Hoy el país cumple sus primeros cuarenta y tres días de aislamiento social preventivo y obligatorio. Al tiempo que el presidente lo prorrogaba con el nombre de “cuarentena inteligente”, comenzaba el motín en el penal de Villa Devoto. Es cierto que el caldo venía cultivándose a fuego lento desde hacía rato y los jueces lanzaron la bola con el reloj en cero pero no alcanzó. El problema estalló en los tribunales y las esquirlas se incrustaron en el gobierno de los Fernández al son de las cacerolas.
Nadie de buena fe puede sorprenderse con los reclamos de las personas que están privadas de la libertad. Independientemente de las causas que las llevaron ahí y sin edulcorar el apartamiento del contrato social, lo cierto es que nuestra Carta Magna se comprometió en el Art. 18 in fine a que: “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorice”.
Este artículo cumplió ayer 167 años y nos prometió a todos que nunca se nos sometería a penas crueles que degraden nuestra dignidad, ni se nos infringiría violencía física o psíquica, más allá de quién sea el detenido o qué haya hecho. No obstante, la verdad es que la cárcel es una entrada segura al averno; y, nobleza obliga, no se trata de una problemática reciente ni que pueda endilgársele al coronavirus.
Dicho esto, aceptada la languidez de los penales y la violación flagrante de derechos fundamentales que tiene lugar en ellos, corresponde escrutar la respuesta de los encargados del funcionamiento del sistema.
Las cárceles podrían considerarse -junto con la justicia, la seguridad, la diplomacia- entre los bienes y servicios que un privado, quizá y por distintas razones, nunca prestaría, sobre todo porque las obligaciones asumidas por el proveedor no tienen contrapartida y son incondicionadas, improrrogables e irrenunciables; en el caso: la vida e integridad psicofísica de una persona detenida, como así también los demás derechos (salvo los que resultan afectados por la ley o la propia condena), deben garantizársele exentos de retribución. Así sucede en la Argentina desde sus orígenes y el servicio de penitenciaría es prestado exclusivamente por el estado.
Pues bien, esta semana hemos asistido a un espectáculo dantesco en el que los responsables del sistema se reconocieron incapaces de cumplir sus responsabilidades con el más absoluto desparpajo. De punta a punta de la cadena esgrimieron sin sonrojarse argumentos realmente autoincriminantes, toda vez que invocando la consabida agresividad del COVID-19 capitularon antes las condiciones de hacinamiento, insalubridad y falta de higiene. Semejante falacia es una auténtica burla a la ciudadanía, ya que ni la superpoblación carcelaria ni la mugre en las unidades penitenciarias son atribuibles a la pandemia.
Los principales actores del poder judicial y las máximas autoridades del ejecutivo, devinieron en súbitos comentadores de la realidad y esgrimieron discursos propios de activistas de ONG’s más que de servidores públicos. Así, ante el colapso del sistema penitenciario, no se les ocurrió mejor idea que auspiciar prisiones domiciliarias. Menos mal que no les toca gestionar la salud, ¿verdad? Nos queda claro que si les sucumbiese el sistema sanitario mandarían a los pacientes a la casa.
Si un sistema falla se lo mejora, no se lo dinamita; máxime con las siderales sumas de dinero que se destinan para la atención de los casi 14.000 reclusos que se encuentran alojados en las cárceles federales. A propósito de eso y sin tomar en consideración las partidas asignadas al Poder Judicial y al Ministerio Público (Fiscal y de la Defensa) de la Nación, la Ley de Presupuesto General de la Administración Nacional adjudicó para este año:
1) En la órbita del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos:
a) Servicio Penitenciario Federal: $ 22.047.104.575.
b) Política e Infraestructura Penitenciaria: $ 990.424.679 (ejecutados por la Secretaría de Justicia).
2) En la órbita del Congreso de la Nación:
a) Procuración Penitenciaria de la Nación: $ 539.336.000 (Transferencias Corrientes: $ 1.275.000; Protección de los Derechos del Interno Penitenciario: $ 538.061.000).
b) Sistema Nacional de Prevención de la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes: $ 80.898.862.
Entonces, amigo lector, preste atención y vamos de nuevo: sin incluir aquí los fondos destinados al financiamiento de la maquinaria tribunalicia, se han previsto $ 23.657.764.116 para atender este año las necesidades de las 13.768 personas que estaban presas en las cárceles federales y las 203 que se encontraban alojadas en la Unidad 28 del Palacio de Justicia. Por si no quedase claro: $ 23.657.764.116, para que se les amotinen los penales y nos digan a cara descubierta que el sistema fracasó. ¡Esta gente es carísima! Y me estoy refieriendo a los funcionarios, que no a los presidiarios. Aunque, claro, no hay plata que alcance si se va a pagar tres veces más por un paquete de fideos. En fin, así es con los gobiernos de científicos en tierras arrasadas.
Así las cosas, sabido es que la última palabra la tendrán finalmente los jueces. De ahí que no esté de más preguntarles qué fantasías recrean dejando a los presos libres. Muchas de las personas que recuperarán su libertad, no tienen vivienda y fijarán domicilio en la casa de una abuela, de una tía o vaya a saber quién, no importa, eso es lo de menos, el punto es si cuentan con una red vincular que los contenga afectivamente.
Más todavía, regresar al barrio o al medio familiar puede importarles toparse con sus víctimas y su entorno, con los consecuentes riesgos que eso podría implicar, sobre todo en un momento tan particular como el que vivimos. Asimismo, no tendrán dónde ir a trabajar o a estudiar. Los clubes están cerrados y también las iglesias. Con este panorama, ¿de qué manera se van a procurar el sustento? Sin ir más lejos, la comida, ¿cómo y qué van a comer?
Da apuro explicitar planteos tan elementales. En cualquier caso, lo que aquí importa poner de presente que el estado no les garantiza nada a los presos dejándolos libres; al contrario: los lanza extramuros y se desentiende de ellos, abandonándolos para que se las rebusquen afuera como puedan. Casualmente, los que todavía andamos sueltos estamos encerrados en nuestras casas y con algunas provisiones para salir lo menos posible.
Señorías: se les ha encomendado la menuda tarea de afianzar la justicia; si no lo van a hacer, frustrarán las expectativas sociales depositadas en la terciarización de la vindicta pública y eso es peligrosísimo. ¿Será justicia?