Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos afianzó su liderazgo militar, económico y diplomático. El dominio de Europa durante el siglo y medio previo se vio fagocitado por el virus del nacionalismo, causante de ese conflicto y del anterior. La era siguiente, la norteamericana, perduró hasta finales de los noventa con la adopción del dólar como moneda de referencia, la expansión de las multinacionales, la vanguardia de las tecnológicas, la injerencia en crisis aparentemente ajenas y la distribución estratégica de una amplia red de bases militares. El prólogo tuvo un costo irreparable: las bombas nucleares en Hiroshima y Nagasaki.
En la transición hacia la supremacía de Estados Unidos, aviones británicos y franceses bombardearon Egipto en 1956. En una semana, ambos gobiernos europeos debieron ceder ante las presiones económicas norteamericanas. Durante la crisis del Canal de Suez, el Reino Unido perdió algo más que una guerra. Perdió el protagonismo mundial, asumido desde entonces por Estados Unidos y la Unión Soviética. Halló refugio en la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), semilla de la Unión Europea. Bloque del cual se aparta ahora. Si las bombas atómicas y el momento Suez impactaron en el orden mundial, quizás el Brexit sea aún peor.
No por el divorcio en sí, alentado por mandatarios de contingencia que lejos están de ser estadistas, sino por la falta de un liderazgo coherente y criterioso frente a una tragedia. La del coronavirus, primero ignorada, después desdeñada, después atajada en parte. Tarde, por ejemplo, en Estados Unidos, donde Donald Trump insistió hasta último momento en referirse al “virus chino” y, como Jair Bolsonaro durante los incendios de la Amazonía y también en este momento, prefirió tildarlo de “gripecita”. Otro irresponsable, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, alentó a los suyos a “salir a comer” y seguir “haciendo la vida normal”.
Y entonces, en medio del desconcierto, apareció el malo de la película, Xi Jinping, presidente de China, cuna del COVID-19, como el único capaz de socorrer a los enfermos y los confinados entre cuatro paredes mientras Trump pelea en dos frentes: el de la guerra comercial con China y el de su carrera por la reelección en noviembre. En dos meses, Xi superó el llamado momento Chernobyl de la pandemia, en la remota Wuhan, y comenzó a recibir elogios por su generosidad. La incapacidad de Trump para coordinar una respuesta global dejó un vacío. El del liderazgo, ocupado por Xi con la promoción de su sistema, la asistencia a otros gobiernos y la coordinación de políticas comunes.
El régimen comunista pudo actuar a tiempo a finales de 2019, cuando el coronavirus avanzaba, pero castigó a los médicos que atendieron los primeros casos, como Li Wenliang, fallecido por haberse contagiado; manipuló las estadísticas; controló el flujo informativo, y respondió con evasivas a la Organización Mundial de la Salud (OMC). Después aplicó poder duro en casa, con cuarentenas masivas, y poder blando en el exterior, con ayuda compartida con Rusia y Cuba. Una forma de exhibir “la incompetencia y la irresponsabilidad” de la “elite política de Washington”, como editorializó la agencia de noticias Xinhua.
El Ministerio de Exteriores de China acusó al ejército norteamericano de esparcir el coronarivus en Wuhan. También expulsó a los corresponsales de los diarios The New York Times, The Wall Street Journal y The Washington Post. Detenida la propagación de la enfermedad en su país, Xi ofreció desde médicos y enfermeros hasta kits de prueba, máscaras, trajes protectores, respiradores, ventiladores y medicamentos al exterior. Cuenta con una ventaja: gran parte del material que se utiliza en el mundo en estas circunstancias tiene un rótulo. El de Made in China, de bajo costo en mano de obra y de gran valor en la pulseada por la gobernanza global.