La fuente del progreso es el trabajo. A través del trabajo las personas se desarrollan humana y profesionalmente, haciéndose artífices de su propio progreso. Las familias donde los adultos que la conforman tienen empleos de calidad generalmente son hogares de clase media. Con la multiplicación de hogares de clase media la comunidad prospera armónicamente, con menos tensiones sociales y mejor funcionamiento del sistema democrático. Por eso, es central el rol de las empresas privadas dando empleos que cumplan con las normas laborales y de la seguridad social.
Entre los años 2012 y 2022 los trabajadores privados registrados pasaron de 6 millones a 6,1 millones. Esta casi nula generación de empleo de calidad implica no darle oportunidades de progreso a una gran parte de la población. Sin creación de buenos empleos, hay decadencia social y se masifican las frustraciones personales. En el extremo, muchas familias se ven obligadas a someterse a los designios de dirigentes inescrupulosos para conseguir un plan asistencial.
¿En dónde se empleó la gente en la última década? Según un informe del Instituto de Desarrollo Social Argentino (IDESA) elaborado sobre la base de información publicada por Ministerio de Trabajo y el INDEC se observa que entre los años 2012 y 2022:
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El empleo público aumentó en 740 mil personas.
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El empleo asalariado no registrado (“en negro”) creció en 700 mil personas.
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El empleo por cuenta propia creció en 1,3 millones de personas.
Estos datos muestran que los únicos empleos que se crean son de baja calidad. Aproximadamente un cuarto del crecimiento de las ocupaciones es empleo público –mucho del cual es espurio–, otro cuarto es empleo asalariado “en negro” y la mitad restante es como cuenta propia. Dentro del cuentapropismo, solo el 65% está registrado en el Monotributo. Dentro del Monotributo, apenas el 20% está en la categoría D o superior lo que significa que obtienen una remuneración promedio mensual de $200 mil o más. Estos serían cuentapropistas con un nivel de ingreso que les permite no caer en la pobreza, en muchos casos trabajando para el Estado o para empresas eludiendo la normativa laboral.
Un factor que desalienta la contratación “en blanco” son los muy elevados costos laborales no salariales. Sumando aportes y contribuciones a la seguridad social se llega a una carga equivalente al 44% del salario bruto. A esto se le agrega, como media, otro 5% fijado compulsivamente en los convenios colectivos para el sindicato de la actividad. Otro factor son las escalas salariales y demás condiciones de trabajo que imponen los convenios colectivos sectoriales a un universo masivo y heterogéneo de empresas. El resultado es que remuneraciones negociadas para aplicarse en grandes empresas de la región metropolitana no se pueden aplicar en pymes del interior del país. El tercer factor es la indemnización por despido acrecentada por una serie de multas que en lugar de ser destinadas al Estado se desvían al trabajador y a los honorarios de su abogado. Esto hace que el costo de finalizar una relación laboral sea incierto y desproporcionado.
Estos obstáculos son el resultado de vetustas leyes laborales y convenios colectivos de trabajo que datan de la década de los ’70 y ’80 y nunca, salvo las escalas salariales, fueron actualizados. La “protección al trabajador” quedó, como lo muestran las evidencias, en una mera declamación, ya que la obsolescencia de las regulaciones laborales condena a cada vez más gente a empleos por fuera de las normas laborales.
La modernización de las instituciones laborales implica una agenda frondosa. Los puntos centrales pasan por fijar, para las pymes, un mínimo no imponible en la determinación de la masa salarial sujeta a cargas sociales; permitir a las pymes negociar con sus trabajadores un acuerdo propio por fuera del convenio colectivo sectorial a los fines de adaptar las remuneraciones y demás condiciones de trabajo a su realidad; y volver a una indemnización por despido tarifada, sin recargo de multas y con un seguro para moderar sus impactos.