Desde la segunda mitad del siglo XX y hasta lo que va del 21, los argentinos nunca vieron un escenario político como el actual, en el que se conjugan factores de desestabilización provocados por los mismos mandantes del gobierno sin que se les mueva un pelo, frente a un pueblo atónito por los sucesivos delirios que le presentan acontecimientos de los cuales no sabe a ciencia cierta si son provocados ex profeso o son el resultado de una imbecilidad galopante.
Un presidente que no supera el status de empleado público, cuyo fracaso como titular del Ejecutivo ya es flagrante, en el sentido de arder; una vicepresidenta que ansía estar en su lugar pero sabe que no le conviene caminar sobre esas brasas; un poder verdadero que se oculta en las sombras pero daña detrás de las cortinas; un partido gobernante incapaz de sostener a su propio gobierno por lidiar con sus internas; un horizonte sobre el que nadie dibuja una mísera imagen de credibilidad y confianza; y un túnel por el que transita un pueblo doblegado, soportando el escarnio en forma permanente, constituyen la trama de una película de terror donde ya no entra ni siquiera el típico humor argentino.
Jamás, en todo el lapso señalado al iniciar estas líneas, se ha visto tamaña confusión ni peor desencanto, tanto que las ridículas idas y vueltas de quienes gobiernan solo provocan unas débiles muecas que no alcanzan a ser siquiera medias sonrisas. El pueblo argentino está solo y espera, espera desesperado a que alguien acierte con una medida que lo salve de la decrepitud en que fue sumido. El agotamiento físico y mental está haciendo estragos en las personas, las estructuras institucionales se deterioran por la inactividad de sus habitantes, el futuro no existe porque no existe el mañana, ni el día después.
La población argentina siente que ha empobrecido en un porcentaje demasiado alto, cada día la franja de la pobreza se traga familias enteras, los salarios se han vuelto una miseria, nadie sabe cuánto costarán los alimentos al día siguiente, el mes se ha quedado en el día quince y el resto es solo para mendigar, pedir fiado, prestado, o lisa y llanamente no comer. Los planes sociales ya no rinden como antes, buscar trabajo es una entelequia, encontrarlo es refugiarse en un “hacer como que se trabaja” porque ningún puesto cubre los verdaderos sueños de los laburantes. Ya no es cuestión de esforzarse y trabajar para distinguirse de otros, todos están en la misma condición. La clase media flota con dificultad y ha visto cómo se perdió un porcentual enorme de sus componentes.
El aparato productivo está en vilo, a la espera de medidas que no los ayudarán; el campo, sobre atacado, no se resigna y patalea; los servicios ya dan muestras de falta de inversiones; las industrias, en sus diversas versiones, manifiestan todo el tiempo que la única salida es “generar empleo” y nadie las escucha.
No hay precios, el abastecimiento tambalea, la inflación va en una carrera desenfrenada hacia la hiperinflación, el peso no vale nada, las reservas nacionales no existen, los alquileres son impagables, hay carencia de combustibles, las góndolas tienden a vaciarse, la violencia está llegando a niveles insostenibles, el narcotráfico avanza a sus anchas, la delincuencia juvenil crece, los femicidios llegan a números incontables, los asesinatos callejeros son más que frecuentes, la falta de seguridad encierra a las personas a las seis de la tarde, los robos a comerciantes son cosa diaria y reiterada. La sociedad argentina está sumida en un estado de anomia feroz.
¿Cuál era el objetivo de este plan siniestro? Someter a una sociedad. Igualar para abajo. Lo están logrando. Ya va quedando un sedimento de voluntades contrariadas y desalentadas, con los brazos caídos y sin una soga de la cual aferrarse, mirando con estupor cómo alguien pretende convencerlo de que “estamos creciendo”, de que la Argentina sufre una “crisis de crecimiento”. En el fondo los argentinos saben que el país se está hundiendo, como nunca antes. Se dan cuenta quienes verifican a diario la intención oficial de derrumbar la educación para que, junto con la pobreza galopante, y la falta de trabajo, se complete el triángulo necesario para ejercer la mayor dominación de todas, esa que suele usar el populismo berreta al que el pueblo no le importa nada. Porque el populismo zurdo los quiere así: analfabetos, brutos, pobres y desgraciados. Es su caldo de cultivo favorito donde todos flotan sacando apenas la cabeza para respirar.
¿Adónde va la Argentina? ¿Quién lo sabe? Falta un año para que se realicen las PASO. ¿Alguien sabe qué ocurrirá en ese lapso con las cosas como están? No se oyen voces disonantes, y las que aparecen son más delirantes todavía. Hay murmullos de una oposición que no quiere torcer la Constitución Nacional. “Alberto tiene que terminar el mandato, como corresponde”. Okey. Mientras tanto, ¿a qué habrá que aferrarse? Tal vez a la fe, pero está tan gastada que ya nadie cree en nada. Salvo en sí mismo.
¿Es esta una cuestión de ideologías? ¿O es solo la intención de permanecer en el poder por el poder mismo? ¿Es la política o la antipolítica? Hanna Arendt solía advertir acerca del terrible camino de la antipolítica porque -decía- erosiona la identidad humana y conduce al totalitarismo.
Argentina ni siquiera está en la etapa en la que ella, en “La Condición Humana”, explicaba cómo la sociedad de masas, sustentada en la obsesión moderna con la producción y el crecimiento, reduce al hombre a un mero animal de trabajo y consumo, y destruye no solo lo público sino también lo privado, elimina su hogar y su lugar en el mundo para actuar y expresarse. La producción y el crecimiento son rasgos comunes del capitalismo y del socialismo, salvo que este último concentra todo en el Estado.
El país está en el terrible camino de la antipolítica, que está llegando al límite de eliminar el hogar y el lugar de hombres y mujeres en el mundo para actuar y expresarse. El diagnóstico es grave y lacerante, requiere de acciones urgentes y abarcativas, de talento para la gestión y la política. Las maniobras autodestructivas del partido de gobierno ponen de manifiesto la incapacidad de salir de su metro cuadrado para pensar en los demás. El resto de la clase política tiene la obligación de abandonar la tendencia al “laissez faire, laissez passer”, y evitar la catástrofe final.