagros y engañarían a muchos. En la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, hay advertencias para los creyentes sobre los impostores que se harían pasar por falsos profetas o falsos mesías (falsos salvadores). Dice Jesucristo en su Sermón del Monte: También guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, más de dentro son lobos rapaces.
Por sus frutos los conoceréis. ¿Se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos? De esta manera, todo buen árbol lleva buenos frutos; mas el árbol podrido lleva malos frutos. No puede el buen árbol llevar malos frutos, ni el árbol podrido llevar frutos buenos. Todo árbol que no lleva buen fruto, se corta y se echa en el fuego. Así que, por sus frutos los conoceréis.
Si Francisco identifica a Massa con estas palabras, entonces quizás alguna vez lo reciba. Pero probablemente nunca crea en la misión que el líder del Frente Renovador anuncia entre nosotros.