Alrededor del Presidente empieza a tejerse una disyuntiva. No quiero decir que él esté pensando esas opciones (aunque para mí debería planteárselo) sino que el mundillo del análisis empieza a preguntarse qué es lo que le convendría más desde el punto de vista comunicacional: la exposición habitual (aunque no sea constante ni mucho menos cotidiana) o un repliegue táctico que lo preserve del desgaste.
Algunos consideran que esto último fue precisamente lo que Milei hizo en su exitosa campaña, en la que llegaba a un lugar, tenía una aparición fulgurante entre la gente y, terminado ese acto, se guardaba en su hotel o directamente regresaba a Buenos Aires sin repetir el contacto con los demás, ni en privado ni en público.
El analista Carlos Fara lo ponía en estos términos en una columna del diario Perfil: “La estrategia es no desgastarse en la cotidiana: 1) la sobreexposición de la política contemporánea hace que el público se canse rápido y el personaje central pierda novedad; y 2) la vorágine del corto plazo más las noticias antipáticas contaminarían la imagen positiva con la cual llega al poder. Si sale a la palestra, es porque hay algo muy importante para decir. Si no, el león se mantendrá en su cueva”.
Otros -entre los que me encuentro, no sólo clara, sino fervientemente- creen que la desaparición del presidente sería severamente perjudicial.
Quizás no para él (en el inmediato análisis egoísta, chiquito y sin grandeza) sino para el país en primer término y para el propio Presidente luego, si es que hacemos un análisis más amplio que la mera berretada de hacerlo pensando solamente en un determinado beneficio político.
No hay que decir mucho para explicar que el país le fue entregado al nuevo gobierno en una situación absolutamente terminal. Tampoco para describir una situación en donde los meses por venir tendrán una inusitada crudeza.
La sociedad -y más una sociedad como la argentina, acostumbrada a dar por descontada la presencia de un “papa” que la cuida- espera que su presidente, el mismo que convoca a un sacrificio oceánico con la promesa de que eso sirva para volver al camino de la prosperidad y la abundancia, esté a su lado.
No importa si los estrechos análisis de algunos especialistas (aclaro, por la cita, que no me refiero a Fara, que en su artículo se limitaba a repasar las alternativas de comunicación que se estarían pensando lado del Presidente) aconsejan que preserve su figura para que los coletazos de la malaria lo dañen lo menos posible.
La adversidad necesita de una épica. El eventual daño que pueda sufrir el Presidente será, en todo caso, la cuota parte que el propio Javier Milei deberá aportar para que todos acerquemos algo de “costo personal” a la empresa de “salvar a la Argentina”. No deberíamos estar aquí frente a un análisis tacaño, amarrete, pequeño. Lo que está en juego es muy grande como para rebajarlo al contraste con semejantes chiquitajes. El valor de las palabras -y de las palabras justas en los momentos justos- pueden ser el peso que incline el fiel de la balanza y que defina la suerte de esta empresa titánica.
No veo por qué si el kirchnerismo pudo valerse de la construcción semántica de un relato falso para imponer una servidumbre siniestra, la libertad no puede valerse de la inspiración sincera y a corazón abierto para tomar firmemente de la mano a la Argentina y llevarla al bienestar, a la abundancia y la prosperidad.
Es más, esas apariciones (que no tienen por qué ser largas ni latosas) sí deberían tener esa carga épica de motivación sanmartiniana que, al revés de llorar sobre las carencias, se haga fuerte en ellas y enciendan el bravo espíritu argentino, sepultando, al mismo tiempo, la bravuconada inútil.
Apariciones que contengan una arenga de verdadero patriotismo, que despierte esa fibra de orgullo genuino y desafiante que enfrenta los problemas y se emociona por resolverlos.
Una palabra que conmueva a los que debemos sacar esto adelante; el resonar de un Messi que nos diga “Esta la ganamos, esta no se nos escapa”; la plegaria de un Mascherano que nos diga “Esta vez… esta vez, se convierten en héroes”; la firmeza de un Reagan que nos diga “¿Por qué no habríamos de creerlo? Somos Argentinos, después de todo”.
Esa apelación a la emoción de enfrentar con valentía (no con patotas, no con violencia, no con atropellos [que han sido, generalmente, los vicios con los que muchos argentinos confundieron la bravura durante mucho más tiempo del recomendable]) una muralla gigantesca de problemas, debe estar presente más que nunca hoy en día.
Los ejemplos de la historia deben alimentar esa épica de la reconstrucción.
Las vicisitudes de Belgrano, las pobreza de San Martín, la heroicidad de Cabral, las carencias de los Alberdi, de los Sarmiento y de los Roca deben ser traídas al relato permanentemente para decir que, ni de cerca, se está pidiendo ahora un sacrificio como el que hicieron ellos, en aquella Argentina de por sí infamemente pobre.
Comparado con la gesta de aquellos hombres lo que tenemos ahora por delante no debería asustarnos sino estimularnos, ser un aguijón para vencer de una vez y para siempre la matriz populista que hizo trizas la mente argentina.
El Presidente debe ponerse al frente de esta remontada histórica.
Salvando las enormes distancias, debería aparecer un nuevo Messi como contra México, Holanda o Francia cuando, frente a una situación límite, un espíritu de lucha y de convicción inquebrantable derribó los férreos obstáculos que separaban los problemas de la solución y el camino a casa del camino a la gloria.
Nunca hubo otro momento como este, salvo luego de Caseros. Estamos en pelotas. Nos dejaron en pelotas. Podemos ponernos a llorar o apretar los dientes para vencer la dificultad.
Es el Presidente, con su palabra, el que debe tocar esa fibra íntima de orgullo que existe en los argentinos pero que un discurso disvalioso canalizó -en las últimas décadas- hacia una furia barata y camorrera. Él debe convertir esa energía en una epopeya que, esta vez, sea encarada por los buenos con una gesta histórica hacia el progreso y la libertad.
No importa si la exposición lo desgasta. Lo que tenemos en juego aquí no es la pequeñez de una diminuta estrategia de marketing sino la grandeza de una arenga que llame a los leones que el Presidente vino a despertar.