En todo el país se está agotando la capacidad económica y psicológica de sostener la cuarentena. Justo cuando, en la zona metropolitana en particular, pero puede que también en otras partes, están creciendo los contagios. ¿Estamos en serio mejor que Suecia y cerca de Noruega, o tenemos un problema de administración de la diagonal entre salud y economía que, con el paso del tiempo, va complicándose, y puede complicarse aún mucho más?
Lo primero que hay que decir es que no se llegó a esta situación por la fuerza de las cosas. No era inevitable. Debió cuidarse mejor la economía y debieron hacerse mejores políticas de contención de la enfermedad, con más testeos y rastreo de las cadenas de contagio, sobre todo entre la población más vulnerable: el propio personal sanitario, los geriátricos, los barrios precarios, etc.
Pero ni las autoridades, ni los equipos de gobierno ni las instituciones estatales estuvieron en condiciones de pensar e instrumentar una mejor diagonal entre salud y economía, una política adaptada a nuestras posibilidades y nuestras urgencias.
La evidencia más palmaria de esto la ofreció en su conferencia de prensa Alberto Fernández cuando confesó que menos de la mitad de quienes debían cobrar el IFE en abril pudieron hacerlo, y entonces van a pagarles dos cuotas juntas recién este mes. Y cuando a continuación contó muy suelto de cuerpo que se había hecho un testeo masivo en la villa 1-11-14 y había arrojado que el 60% de sus habitantes son portadores del coronavirus. ¿Cómo se llegó a esa cifra sin que hayan sonado alarmas previas? Pues porque es la primera vez, y hasta ahora la única, en que se testea casa por casa. ¿Qué se puede deducir que sucede en los barrios vecinos, o en asentamientos similares del conurbano? Que los contagios al menos en el AMBA son muchísimos más que los reportados, y que los poco más de 5000 casos oficialmente reconocidos en el país son una cifra irrisoria, que confunde más de lo que informa.
Con cifras que no dicen nada, o peor, pintan un cuadro muy alejado de lo que realmente sucede, no se pueden tomar decisiones razonables. Y tampoco se pueden justificar las decisiones más o menos sensatas que se toman. De allí que le resultara tan difícil al presidente explicar por qué, si estamos tan bien cómo él dice, comparados con casi todos los demás países, hasta con Suecia, tenemos que seguir encerrando a cal y canto a los 17 millones de personas que viven en la zona metropolitana (en realidad, volver a encerrarlas, porque hace tiempo que el relajamiento de la cuarentena se viene dando espontáneamente). Y por qué hay que seguir castigando a una economía que ya no da más.
El aspecto económico del problema fue de nuevo subestimado por Alberto en la conferencia de prensa. Durante la cual se dedicó denostar a quienes vienen reclamando una apertura más amplia y acelerada en ese terreno.
¿Pero por qué lo hizo? ¿Por qué tanto énfasis en pelearse con gente que hace reclamos muy moderados y argumentados, que no está pidiendo un viva la pepa, sino algo tan comprensible como una diagonal un poco más inclinada, o mejor dosificada y administrada, entre salud y economía? Lo mismo que se discute en todo el mundo.
Tal vez porque sabe que no podía ignorar más ese reclamo, y tenía que actuar cuanto antes para evitar que las empresas quiebren por millares y las arcas públicas se vacíen del todo. Pero como llegó a esa conclusión justo cuando los contagios aumentan, teme lo que se pueda seguir de esa acción. Así que mejor echarle la culpa a alguien por anticipado. Los opositores y los grandes empresarios que vienen reclamando apertura serán, en opinión de Alberto, los culpables si los contagios y las muertes siguen aumentando, más todavía si ese incremento se acelera. Tendrán la culpa de que “nos volvamos Suecia”.
Así fue que el presidente de “la Argentina unida” preparó el terreno para hacer lo que le estaba reclamando esa gente, y la propia realidad, sin en apariencia dar el brazo a torcer, ni reconocer ningún fallo en la estrategia hasta aquí aplicada. Y sin cargar con ninguna responsabilidad por el cortocircuito en que entró nuestra peculiar “diagonal”, si así se la puede llamar, entre salud y economía.
Y anunció entonces un relajamiento bastante amplio en todo el país salvo el AMBA y el permiso para que en esta región los poderes locales instrumenten uno más acotado. Que de todos modos muy acotado no va a poder ser porque relajamiento espontáneo ya existe y cuando se abra un poco más la puerta será inevitable que se cuelen por ella todos los rubros y actividades, tal la desesperación en las empresas y en los hogares por tomar aire y evitar morir de asfixia.
La razón es muy sencilla: si como dice el gobernador bonaerense se está autorizando ya caso por caso a las industrias instaladas en el AMBA a reabrir sus puertas, no va a pasar mucho tiempo hasta que esas empresas descubran que si no reabren sus proveedores y sus clientes no van a tener nada que hacer. Tampoco pasará mucho tiempo hasta que los competidores de las firmas habilitadas vean que corren el riesgo de perder sus cuotas de mercado a manos de estas, y desaparecer del todo, así que se apresurarán a reclamar el mismo trato, y si no están en condiciones de cumplir los protocolos exigidos es probable que abran igual, porque una clausura o una coima para evitarla serán preferibles a una muerte segura. Como se ve, va a ser muy difícil administrar bien la reapertura de la economía, más en una región de denso entramado industrial y comercial como el AMBA.
La noticia del viernes debe haber sido muy festejada de todos modos por empresarios y empleados sino en todo, en casi todo el país. Se entiende por eso que se la diera a conocer horas después de una muy mala nueva: el canje de los bonos bajo legislación extranjera había fracasado redondamente, y el país quedó cerca de un nuevo default.
Los bonistas rechazaron la propuesta argentina en un porcentaje mayor a lo previsto hasta en los análisis más pesimistas: hubo menos del 20% de aceptación, y si descontamos los tenedores argentinos, que son en muchos casos el propio Estado, el porcentaje fue realmente ínfimo.
Conclusión: no sirvió de nada el espíritu malvinero con que se manejó la cuestión hasta aquí. O peor que eso, sirvió para aislar a las autoridades y alentar a la contraparte, los acreedores en este caso, a coordinarse en su contra. Igual que en 1982 con los habitantes de las islas y el gobierno inglés.
Los economistas firmantes de sendas cartas en el país y en el exterior en apoyo a la posición del gobierno argentino se deben haber sentido como los países no alineados durante la guerra en el Atlántico Sur, viendo cómo sus buenas intenciones se convertían en justificación de una confrontación suicida.
No es, claro, su responsabilidad que eso esté sucediendo. Pero les convendría recordar para la próxima que el camino del infierno está tapizado de buenas intenciones, sobre todo cuando se trata de la Argentina.
También es claro que hay muchas diferencias entre Alberto y Galtieri. La más significativa para lo que nos espera, que el primero todavía está a tiempo de detener el avance de la Task Force. Le va a costar, a él y a todos nosotros, mucho más caro que si hubiera negociado bien desde el principio. Pero será infinitamente más barato que si insiste en sus planteos de máxima y vuelve del todo inviable una negociación.
Lo cierto es que ahora, con tan escaso porcentaje de apoyo a su propuesta, al presidente le va a resultar imposible que las tratativas sigan adelante, enmarcadas en las fórmulas pergeñadas por Guzmán. Ellas quedaron fuera de juego. Mientras que los acreedores, coordinados en torno a posiciones duras, y por esa razón hasta aquí consideradas inaceptables por nuestro ministro, van a hacerlas pesar, con toda lógica, a partir del éxito conseguido. Como hacen los ingleses e isleños desde 1982. Así que la Argentina estará obligada a elegir entre victimizarse y perder aún más, o ceder, y mucho, para salvar lo que se pueda. Que será inevitablemente menos de lo que se hubiera podido conseguir de haber llevado adelante una estrategia negociadora más seductora y basada en la confianza, no en la extorsión, desde el principio.
Ese es finalmente el aprendizaje más importante que arrojan ambos problemas en danza, el del virus y el de la deuda: las autoridades nacionales tienden a actuar ignorando que deben construir confianza, como si el problema de la desconfianza que despiertan no existiera, o no se justificara, fuera un invento para perjudicarlas. Y por tanto tampoco existiera la posibilidad o la conveniencia de la cooperación. Lo conveniente se reduce, entonces, a sus ojos, a una cuestión de suma cero, sacarle todo lo posible a los demás, para tener más uno. Así actúan frente a los empresarios y opositores, acusándolos desde el vamos de ser los culpables de un posible agravamiento de la pandemia; y con los acreedores, entendiendo que todo lo que pueda beneficiarlos, nos perjudica. Y así nos va. Nadie cree que vayamos a cumplir los compromisos que proponemos, así que nos cobrarán mucho más por cualquier arreglo. Y no hay por qué creer que vayamos a pasar el invierno que se aproxima sin una escalada de contagios y un empeoramiento de la situación económica. Así que la economía se hunde aún más, y la diagonal que permitiría salvarla y a la vez contener los contagios se vuelve imposible.
Lo peor que podría pasar ahora es que Alberto entienda que debe hacer con los acreedores lo mismo que está haciendo con los opositores y los empresarios: acusarlos de insensibles y codiciosos, de querer perjudicarlo, de ser indiferentes al sufrimiento de los argentinos, cebando las facetas más virulentas y victimistas de nuestro nacionalismo. Nos estaría invitando a chocar, y perder, contra un demonio que él mismo se ha fabricado.
Si al cuentito de la Deuda lo comenzaron desde la época de las Paso y llegamos a hoy y lo siguen, siendo tan simple de resolver, resumiendo CHOCARON LA CALESITA.
El error fue de Macri al tomar semejante tamaño de deuda externa, ahora eso es impagable. Ya estamos en default desde que Macri fue al FMI, ya no podíamos pagar.
Macri tomo la deuda porque no quiso pagar el costo político de matar al estado monstruo que el kircherismo llevo de tamaño oso a tamaño godzilla. Fue un pelotudo y nunca lo voy a negar pero tirarle 100% de la culpa encima es mas visco que un nefastor borracho. Hay que dejar de hacer socialismo, hay que dejar de regalar guita, hay que dejar de darle de comer a inutiles, llegar a un superávit, presentar un plan económico creíble, bajar la cabeza, bajarse los calzones, untar la vaselina y negociar como los pichus que somos.