"Argentina recuperó la democracia en 1983, como consecuencia del
desmoronamiento de una dictadura que había sido víctima de sus propios
fracasos. La fuerte presión social y política popular –que se había
manifestado en nuestro país en 1973- estuvo ahora ausente. Y no menos la
posibilidad de una transición ordenada y controlada por un régimen autoritario
que pudiera dominar la situación y fijar las reglas del juego, en base a algún
éxito innegables en su gestión –como el caso de Chile en 1988-. Lo que
importa aquí es la consecuencia de esta peculiaridad de la transición
argentina de los 80: la reflotada sociedad civil y en especial el gobierno
constitucional, heredaron casi imprevistamente toda la carga de los fracasos del
régimen militar y todas las consecuencias de sus experimentos”. Así
comienza un interesante documento elaborado por el entonces Frente
Grande a finales de 1993, coincidiendo con el décimo aniversario de
la restauración institucional argentina. Con un tono bastante crítico, se
intenta explicar el arduo pasaje que desembocó en octubre de ese año con la
firma del Pacto de Olivos. Conformado desde sus comienzos por peronistas
desencantados con la gestión menemista, dicha agrupación consideró ese acto
como el principio del fin de la UCR y el comienzo de la carrera hacia la
reelección dos años después.
Casi
al filo de un nuevo onomástico el 10 de diciembre, es preciso señalar que lo
que se vierte arriba es absolutamente certero. Pues no más está decir que, de
salir triunfante Galtieri en Malvinas, difícilmente se hubiera convocado a
elecciones en octubre del año siguiente. O como el caso chileno, cuando
Pinochet ya no fue más funcional a la estrategia estadounidense, seguramente
desde allí se hubiera planteado una salida más o menos honorable para el
elenco militar. Hacia seguramente una democracia controlada al estilo
Bordaberry, en el Uruguay a comienzos de los 70.
"Muy
pronto el desarrollo de los acontecimientos se encargaría de hacer patente el
peso fenomenal de dicha carga. La Argentina volvía a ser gobernada en
democracia por partidos cuyo conocimiento de la situación, sus disposiciones a
la cooperación y sus capacidades de gobierno se encontraban –por diversas
razones- muy ciertamente por debajo de sus requerimientos de
"Los
años que van desde 1983 y 1989 podrían ser muy esquemáticamente resumidos de
la siguiente forma: el comprensible intento de eludir la ejecución de tan
impopular como inevitable cometido. Luego, la tentativa de hacerse cargo del
mismo cuando ya era tarde. Por fin, la acelerada descapitalización política.
Esta tuvo lugar ante una oposición cuyas tendencias más obstruccionistas
fueron incentivadas por los ingenuos intentos de hegemonismo que en su fugaz
hora de gloria había desplegado el partido gobernante. Esa fragilidad instaura
un clima de incertidumbre en el que el desmesurado poder adquirida por los
operadores financieros, en una economía dolarizada al calor de una década de
elevada inflación y fuertes desequilibrios fiscales, se revela nítida y
dolorosamente en el estallido hiperinflacionario”. De
visita a EEUU, unos periodistas le preguntan al flamante presidente Alfonsín
sobre las medidas económicas a adoptar. Este, con tozudez galaica les responde
que no sabe del tema y les indica que hagan lo mismo con Bernardo Grispun, su
primer titular en esa cartera. Este no tuvo mayor suerte, puesto que debió
ceder su puesto a Juan Vital Sourruille, quien se vio obligado a establecer el
tristemente célebre Plan Austral. Sin
embargo, la nueva moneda no pudo parar el desmadre y este tecnócrata también
se vio obligado a tomarse el olivo. Juan Carlos Pugliese tampoco pudo, pero dejó
en el recuerdo su frase célebre dirigida a los empresarios: "Les
hablé con el corazón, y me contestaron con el bolsillo”. El
bolsillo de millones de argentinos quedaría pelado luego de este fracaso mayúsculo,
que desembocaría en la hecatombe de mayo de 1989, con saqueos y muertos
incluidos, que precipitaría la salida de Alfonsín.
Oportunidad perdida
"Es
sobre todo relevante la magnitud de los costos sociales y políticos que
conllevaron esos largos años de aprendizaje. Los primeros fueron disparados
cuando la crisis de la gestión económica de la dictadura estalló en masivas
devaluaciones que consumaron el 'ajuste externo' –indispensable para generar
superávit en la balanza de pagos, ante el efecto combinado del alza de las
tasas de interés internacional y el deterioro de los términos de intercambio-.
Tras ese brutal comienzo, los costos sociales se profundizaron a lo largo de una
década en que la estatización de la deuda exacerbó los desequilibrios
fiscales, la posibilidad del sector público de financiar esos desequilibrios se
fue reduciendo dramáticamente, y los precios domésticos mostraron una
tendencia a ceñirse cada vez más estrechamente a la evolución del tipo de
cambio. La inflación experimentada en consecuencia por la Argentina reconoce
pocos antecedentes en el mundo, en su combinación de elevados índices durante
lapsos temporales tan prolongados, y distribuyó los costos de aquel ajuste de
modo muy desparejo, concentrando aún más regresivamente el ingreso.
En cuanto a los costos políticos, se evidenciaron en el
progresivo desplazamiento de los temas democráticos, que habían dominado la
escena de la transición durante los primeros años de gobierno radical, y en la
acelerada frustración de las expectativas que la sociedad había depositado en
los partidos y en su propia participación en la vida política. Así como también
en el fracaso de los nunca demasiado enérgicos intentos de los partidos por
concertar entre sí una gestión cooperativa de la crisis, y en la interrupción
del proceso de renovación del justicialismo. Este proceso, si bien había hecho
posible la democratización interna de dicha fuerza., culminó en la consagración
de un nuevo líder que reagrupó los heterogéneos componentes del movimiento
nuevamente en torno a las orientaciones nacional-populistas, que aquella
renovación había comenzado a poner en cuestión”. Desde
octubre de
Fernando Paolella