El discurso de Cristina reveló la hoja de ruta de nuevas batallas contra el “poder económico”, un rótulo que engloba a un universo variopinto.
La indicación de profundizar los controles de precios puso en guardia a la industria y al comercio de bienes de consumo masivo. El sector fabril teme además los efectos de un probable cuello de botella: la imposibilidad material de satisfacer la demanda y soportar precios políticos que no reflejen los costos.
Ese escenario podría verificarse si el Gobierno se empeña en cebar de manera artificial el consumo sin disponer de dólares a paridad oficial para importar los insumos requeridos (el 70% del total que utiliza).
Cristina abrió otro frente cuando prescribió retomar el proyecto del Sistema Nacional Integrado de Salud. Sancionado en 1974, centralizaba la planificación, el financiamiento y la asignación de los recursos de la salud pública y la privada. Una fuerte intervención estatal justificada en el propósito de brindar un servicio igualitario a toda la población. El ensayo quedó a mitad de camino. La dictadura lo derogó cuando no había terminado de implementarse.
El proyecto original incluía, en igualdad de condiciones con los demás actores, a las obras sociales sindicales. El lobby de los gremios pudo más y al final fueron excluidas.
Cristina pretende reparar aquella omisión. Lo mencionó en su discurso de La Plata. Ese párrafo generó en un tembladeral a la CGT, cuya cúpula venía de reunirse con el Presidente para acordar un refuerzo de fondos públicos a las obras sociales. Creadas por ley de la dictadura de Juan Carlos Onganía, esas organizaciones financiaron la expansión de poderosas estructuras en los gremios más numerosos.
Ese poder sindical quedó ahora en la mira de Cristina.
El campo ya alertó, con duras declaraciones, que presentará batalla al retorno de los cupos de exportación, y tal vez algún retoque en las retenciones, que propició Cristina para abaratar “la mesa de los argentinos”. El sistema se aplicó en el anterior Gobierno kirchnerista a la carne, el trigo y el maíz. Sirvió para contener precios internos sólo por un corto período.
Luego la ganadería liquidó entre 10 y 12 millones de cabezas. Cerraron 40 frigoríficos y se perdieron miles de empleos. Los agricultores dejaron de sembrar dos millones de hectáreas de trigo. La cosecha llegó a su piso histórico. También se redujo el cultivo de maíz. Los productores se volcaron en masa a la soja, ese “yuyito” tan denostado entonces.
Cuando la oferta se achicó, los precios de estos productos y sus derivados volaron.
La misma lógica de una híper regulación estatal se aplicó a otro mercado competitivo, crucial para el desarrollo, las tecnologías de comunicación: telefonía, internet y servicios de televisión paga. Un decretazo sin aviso previo, un fin de semana, las declaró servicio público y congeló sus precios. Luego se reconoció un incremento, muy inferior la suba de costos.
La épica del combate al capital, o al “poder económico” en el glosario kirchnerista, responsabiliza a los privados de todos los males, que el “Estado presente” vendría a reparar.
El impulso del consumo de corto plazo se paga con menos producción y desinversión. Y se castiga a la exportación, que debe aportar los dólares necesarios para financiar el funcionamiento de la industria.
Por sesgo ideológico o pragmatismo electoralista, se hipoteca el bienestar futuro para crear una sensación efímera de bienestar presente.