La escena era de terror. Una mujer degollada, tirada en el suelo en medio de un charco de sangre. Se trata de Graciela Molina Hernández de 54 años. Todo ocurrió aquí muy cerca de la radio, en el corazón del barrio de Almagro. Todos los vecinos supieron rápidamente quien había sido el femicida. Su ex pareja, también uruguayo llamado Walter María Gómez. El criminal tiene 73 años de los cuales 15 convivió con Graciela. El la venía amenazando y hostigando desde hace tiempo. Ella hizo lo correcto. Lo denunció ante la justicia que le dio un botó anti pánico y le prohibió al energúmeno acercarse a su ex pareja. Pero nada fue suficiente. Enloquecido, con los ojos llenos de venganza y odio le clavó un cuchillo en el cuello y escapó cuando vió como se iba muriendo, desangrada. La policía salió a buscar al asesino de inmediato. Pero un par de horas después avisaron los de la Federal que el taxista se había entregado diciendo solo cuatro palabras: “Me mandé una macana”. De todos modos, las cámaras de seguridad del edificio habían registrado todo el horror.
¿Qué podemos hacer frente a semejante brutalidad?
Se pueden buscar cien consignas y objetivos, pero hay uno que nos debe convocar a todos. La prioridad absoluta es parar los femicidios. No desviar nuestra energía en temas menores. Primero la vida.
Le confieso que uno de los casos más repugnantes que recuerdo es el tristemente célebre “Caso Tiraboschi”. Es una gigantesca humillación de la condición humana y de género.
El doctor Eugenio Raúl Zaffaroni, ex integrante de la Corte Suprema de Justicia y actual asesor de Cristina Fernández de Kirchner, afirmó que el sexo oral no constituía violación porque no era una forma de acceder carnalmente a la víctima. Al imponer una débil pena por abuso deshonesto, sostuvo que no correspondía aplicar la pena máxima porque, entre otras razones, la víctima, una niña de ocho años, había sido abusada con la luz apagada y, en palabras de la sentencia, “el único hecho imputable se consumó a oscuras, lo que reduce aún más el contenido traumático de la desfavorable vivencia de la menor”.
¿Se da cuenta de semejante barbaridad? Yo no escuché al ala kirchnerista de las mujeres que lideran “Ni una menos” que dijeran una palabra.
La prédica zaffaroniana de que casi todos los delincuentes son producto de ” las injusticias del sistema capitalista”, se hizo doctrina y dogma. Hoy muchos de los criminales de mujeres reincidentes y violadores caminan por las calles porque “Justicia Legítima” se convirtió en una prolongación de su pensamiento y en un intento de domesticar a los jueces independientes.
Por eso emociona y conmociona ver y sumarse a miles de mujeres que en la calle se juran a sí mismas luchar hasta exterminar la violencia de género y los trogloditas criminales del machismo. Los carteles caseros lo vienen diciendo todo. Lo gritan, en realidad, lo exigen: “No nos maten más”, “Juntas somos infinitas” y “Vivas nos queremos”.
Claro que las queremos vivas, claro que nos queremos vivos y que juntos somos ciudadanos en movimiento que levantamos la guardia para defendernos y refundar la parte más oscura y repugnante de una sociedad que denigra a la mujer, que la somete y la reduce a la servidumbre. Por momentos siento que algunos varones han retrocedido a la era de las cavernas, que han escupido a la civilización y que creen que pueden tener a una mujer en un puño con un puñetazo.
Hay que ser muy hijo de puta. Una mujer es una mina que amamos, nuestra vieja querida del alma, la hija que tanto miedo nos provoca cuando tarda en llegar de la facultad, la madre que nos sembró de hijos nuestra existencia, nuestra abuela de la sabiduría.
En los momentos más terribles, a la hora de descender a los infiernos, las pobres mujeres llegan a preguntarse si las culpables no son ellas. Hasta tanto llega la humillación que ella, la víctima, llega a dudar de su condición. Llegan a pensar que por su culpa él golpeador, pasaba de ser un ángel a ser un demonio.
Por eso tienen que asesorarse con un abogado y hacer la denuncia. Saber que están dando el paso más importante de su vida. Y que es para salvarse de la muerte. Nada menos. Ni una menos. Ni una más. Nunca Más.
Las crónicas de los últimos tiempos están repletas de muertes como la de Graciela. Una violencia de género cargada de un odio sin límites que extermina incluso a familiares o amigos en lo que se llama técnicamente “femicidios vinculados”.
Es tan grande el horror que la información parece inventada o salida de las novelas de la crueldad.
Hay que combatir a esos criminales que matan a sus seres queridos. A sus esposas o novias, a sus hijos a los familiares y a los amigos. Pretenden exterminar todo vestigio de esas mujeres que no quieren ser propiedad de nadie. Saben que hace mucho se acabó la esclavitud. Todos los que rodean a una mujer amenazada tienen que hacer la denuncia y no dejarla sola. Estar cerca, acompañarla, protegerla y estar alertas, siempre con la guardia alta.
El dato más terrible es que hoy, pese a toda la lucha en las calles y en los medios hay un femicidio cada 30 horas. ¿Escuchó bien? No me entra en la cabeza que algún animal que no merece ser llamado hombre pueda cometer semejantes aberraciones.
¿Que nos está pasando? ¿Cuál es el nivel de cobardía y de salvajismo de andar matando mujeres? ¿Cuántos casos por día hay de maltratos, de golpes brutales que terminan con la muerte femenina? ¿Alcanza con prohibir que el criminal se acerque? ¿ Los botones de pánico y las tobilleras electrónicas pueden ayudar? ¿La policía actúa con la rapidez que corresponde?
Hay 55 denuncias por día. Esta opinión intenta ser un alerta y un aporte al combate contra semejante horror y a aumentar la condena social. Todo el que sea víctima de violencia de género o conozca a alguien puede hacer la denuncia al teléfono 144 durante las 24 horas.
Son mujeres asesinadas por machos que, insisto, no merecen llamarse hombres. Son infames varones que avergüenzan al género y a la condición humana.
Estos energúmenos por lo general están cortados todos por la misma tijera. Responden al mismo patrón criminal. Primero les gritan a sus esposas, novias o amantes. Se sienten sus propietarios y no sus compañeros de afecto. Después les pegan, las humillan, las castigan con ferocidad, y les provocan un pánico que las paraliza. Muchas veces, los golpeadores se descontrolan con el alcohol o la droga. No los frenan ni los hijos en común ni los embarazos.
Todo el tiempo están mintiendo para justificar al tipo que tienen al lado. Les da mucho pudor confesar la verdad.
Ya están cansadas de mentir diciendo que se cayeron por la escalera, que un día resbaló, o de esconderse fingiendo que tiene depresiones los lunes y los martes hasta que se le vayan las marcas más visibles de los golpes.
Parecen películas de terror pero son realidades repugnantes y horrorosas. Debemos unirnos en la exigencia de juicio, castigo y condena a los culpables. En cada esquina de este país deberíamos colgar un cartel que diga: “Nunca más un femicidio”.