El sábado pasado participé de manera virtual en la Segunda Feria del Libro Liberal en la Argentina a la que me invitaron a opinar sobre dos cuestiones diferentes: la dolarización y la comunicación (o los medios de comunicación) en una sociedad libre.
La dolarización, sin embargo, no es el tema al que me gustaría referirme aquí. Más bien me surgió el interés de pensar un poquito más el segundo tema, esto es, la comunicación en una sociedad libre.
Como decía el sábado en esta reunión -que fue muy exitosa y concurrida, según me contaron sus anfitriones- me gustaría empezar tratando de definir qué entendemos por una “sociedad libre”.
En mi criterio una sociedad es libre cuando le garantiza a sus ciudadanos el mayor radio de soberanía individual compatible con el mismo derecho del que goza el prójimo, esto es, una sociedad es libre cuando el grado de soberanía individual absoluta solo encuentra un límite cuando el mismo derecho es ejercido por otro ciudadano.
En ese esquema la existencia del Estado solo se justifica para dos cosas. Por un lado, para asegurar el efectivo goce de la soberanía individual mediante la protección a los derechos naturales inalienables a la vida, a la libertad y a la propiedad, y, por el otro para se puedan establecer mediante leyes (votadas por los representantes de los mismos ciudadanos) aquellos límites que aseguren al mismo tiempo el goce de la soberanía individual y la convivencia pacífica.
Una sociedad es también libre cuando, en caso de disputa por la infracción a alguno de esos límites, es un cuerpo independiente del gobierno el que resolverá el conflicto.
¿Por qué es importante que ese cuerpo sea independiente del gobierno para que la sociedad sea libre? Pues porque la experiencia empírica demuestra que el primer violador de los límites es el gobierno, cuando actúa en su carácter de persona jurídica autónoma y en ese rol pretende interactuar con los ciudadanos utilizando, de paso, las herramientas de desequilibrio de fuerzas que lo favorecen. Si el cuerpo encargado de resolver esas disyuntivas fuera dependiente del gobierno, la soberanía individual moriría definitivamente y, con ella (de acuerdo a nuestra definición) también lo haría la sociedad libre.
¿Qué conexión tiene este prólogo con el tema de la comunicación en una sociedad libre? En mi criterio este es uno de los temas más espinosos que enfrentó y aún enfrenta Occidente.
El planteo del tema podría resumirse en una pregunta: ¿Debe una sociedad libre permitir la difusión de ideas cuyo objetivo último sea la destrucción de la sociedad libre?
La disyuntiva es profunda porque si respondemos que sí, es obvio que la sociedad libre está en peligro. Pero si respondemos que no, nos enfrentaremos a una contradicción en la medida en que estaríamos atentando contra el principio amplio de la soberanía individual, que los propios partidarios de la sociedad libre defienden.
La cuestión consiste en saber si existe una diagonal que al mismo tiempo que resguarde la salud de la sociedad libre, permita cumplir con el principio del respeto casi irrestricto a la soberanía individual ajena.
Entonces, ¿qué formato debe tener la comunicación en una sociedad libre para que, al mismo tiempo conforme el principio de la soberanía individual y deje a salvo la salud de la sociedad libre?
Creo que la solución se encuentra en la propia definición que dimos sobre qué entendemos por una sociedad libre. Recordemos, la sociedad libre es aquella que asegura a sus ciudadanos el mayor radio posible de soberanía individual compatible con el mismo derecho del que goza el prójimo. A su vez dijimos que leyes votadas por los representantes de los mismos ciudadanos son las que establecen esos límites y que un cuerpo independiente del gobierno es el que resuelve las disputas cuando se discute si los límites fueron o no violados.
Muy bien, según este mismo esquema sería, en principio, perfectamente posible que un conjunto de individuos eligiera una suficiente cantidad de representantes que lograran aprobar una ley que dijera que ciertas ideas constituyen un límite cuya violación pone en peligro el ejercicio de la soberanía individual de los demás, que es, a su vez, el centro de la definición para saber si una sociedad es libre o no.
Así, por ejemplo, sería perfectamente compatible con la idea de una sociedad libre el hecho de que existiera una prohibición legal para que funcionen fuerzas políticas o partidos que, de imponerse en unas elecciones, tuvieran por objetivo la destrucción de los principios de la sociedad libre (entre ellos obviamente la celebración de elecciones libres entre ideas competitivas que, sin embargo, se caractericen -todas ellas- por su compromiso con la definición general de “sociedad libre”).
Esa prohibición debería enmarcarse dentro de la idea de que el ejercicio de la soberanía individual amplia solo puede garantizarse cuando haya límites claros que indiquen cuándo el ejercicio de la soberanía individual de una persona pone en peligro el ejercicio de la soberanía individual de otra.
Si consideramos que el hecho de que una persona o grupo de personas “se dé el gusto” de ejercer su soberanía individual divulgando o persiguiendo el objetivo de destruir la sociedad libre es violatorio del límite que establece la ley para que otra persona ejerza el mismo derecho pero en sentido opuesto (es decir, en este caso, acciones que tiendan a asegurar la perdurabilidad de la sociedad libre), entonces las acciones de los primeros serían ilegales y por los tanto el cuerpo independiente encargado de resolver la disputa debería prohibirlas.
En este marco, los órganos legislativos de las sociedades libres podrían, tranquilamente (y sin temor a violar los principios de la sociedad libre) prohibir tanto la difusión de ideas comunistas, socialistas (o cualquier variación autóctona cuyo objetivo también fuera terminar con el principio de la soberanía individual amplia) como así también la existencia de partidos o agrupaciones que busquen esos mismos fines.
Entiendo, claramente, que si hay una posición políticamente incorrecta en el mundo de hoy es esta. No tengo ninguna duda al respecto. Mi intención aquí fue plantear una duda y simplemente decir que, en mi criterio, la prohibición de ideas y partidos cuya finalidad última sea terminar con la sociedad libre (y con la idea de la soberanía individual amplia) es perfectamente compatible con los principios de la sociedad libre.
Mi única duda es que lo prohibido tienta y que, por eso mismo, al prohibir por una ley democráticamente votada esas ideas y esos partidos, estos se victimicen y, paradójicamente, cobren un apelativo que no tendrían si actuaran libremente.
Entre nosotros se le adjudica a Sarmiento haber esculpido en los Andes sanjuaninos la frase en francés “On ne tue point les idees” que la historia ha traducido como “las ideas no se matan”. Pero, ¿qué debería ocurrir con las ideas que buscan matar otras ideas? ¿Qué ocurriría si el triunfo final de unas “ideas” significaran la muerte de todas las demás por la sencilla razón de que ellas sí prohibirían sin tapujo y sin vergüenza alguna todo aquello que pusiera en peligro no solo las “ideas” sino fundamentalmente las mordazas que les permitirían a algunos dominar a discreción a los demás? ¿Y si esas “ideas” no fueran, en realidad, otra cosa más que la intelectualización de delitos y una pantalla para encubrir delincuentes?
En el orden federal, EEUU nunca prohibió oficialmente, por ejemplo, al comunismo (incluso el Partido Comunista existe allí), si bien tiene cientos de formas indirectas de perseguirlo, desde la negación discrecional de visas a agentes declaradamente comunistas, hasta la admisión judicial de que el comunismo es, efectivamente, un peligro para la sociedad libre.
De nuevo, mi intención aquí fue solo abrir el debate (o continuarlo en realidad, porque, en sí, la discusión es muy vieja aunque no se haya resuelto) y dejar asentado que, en mi humilde opinión, es perfectamente posible conciliar los principios de la sociedad libre con la existencia de límites a la difusión de ideas comunistas, socialistas, nazis, fascistas (estas últimas, variantes de lo que no fueron otra cosa -dicho por ellos mismos- que “socialismos nacionales”) y de variaciones “autóctonas” de esas pestes, o a la existencia de partidos que busquen ponerlas en práctica.