Existen valores que la humanidad reclama desde sus orígenes. Uno de ellos es la verdad.
En estos tiempos, las generaciones más jóvenes mundialmente y gracias a la tecnología de la comunicación de las noticias casi instantáneas, coinciden en que la humanidad ha convivido-en el pasado- con la mentira y el engaño en cada uno de sus estamentos político-sociales.
Quizás esto sea parcialmente cierto. El punto central de esa búsqueda incesante radica en cuál es la posición que se adopta cuando se enfrentan con la realidad.
O sea, ¿qué se hace con la verdad? ¿Se la acepta o se la ignora?
En nuestro país esa dicotomía es mucho más visible. El argentino, en una mayoría importante y acorde su naturaleza, evita enfrentar las verdades, las elude, las minimiza, las discute y coloca su propia vida en una crisis pendular permanente.
La verdad que más le cuesta admitir a nuestra sociedad es la que nos muestra que somos un país pobre e inviable, en sus condiciones actuales.
Tenemos importantes recursos naturales y humanos, no hay duda alguna.
Pero eso nos convierte en un país “potencialmente rico” y nada más.
El trecho entre “potencialmente rico” y “rico” es enorme. Nuestra propia historia nos ilustra que desde aproximadamente el año 1930 se repite, sin solución de continuidad, que somos sub-desarrollados, en vía de desarrollo, emergentes y cientos de eufemismos para explicarnos aquello que “podríamos ser” pero que nunca “terminamos de ser”.
Las excusas y justificaciones son variadas, pero sugestivamente coincidentes en un punto: la culpa siempre es del otro.
Y el lector puede elegir libremente colocar en la categoría “otros” a quien más le plazca.
Aun así, deberíamos convenir que actuar de esa manera no nos va a sacar de un comportamiento arraigado que tenemos: somos una sociedad “eternamente adolescente”.
Una y otra vez nos damos de bruces contra la realidad, porque existen leyes naturales que inexorablemente se cumplen, y siempre el dedo acusador termina por señalar al prójimo. No nos hacemos cargo.
Lo que no advertimos es que todos navegamos en el mismo barco y no hay botes salvavidas, aunque muchos se quieran convencer que a ellos nada les va a ocurrir.
Socialmente estamos atrapados en permanentes “disonancias cognitivas”, es decir, interpretamos erróneamente la realidad que nos termina provocando estados anímicos alterados.
La mayoría de los ciudadanos tienen una fuerte inclinación hacia creencias (ya sean individuales y/o grupales) que distorsionan la percepción de la realidad y de la verdad.
Se abandona la opinión objetiva y nos volcamos a los prejuicios, los sesgos, las emociones y los supuestos.
Entonces, nuestras creencias terminan por filtrar la realidad cuando enfrentamos las evidencias que consideramos que nos amenazan.
Ante esa coyuntura, solemos cambiar los hechos para que coincidan con nuestras creencias y de esa manera disminuir la incomodidad que nos causa la disonancia cognitiva.
Para dialogar con el otro, que tiene creencias opuestas, es fundamental empezar por entender qué piensa y qué siente.
Para salir del laberinto de estar siempre del mismo lado y solamente aferrados a nuestras creencias previas se deben dejar de lado los prejuicios y aprender a tolerar cierta incomodidad emocional que nos provoca el cuestionar nuestras estructuras.
Resulta imposible ver más allá si permanentemente evitamos acercarnos al otro y además no reflexionar críticamente sobre nuestros pensamientos.
Si nos mantenemos impasibles, seguiremos pensando que tenemos la razón y que los demás se equivocan.
Crecer socialmente implica ampliar el concepto de “nosotros” incorporando diversidad de criterios que propendan al bien común.
Es necesario seguir reglas precisas: cuando la realidad difiere del relato no debemos digerirlo y/o justificarlos, sino comprobar las ideas mediante la observación y lo empírico. Solamente actuando descubrimos el significado de las circunstancias para luego tomar las decisiones correctas.
En cambio, el que se encuentra aferrado a una disonancia cognitiva no sigue ese proceso. Muy por el contrario, lo retrasa o lo detiene. La incertidumbre le genera un análisis excesivo, lo paraliza y termina esperando que otro u otros le digan lo que tiene que hacer.
En su lugar el emprendedor creativo, duda hasta llegar a saber. No se queja, no se lamenta, no califica los desafíos como buenos o malos, sino que los toma como lo que son: desafíos.
Los resultados de las elecciones PASO del último domingo invadió a toda la población de estupor.
A los votantes los embargó la duda, la desazón, o un triunfalismo superficial, ya que la situación del país es grave, gravísima.
A los políticos los cubrió el desconcierto, sin importar a que partido representan porque no solamente saben que el escenario es extremadamente complejo, sino que además las herramientas que han tenido en sus manos y que han aplicado los últimos 20 años nos han llevado a un lugar más frágil y deteriorado que el existente durante la era de los 90.
Si el consenso no se establece sobre las bases de que la Argentina es un país pobre e inviable hoy día en función que casi 25 millones de personas viven directa o indirectamente del Estado, el futuro será inexorablemente caótico.
Y ello así, porque la cuenta egresos-ingresos se puede paliar transitoria y alternativamente con emisión y/o con endeudamiento, pero el desequilibrio estructural obliga siempre- conjuntamente con todas las fuerzas políticas- a tomar decisiones de fondo dolorosas (sacrificios y ajustes) en pos de políticas productivas, no sólo de crecimiento sino también de desarrollo, aunque en el corto plazo eso implique vivir acorde a nuestras reales posibilidades y no por encima del nivel social al cual pertenecemos.
Caso contrario nos transformaremos en un país miserable.
Y para eso no alcanza con que los políticos dejen de lado sus “egoísmos”, sino que también deberán abandonar sus “egos personales”, si realmente nos quieren demostrar que el país es lo que más les importa.
Analícelo, estimado lector. Y no se deje dominar por la disonancia cognitiva.