El actual escenario político de Argentina es el de la nada misma. Tan bajo ha caído el país que sus fuerzas naturales son insuficientes para ponerlo de pie. En ese enredo del cual no emergen ideas, acciones positivas, planteos esperanzadores, ni siquiera una tibia línea en el horizonte de la cual aferrarse para justificar la existencia de los argentinos, ya no como país sino como personas, recaen las responsabilidades en la extensa clase política nacional carente de proyectos, liderazgos serios y creíbles, y hasta de pudor como pátina para esconder sus miserabilidades.
Sin restricciones, todos, absolutamente todos los políticos están siendo arrastrados al abismo como si una pandemia superior a la del Covid 19 se los estuviera tragando uno a uno, a cada paso, devorándose a varias generaciones incapaces de dar respuestas al cúmulo de incertidumbres que agobia al pueblo argentino. Hartos de estar hartos, los connacionales resignan sus reclamos y asisten azorados a espectáculos públicos donde la sinceridad se confunde con el sincericidio, las preocupaciones personales se anteponen sin vergüenza a los intereses colectivos, las sospechas de unos sobre otros se dispersan como mariposas negras en un oscuro tormento cotidiano.
Se ha dicho desde esta columna en otras ocasiones que faltan estadistas y liderazgos renovados con capacidad para ejemplificar nuevas formas de construcción política. La ausencia de una proa es evidente en el oficialismo, donde se ha llegado hasta a configurar un autogolpe contra un presidente marmotizado para salvar las papas de un gobierno desgobernado. Tan abrumadores resultan los movimientos desesperados del Frente de Todos que al apresuramiento en los cambios se les ven las costuras de las intrigas y las hilachas de la inhabilidad.
Ya no se trata de “funcionarios que no funcionan”. Lisa y llanamente quedó al descubierto que en realidad se trataba de un gobierno en el que nadie trabajaba, empezando por el presidente intervenido cuyas laxas jornadas laborales y las escasas firmas sobre expedientes oficiales revelaron una peligrosa inacción. No solo no usaba la lapicera, tampoco tomaba decisiones, ni presidía reuniones. No trabajaba. Desde la jefatura de Gabinete hasta los ministerios la inactividad se hizo evidente. Nada se sabe, no se vieron medidas que causaran alguna impresión sobre la realización efectiva de “actos de estado”. Brillan por su ausencia aquellas decisiones imprescindibles para frenar, por ejemplo, el desastre que está causando el narcotráfico en Rosario, la inseguridad galopante en el conurbano bonaerense y el descarado avance pseudo mapuche en el sur, solo por nombrar tres problemas acuciantes.
Aparentemente, el Frente de Todos no tendría problemas de caudillismo porque esa figura la encarna Cristina Fernández de Kirchner, pero Sergio Massa sí busca ocupar el espacio con su propia impronta. Dentro de La Cámpora ninguno cumple con los requisitos de líder pues los embarga el sometimiento a CFK, y el hijo de ésta mide más que ella en materia de rechazo de la sociedad, de modo que no estaría en condiciones de aspirar al reemplazo de su madre aun presidiendo el Partido Justicialista bonaerense.
El país vive en estado de inercia, simplemente va, como “la nave va”, sin derrotero, ni intenciones buenas o malas. Nada, la nave va y, contra lo dicho hasta el cansancio emulando el hundimiento de un transatlántico, no se avizora siquiera un iceberg que la detenga, sino un océano inmenso que la mece y donde todo puede naufragar. CFK ya dio instrucciones a Massa para que este viaje incierto llegue a puerto el 10 de diciembre de 2023, a como dé lugar.
En la orilla opositora, donde se supone que deberían estar brotando las plantitas de la esperanza para 2023, el proscenio exhibe escenas incomprensibles, pujas internas renovadas por un simple afán: disputar el liderazgo extraordinario del que todos sus integrantes carecen.
La bravuconada de la fundadora de la Coalición Cívica, y mentora de Cambiemos, pero también de otras experiencias de las que ella no quiere acordarse, tiene sentido si se pone el ojo en la definición acerca de quienes son los “únicos” líderes de lo que hoy se llama Juntos por el Cambio. La doctora Elisa Carrió puso el énfasis en esa cuestión, incluyéndose junto con Mauricio Macri y Gerardo Morales. Ese era el meollo del mensaje. Los demás son de palo.
Dio vueltas con la provocación y habló de decencia, deslizando presuntos negociados de algunos integrantes de JXC con el actual ministro de Economía Sergio Massa. Todo en beneficio de “la unidad”, según Carrió. Massa “salvó a JXC”, agregó en forma inexplicable. Extraña forma de salvación.
Queda a la vista que su intervención pública fue pactada de antemano. Pero ¿con qué propósito?: ¿desbandar a la tropa? ¿poner “en caja” a quienes asoman la cabeza para postularse como candidatos presidenciales? ¿realinear? La vieja usanza del verticalismo.
Carrió dijo lo que Macri no se anima a decir. Ella no quiere competir porque se considera fuera del juego sucio, Macri no puede presentarse porque no mide, Morales tampoco, aunque este último se deslindó de la arremetida. Como lo ha hecho otras veces, Lilita se subió al púlpito para predicar desde las alturas y hacer sentir las culpas a los eventuales pecadores. Produjo en ese acto un revuelo que no conduce a nada. Fue gratuito, y ella ardió en el fuego sagrado que personalmente eligió.
JXC, es verdad, no se separará aun cuando aparezcan otras sorpresas inoportunas. Pero las acciones siempre tienen consecuencias, y Carrió lo sabe. Movió el avispero y esta vez las abejas salieron en bandada a defenderse. ¿Quién gana con esta movida?
Es evidente que la decadencia está instalada en todos los estamentos de la sociedad argentina, donde no hay enteramente sucios y repugnantes políticos, ni puros y bendecidos dirigentes. Perón solía decir que la política se cocinaba con lo que había, y en general eso era barro y bosta. Una mezcla de ambos. No es una justificación, pero se ha dicho demasiadas veces que la política corrompe. Quienes no se dejan corromper por convicciones, son una minoría. Y está bien que Carrió pida decencia a su propio espacio. Lo que está mal es exponer públicamente a figuras de la alianza con presunciones, en vez de lavar los trapos dentro de la casa.
Como corolario, el conflicto de la ausencia de un liderazgo fuerte seguirá presente. No aparecerá fácilmente quien venga ungido por el óleo sagrado de Samuel; tampoco se espera que un Churchill, un De Gaulle, un Ghandi, resucite para levantar a la Argentina de las cenizas. Ya no se pretende un líder carismático que levante a las masas.
Simplemente, la argentinidad estaría contenta con encontrar a alguien que exhiba solo el 10 por ciento de su egocentrismo, que se haga cargo de resolver los serios problemas que arrastra el país, aplique un poco de sentido común, se dedique a administrar como corresponde las magras arcas de la nación, haga funcionar en un cien por ciento a la actividad productiva, genere trabajo por doquier, revalorice la moneda nacional, garantice la educación, la salud y la seguridad de los ciudadanos. Y no robe durante su mandato.