¿Cuándo empezó esto? Más importante aún. ¿Cuándo terminará? Perdón. ¿Terminará? Un tercio de la población mundial no sale de su casa mientras sobrevuelan helicópteros y drones. Arrecian los controles. Hay ciudades en pausa. Otras no. En algunos países, la salud prima sobre la economía. En otros, al revés. Espantan las estadísticas. El desahogo nocturno son los aplausos desde el balcón para los médicos, los enfermeros y todos los que, de un modo u otro, están haciendo más llevadera la tragedia. Aplausos matizados en España con hola don Pepito, hola don José y partidas de bingo a los gritos y en Italia con sopranos honrando a Puccini.
Desde el balcón ves la cara del vecino que nunca te cruzaste en la esquina y ves, también, la otra cara del drama. La de los que insultan desde las alturas a todos los que van por la calle. No discriminan entre técnicos de laboratorio o cajeras de supermercado. Los insultan, los escupen, les arrojan huevos como si fueran cómplices del coronavirus. Eso pasa en España, como cuenta El País, y en otros confines de esos continentes que, a raíz de la pandemia, se convirtieron en uno. No son matones. Tienen tanto miedo como cualquiera de nosotros, pero una regla, quedarse en casa, no justifica linchar al sospechoso de violarla. Es, quizás, una renovada forma de escrache.
Entiendo el miedo. Lo percibo, a veces, en toda persona que, mitad solidaria, mitad mezquina, refleja la imperfecta condición humana. La de cuidarnos puertas adentro para cuidarnos puertas afuera. La de imponernos el encierro como única vacuna frente a un fenómeno que nos pescó desnudos. Sin más escudos que la solidaridad y, también, la comprensión. Un chico autista necesita dar una vuelta a la manzana. Una vez al día. Alguien que vive en una caja de zapatos, sin más vistas que un paredón, también. Y así, sucesivamente, en el mundo en general y en cada caso en particular.
La gente que estaba pasándola mal está pasándola peor. Sin miras. Con otro paredón frente a sus narices: la incertidumbre. El mundo es plano, dice metafóricamente Martín Caparrós. Sólo para algunos. Para aquellos que cuentan con “pantallas: televisores, computadoras, telefonitos varios”. En India, hasta hace poco, había más telefonitos que inodoros. El segundo país más poblado del poblado del planeta, después de China, con 365 millones de personas bajo el umbral de la pobreza, permanece confinado entre cuatro paredes. “La única manera de salvarnos del coronavirus es no salir de las casas”, sentenció el primer ministro Narendra Modi.
La generación FOMO (fear of missing out o miedo a perderse algo) descubrió en estos días dos fenómenos extraños y extremos: la saturación y el aburrimiento de las redes sociales. Si antes no parábamos de revisar el móvil cada vez que saltaba una notificación o por las dudas, inclusive durante una reunión con otra persona o una cena íntima, ahora resulta que extrañamos a los amigos y hasta volvimos a un hábito prehistórico. Volvimos a hablar por teléfono. La ruptura de la rutina, antes detestada, no nos permite diferenciar entre el domingo y el jueves. El fin de semana dura de lunes a lunes, más allá del teletrabajo. Hemos perdido la percepción del tiempo.
Eso nos muestra cómo somos, vulnerables, expuestos a un bicho microscópico capaz de aniquilarnos. Leemos, vemos tele, escuchamos radio, hacemos ejercicio, devoramos noticias, aplaudimos en el balcón y, al final del día, intentamos hilvanar el final de la pesadilla. La de los muertos que creemos bajas de guerra. La de los infectados que creemos personas no gratas. La de los extranjeros que creemos potenciales enemigos. La de una guerra contra un enemigo implacable que nos pone a los unos lejos de los otros, privados de abrazos y de besos, de todo vestigio de humanidad, mientras la realidad nos torea metros abajo del primer piso.