La pandemia sigue cosechando vidas en todo el mundo. Es una tragedia extraordinaria. El Covid 19 barrió con lo mejor del ser humano, convirtió besos y abrazos en una amenaza. Ataca con más ferocidad en los encuentros y las reuniones. El virus no solo mata, también hace estragos psicológicos. Estamos en una pesadilla que vivimos despiertos. En la Argentina vivimos el peor momento desde que apareció el primer infectado en marzo pasado. Pero no solo porque estamos con el mayor número de contagios y fallecidos, doscientos muertos cada 24 horas, sino por la estupidez y el canibalismo político.
En los medios de mayor audiencia del país, y en las voces de sus periodistas estrella, parecen celebrar la situación. Están en guerra con el gobierno peronista-kirchnerista y, en la lógica del vale todo, consideran que esto impacta en la popularidad del gobierno nacional y eso es positivo. Creen que “el populismo” se aprovecha del coronavirus y temen que “saque ventajas” que lo fortalezcan. La postura cierra con la critica anticipatoria a “la cuarentena más larga del mundo” que agitaron hasta el cansancio y es ideal para apuntalar la idea de fracaso de las medidas de aislamiento.
El presidente Alberto Fernández cometió varios errores en lo que va de su gestión pero, justamente, priorizar la salud pública no es uno de ellos. Lo que se hizo en materia de salud, esencialmente, ganar tiempo para fortalecer un sistema con décadas de atraso, permitió reducir daños. Una obviedad que en honor a la grieta se discute con fervor en las redes sociales y los noticieros.
Lo explicó en forma muy clara Martín Caparrós, el lunes pasado: “España y Argentina tienen casi la misma población –alrededor de 45 millones– pero España es un país rico, la decimocuarta economía del mundo, con una sanidad pública casi universal. Y sin embargo, en cuanto a la pandemia, la diferencia entre España y Argentina es que en España –hasta ayer– murieron 29.094 personas y en Argentina 8.660. En Italia y Francia la cantidad de muertos es semejante a la de España. Es simple, y es una medida posible: en Argentina murieron veinte mil personas menos. Se salvaron veinte mil personas. Pero hay muchos argentinos a los que eso no les parece bien. Extrañan su libertad, temen por la economía. Quizá veinte mil personas les parezcan pocas para tanto quilombo».
Con estos números a la vista, hablar de infectadura y cercenamiento de las libertades individuales ofende la inteligencia. Los únicos reclamos validos son los de aquellos que por las medidas restrictivas tuvieron que dejar de trabajar y perdieron empleos o negocios. Hay gente que tiene problemas para sobrevivir, darle de comer a sus hijos o cuidar a sus enfermos. Es lógico que protesten.
Curiosamente son los que con más generosidad resisten y se cuidan. También es razonable que se programe la apertura de actividades comerciales e industriales con rigurosos protocolos. Ninguna sociedad resiste un cierre indefinido. Pero hay que saber que al virus sólo será vencido cuando aparezca una vacuna eficaz. Mientras tanto el único antídoto es la responsabilidad social.
Hace una semana otro gran escritor, Arturo Pérez Reverte, advirtió: “No nos han enseñado suficientes muertos. Por eso todos estos meses de tragedia y dolor no han servido para un carajo. Y aquí estamos. Acabando agosto puestos de coronavirus hasta las trancas. Protestando porque no nos dejan bailar en las discotecas”. Desgañitarse hablando de la falta de la libertad para hacer deportes o violar todos los cuidados para organizar una fiesta como un acto de “rebeldía libertaria”, cuando los niños hace seis meses que no van a la escuela y los abuelos hacen un esfuerzo sobrehumano para evitar los contagios sin ver a sus queridos, define a quienes reclaman bajo las banderas del egoísmo.
La Sociedad Argentina de Terapia Intensiva difundió una carta abierta donde explican la gravedad del momento que estamos viviendo: “Los médicos, enfermeros, kinesiólogos y otros miembros de la comunidad de terapia intensiva sentimos que estamos perdiendo la batalla. Sentimos que los recursos para salvar a los pacientes con coronavirus se están agotando. La mayoría de las unidades del país se encuentran con un altísimo nivel de ocupación. Los recursos físicos y tecnológicos son cada vez más escasos. La cuestión principal, sin embargo, es la escasez de los trabajadores, que a diferencia de las camas y los respiradores, no pueden multiplicarse. Los intensivistas hoy nos encontramos al límite de nuestras fuerzas, raleados por la enfermedad, exhaustos por el trabajo continuo e intenso”.
“Nos están dejando solos”, sintetizaron.
En este escenario dramático, un sector importante de la dirigencia política sigue enfrascada en especulaciones electorales. La incapacidad para acordar un modo de sesionar en Diputados es un ejemplo y alcanza ribetes patéticos. Ningún legislador quedará indemne de este bochorno. Quien no logre elevarse sobre la miseria será un miserable. Para colmo, los dirigentes que habían logrado la proeza de superar sus diferencias coyunturales en pos de coordinar la lucha contra la pandemia –Fernández, Rodríguez Larreta y Axel Kiciloff, esencialmente– ahora se dedican a pasarse facturas. Ni siquiera lograron anunciar juntos la última extensión del aislamiento voluntario.
Entre las editoriales absurdas de los principales diarios, las operaciones de prensa, las arengas mentirosas, las internas interminables, el cálculo pedorro de unos y otros, el enemigo común sigue en la calle y no hace diferencias ideológicas a la hora de atacar. Lo saben los terapistas y los enfermeros, quienes limpian los hospitales y los que hacen seguridad. Ese ejército de valientes que hemos dejado librado a su suerte y capacidad.
No hay duda, es el peor momento de la pandemia pero no por la propagación y ferocidad del virus sino por nuestra incapacidad para enfrentarlo. Si una emergencia de esta magnitud no logra unir a los argentinos, ninguna otra causa lo hará. Entonces, no tendremos otro destino que seguir chapaleando en el barro. Reynaldo Sietecase