Ayer nomás comentábamos aquí mismo esta idea del país bi-ideológico, con un enfrentamiento irresuelto entre dos concepciones sobre la vida y el mundo que vienen empatando sus disputas casi desde que el país nació y con una incompatibilidad tal entre ellas que se hace imposible encontrar una diagonal conciliadora.
También hacíamos referencias a dos momentos históricos en donde ese enfrentamiento alcanzó los ribetes de una verdadera guerra civil, una en el siglo XIX decidida en Caseros, y otra en el siglo XX, sin una batalla final al estilo clásico de los enfrentamientos militares porque ese tampoco fue un enfrentamiento clásico a cara descubierta sino uno mucho más macabro en donde uno de los contendientes aparecía muchas veces infiltrado en el otro y soterrado en la mismísima vida cotidiana de una sociedad secuestrada por la violencia.
Lo cierto es que, repetimos, el nivel de incompatibilidad entre una y otra visión de la vida es de tal magnitud que a ambos lados de la “grieta” se sabe que no hay conciliación posible y que la posibilidad de un enfrentamiento por la fuerza está latente.
En este punto me quiero detener hoy porque estamos en un momento pre-eleccionario en donde hay mucha palabra suelta que pasa de largo sin que a lo mejor se le preste la atención debida, incluso en los spots públicos de campaña.
En estos anuncios llama la atención la llamativa recurrencia que hay (en los mensajes de referentes que representan las dos concepciones) en el uso de la palabra “fuerza”.
Patricia Bullrich, por ejemplo, directamente denomina a su subespacio dentro de JxC “La Fuerza del Cambio”. Muchos podrían decirme que ese es un eslogan de campaña que solo tiene la intención de transmitir la idea de una vocación convencida para cambiar las cosas.
Puede ser. No lo niego. Es más, creo que, efectivamente, el mensaje incluye esa idea. Pero detrás de él hay algo más. Algo que quizás por primera vez en los tiempos modernos una figura de la dimensión de Bullrich se atrevió a decir públicamente: en su primer spot Patricia habla de que se necesitará “mucha fuerza para sostener los cambios” y de que ellos “deberán ser defendidos en la calle” contra “las piedras, los paros y los morteros”.
Se trata de una descripción descarnada de lo que la propia candidata a presidente espera para el futuro: un enfrentamiento violento para el cual pide estar preparados.
Del otro lado parecen darle la razón. Una decena de avisos básicamente de grupos de izquierda (que son electoralmente inocuos pero culturalmente influyentes) piden “fuerza” para enfrentar las “reformas laboral, impositiva y previsional”. Como se ve, estos grupos tienen muy claro lo que hay que cambiar y, justamente, harán lo que sea para que no cambie. O sea, no estamos aquí frente a gente que no entiende lo que está mal: aquí estamos frente a gente que sostiene que lo que está mal debe, no solo mantenerse, sino profundizarse. Esta es la dimensión de la brecha que separa a los argentinos.
El oficialismo peronista que, como toda su vida, es una especie de ameba, zorra y ladina, siempre a la espera de los avisos del viento, fabricó una serie de mensajes que, si bien tienen mucho más que ver con los que dicen los grupos de izquierda (porque están inspirados, justamente, por el ala cristino-castrochavista-camporista de ese movimiento) dejan una burbuja de indefinición, cuya máxima expresión está encarnada en su propio candidato, un camaleón que puede decir hoy que el aire es indispensable para respirar y mañana negarlo rotundamente.
El peronismo tiene, dentro de la sorda violencia argentina, su propia violencia interna. Allí conviven gurkas -que solo se aprovechan del sello peronista porque si fueran a cara descubierta con sus ideas marxistas sacarían 4% de los votos- con viejos carcamanes del poder a los que solo les interesa mantener la impunidad y la riqueza. En ese sentido, Kirchner es una especie de simbiosis de los dos elementos o una increíble actriz que sobreactúa su izquierdismo solo por odio y resentimiento pero a la que solo le importa su libertad y su fortuna robada.
Por lo demás, el peronismo no necesita poner en palabras que aparezcan en un spot publicitario su vocación violenta porque la ha demostrado en los hechos, cobijando decenas de fuerzas de choque capaces de saquear, destruir, robar o, incluso, organizarse en facciones clandestinas para secuestrar, poner bombas y asesinar a sangre fría.
Por eso hay que estar atentos. El hecho de que los que siempre priorizaron la civilización y la tolerancia hayan percibido que esas pueden resultar armas muy naive para enfrentar a la nomenklatura (que combina elementos de convicción y de conveniencia suficientemente fuertes como para no resignarse a perder sus lugares) es el elemento diferente en esta ocasión.
Es como si los “racionales” hubieran descubierto que con la “conversación alrededor de una mesa” (una de las metáforas más usadas y a la vez más inútiles de la última parte de la historia argentina) no alcanza y que, con los “nenes” que hay del otro lado, no se puede hablar sino que hay que actuar.
Esta postura valiente y brava es obviamente muy plausible en la teoría. Pero terminada la contienda electoral y elegido el nuevo gobierno habrá que transformar las palabras en hechos.
¿Y cómo estamos ahí? ¿Está el argentino medio decidido “a defender el cambio en la calle”? Los partidarios del no-cambio ya sabemos que lo están. Además, irla de malos ha sido parte de su estrategia de poder toda la vida. De modo que para ellos no habría nada nuevo.
El tema son los “racionales”. ¿Han llegado a un punto de hartazgo tal, con décadas y décadas de decadencia, de miseria y de caída por una pendiente interminable, que alcanzaron el convencimiento de defender “el cambio en la calle”?
El tema no es menor, no solo por el escenario de violencia que puede abrirse, sino porque es cierto que sin esa defensa los cambios no solo no durarán sino que hasta será difícil que empiecen.
Solo un párrafo para la tercera alternativa: la visión Larreta de la vida. Si no entiendo mal, el jefe de gobierno (quizás con la mejor intención de no producir hechos de los que luego muchos se lamentarían) quiere encontrar la famosa diagonal de conciliación. Como si fuera un Adelantado español en la búsqueda de la conexión fluvial entre Buenos Aires y Lima (que nunca fue encontrada porque no existe) sabe que el único idioma que podrían llegar a entender los que resisten el cambio es el idioma del dinero, es decir, un esquema en donde éstos admitieran los cambios (quizás, de todas formas, no un cambio muy profundo) a cambio de cotos de caza o contraprestaciones pecuniarias. Sería una “Pax Metallicum” o una “Pax Pecuniaria”. Nada demasiado edificante pero, quizás sí, muy argento.
En fin, será cuestión de esperar. Pero dada la sugestiva recurrencia que ambos lados de la “grieta” han mostrado en el uso de la palabra “fuerza”, tan abierta y desembozadamente, no podía dejar de compartir mis pensamientos con ustedes.