Cristina Kirchner y su Frente de Todos, están ante un exigente desafío. Deben demostrar que es posible revertir un fracaso potenciando los factores que condujeron a él. Sobre las razones que determinan la incompetencia del Gobierno existe un consenso casi unánime. Una gigantesca incógnita acerca de dónde reside la autoridad. Y, en consecuencia, una falta de orientación que impide señalar un horizonte. Para disimular esta insuficiencia el oficialismo ha recurrido a un sinfín de decisiones de cortísimo plazo, que lo convierten en una caricatura de sí mismo. Sus líderes se aferran al clientelismo como un náufrago a la tabla, desentendidos de su propio destino más allá del 14 de noviembre. El riesgo ha profundizado la disputa de poder. Ya no se trata de una tensión entre el Presidente y su vice. Ahora se están delineando dos peronismos que debieron duplicar el ritual del 17 de Octubre. El interrogante más frecuente es cómo hará un gobierno envuelto en esta dinámica para resolver la endiablada agenda que le espera después de las elecciones. Pero hay una pregunta más elemental: cómo hará un gobierno envuelto en esta dinámica para ganar esas elecciones.
La historia del oficialismo en lo que va del año es la historia de esa contradicción. Alberto Fernández y Martín Guzmán prometían tener una hoja de ruta definida para el último febrero. La llamaban, para simplificar, “un acuerdo con el Fondo”. El ministro de Economía explicó ese programa después de que, el 26 de octubre, la vicepresidenta escribió en Facebook que ella no interfería en la administración. El plan era ordenar el frente fiscal para evitar una emisión descontrolada que, entre otros efectos, enloquece al dólar. A mediados de diciembre, la que no interfería decidió interferir. La señora de Kirchner explicó a Guzmán que la estrategia de moderar el gasto público a través de una reducción de los subsidios energéticos, le haría perder las elecciones. Guzmán ya no pudo siquiera despedir a un subsecretario. Y el Gobierno renunció a tener un plan. O, para utilizar sus términos, un “acuerdo con el Fondo”. La manifestación más tangible de ese desistimiento fue la aceleración de los precios y el consiguiente deterioro del salario. La oposición pasó a las góndolas. Cristina Kirchner igual perdió las elecciones.
En vez de tomar decisiones que reviertan el pesimismo que consignan todas las encuestas, se optó por empeorar las expectativas con medidas deshilvanadas. La vicepresidenta sostuvo el sábado que “ahora tenemos que trabajar en serio, no solo para el 14, sino también para lo que viene, para lo que vendrá”. La realidad es que se armó un gabinete de campaña, reemplazando a Santiago Cafiero por Juan Manzur, cuyo plan se agota en revertir el resultado de las primarias el 14 de noviembre. Recién después de ese día, prometen, se definirá un rumbo. Es decir: el rumbo es una promesa post electoral. ¿El asesor catalán Gutiérrez Rubí cobra por una estrategia como esta? ¿O paga?
Las elecciones han sido confiadas al clientelismo más elemental. Esa estrategia se basa en un prejuicio: los pobres votan por cuestiones que se resuelven desde el umbral hacia adentro de la casa. Comida, electrodomésticos, una mejora de emergencia en el ingreso. Solo cuando se asciende en la escala social se comienzan a valorar problemas que se despliegan afuera de la casa. Esta lectura del oficialismo no captura lo que podría ser una novedad: que los ciudadanos más vulnerables se estén movilizados por dramas “ambientales”, es decir, por dificultades que alteran su contexto. Un fenómeno que a la cabeza burguesa de alguien como Axel Kicillof, por ejemplo, le costaría interpretar. El avance de la inseguridad, que va de la mano de la droga, y el endemoniado impacto del cierre de las escuelas en las familias más humildes, son inconvenientes de “fuera de la casa”. Malestares que no se resuelven con la dádiva que acercan los punteros. No solo “los mercados”; también los sumergidos tienen expectativas que desean mejorar.
El clientelismo que se practica en los barrios más humildes quedó esta vez eclipsado por otro, mucho más irritante: el clientelismo destinado a los más ricos. Alberto Fernández se puso al frente de una campaña de intercambio de prebendas por votos, o por financiamiento para votos, con gente poderosa. Sobre todo, en las provincias en las que más presión existe para modificar los resultados. Sin discusión previa, prorrogó el disparatado régimen de Tierra del Fuego, que garantiza a un conjunto de empresarios importar bienes, sobre todo electrónicos, ensamblarlos, y venderlos en el resto del país, con una protección arancelaria garantizada y sin pagar impuesto alguno. Es la versión aberrante de un programa mucho más racional que existe, por ejemplo, en Paraguay, donde se dan beneficios a las empresas de ensamblado pero con la condición de que lo que “fabrican” sea vendido en el exterior. Es decir, que compitan con el mundo para generar divisas. Paraguay ya lleva exportados 662 millones de dólares con esa modalidad. Los principales beneficiarios de las ventajas prorrogadas por Fernández son Rubén Cherñajovsky, gran mecenas de las campañas kirchneristas, y Nicolás Caputo, exsocio de Mauricio Macri y hoy cercanísimo a Horacio Rodríguez Larreta.
El mismo clientelismo para ricos se puso en práctica en Santa Cruz. Allí el Presidente benefició con una zona franca a Eduardo Taratuty, de London Supply. Este empresario intentó varias veces durante el gobierno de Macri obtener lo que, ante la urgencia del proselitismo, le arrebató a Fernández: un duty free en pleno Río Gallegos, que amenazará a todo el comercio de la zona. London Supply se hizo famosa por una transferencia de $1.800.000, del año 2010, en beneficio de Alejandro Vandenbroele, el organizador de la captura de Ciccone para Amado Boudou.
En Chubut el aventajado por las angustias de campaña fue Javier Madanes Quintanilla: al día siguiente de almorzar con la plana mayor oficialista, en una reunión organizada por Francisco De Narváez, recibió un subsidio energético para su empresa, Aluar. Carpe diem.
Estas amigables prerrogativas, que aproximan al Gobierno con algunos empresarios mientras lo alejan del mercado, contrastan con el garrote que empuña Roberto Feletti para bajar los precios. A Feletti le encargaron una tarea descomunal: frenar en tres semanas una inercia que ya llevó la canasta de alimentos y bebidas a un aumento mensual superior al 5%. Con su cerebro mágico, Feletti fijó el valor de 1432 productos. Sofía Diamante describió en LA NACION los principales disparates del experimento. Por ejemplo, artículos que cuestan el doble apenas se cruza la General Paz. O alimentos que se consiguen mucho más baratos que lo que determinó Feletti con su ábaco. La tarea del secretario de Comercio es más teatral que administrativa: debe convencer al público de que los culpables de la inflación son los empresarios, encarnados en Daniel Funes de Rioja, el presidente de la Copal. Hace casi 30 años, Feletti, con una melena heavy metal, alborotaba como sindicalista al Banco Central. Lo llevaron a juicio. El abogado que defendía al Central era Funes de Rioja.
El primitivismo de Feletti puede servir como coartada para que Manzur y Guzmán justifiquen el fracaso de su viaje a Estados Unidos. Cuando el viernes se encontraron con una veintena de ejecutivos de bancos y fondos de inversión, entre los que había “extras” como Emanuel Álvarez Agis, Kristalina Georgieva ya había dictaminado que lo que impide un acuerdo con la Argentina no es la sobretasa sobre los créditos, ni el plazo para devolver los fondos. La dificultad es, dijo ella, que Guzmán no presenta un programa creíble.
Guzmán intentó convencer a los inversores de que el inconveniente era otro. Arguyó que el Fondo es muy burocrático y está cruzado por tensiones geopolíticas. También ofreció explicaciones académicas. Por ejemplo, que la Argentina exporta poco porque tiene que corregir su matriz de producción, con apoyo del Estado. O que el país nunca salió de una crisis ajustando al fisco. Cuando alguien le preguntó si alguna vez salió de una crisis fiscal gastando y emitiendo más, Guzmán dibujó su sonrisa zen y respondió: “Ahora”.
Manzur se mostró más pragmático y, en un confuso gesto cómplice, se presentó como empresario. Admitió que, en esa condición, él sabe que los impuestos son asfixiantes. Después fue a lo que le interesaba comunicar: “Les vengo a transmitir que la Argentina va a hacer un acuerdo con el Fondo”. Alguien le preguntó si Cristina Kirchner estaba de acuerdo. Él respondió: “La Argentina es muy federal. Los gobernadores tienen un rol muy importante, y ellos adhieren a un acuerdo con el Fondo”.
El resultado del encuentro quedó reflejado en el índice de riesgo país, que consigna la cotización de los bonos que operan los interlocutores de Manzur y Guzmán: subió de 1629 a 1644 puntos básicos. Más allá de ese infortunio, el jefe de Gabinete explicitó esa tarde una novedad. Para él la señora de Kirchner deberá resignarse a ser una más en una mesa oficialista que, con la derrota, se extendió.
Las palabras de Manzur remiten a un episodio que, en la convulsión poselectoral, pasó casi inadvertido. Fue la reunión que él y Alberto Fernández mantuvieron con 13 gobernadores oficialistas, el 18 de septiembre, en La Rioja. En ese encuentro, al que Sergio Massa y Eduardo “Wado” de Pedro no consiguieron entrar, se escucharon críticas despiadadas al Presidente. El puntano Alberto Rodríguez Saá le dijo que el poder no se comparte y que debía aceptar las renuncias que le habían presentado. Sergio Uñac, de San Juan, se mostró alarmado por la caída electoral del PJ en su provincia, que todavía no revirtió. El santiagueño Gerardo Zamora pidió un cambio de rumbo. Prudencia fiscal y “terminar con la lógica del conurbano, que se basa en el reparto de planes”. Cuando lo invitaron a hablar, Gildo Insfrán, de Formosa, guardó silencio.
Manzur se convirtió en Nueva York en el vocero de esas posiciones. Conviene recordar: es el mismo Manzur cuya designación se atribuyó la señora de Kirchner en su última epístola. El federal no es el único frente abierto. Los movimientos sociales están en pie de guerra por varias iniciativas para restarles protagonismo en la intermediación entre los pobres y el Estado. Son intentos de reabsorción en la formalidad que imitan el Componente de Reinserción Laboral de Graciela Camaño, durante el duhaldismo, o el Plan Empalme de Jorge Triaca, bajo Mauricio Macri. Entre esos movimientos crece el descontento. No debería sorprender algún gesto disidente de los cabecillas del “Evita”, con el cínico pretexto de contener a los rebeldes.
La dispersión oficialista se hace más evidente en la política exterior. Manzur, Guzmán y Gustavo Beliz intentan agradar en Washington, adonde tucumano se sirve de los contactos de un “empresario”, como él: Gustavo Cinosi, mano derecha de Luis Almagro en la OEA. Pero el antecesor de Manzur, el canciller Cafiero, ordena la abstención, en la misma OEA, en una votación por la liberación de presos políticos en Nicaragua. La viene pidiendo, desde la ONU, Michelle Bachelet, con quien decía guiarse el inestable Alberto Fernández. Son posiciones políticas. En el plano material se registra la misma duplicidad: Manzur, Beliz y Guzmán deberán explicar a sus amigos norteamericanos por qué el Gobierno se dispone a comprar aviones de guerra rusos. Postales de un oficialismo invertebrado, que confía en la incoherencia como bandera de campaña (diario La Nación).