Normalmente se utiliza el atajo metafórico de “batalla cultural” para resumir en una frase corta y directa una lucha entre dos formas de ver, entender y vivir la vida. Esas formas son, en general, tan diferentes y contradictorias que no pueden conciliarse, no pueden convivir: o es una o es la otra. Una visión centra su atención en el individuo. La otra en el Estado. Una, como dijo Tocqueville al cierre del tomo 1 de su Democracia en América, busca sus metas apoyándose en la reja del labrador; la otra en la espada del soldado.
En la Argentina -tierra de fenómenos raros- se ha dado, sin embargo, la particular circunstancia de que ambas concepciones han coexistido. No han conciliado su existencia -porque esa existencia es irreconciliable- pero ambas se han mantenido vivas al mismo tiempo y operando sobre el mismo territorio.
La perdurabilidad de una hizo que la otra nunca pudiera funcionar a pleno y, si bien eso impidió que el país se convirtiera definitivamente en un yermo dominado por déspota, también supuso el estancamiento y, de hecho, el retroceso, porque el mero transcurso del tiempo en un contexto en el que el producto no crece, genera decadencia y degradación. Eso fue lo que pasó en la Argentina desde mediados del siglo XX hasta hoy.
Ambas concepciones abarcan todos los aspectos de la vida humana. En ese sentido, son verdaderas cosmovisiones, es decir, posturas que, para todos los costados de la existencia, tienen una visión particular que le es propia y que deriva, justamente, de esa manera de ver el mundo.
En el caso de los países “jóvenes” como la Argentina que no tienen un pasado milenario que hunda sus países en siglos de historia nacional y que, por eso mismo, puedan encontrar allí elementos de gloria que los haga “grandes” por el peso de su herencia (como pueden ser, por ejemplo, los casos de Rusia o China, ambos con circunstancias de vida propia en la historia del mundo que independizan el concepto que ellos mismos puedan tener sobre su “grandeza” de lo que hagan) la “grandeza nacional” depende mucho de cuál sea la posición de esos países respecto de esas dos concepciones básicas de la vida.
Mientras, en general, la postura que centra su atención en el individuo produce países con una alta valoración por su propia grandeza, la postura que centra su atención en el Estado produce países con un importante complejo de culpa respecto de la grandeza y con una tendencia a buscar la pérdida de protagonismo y a conformarse con mezclarse en masas de países en donde pasen relativamente desapercibidos.
Como típico país de contradicciones, en el que convivieron ambas concepciones antitéticas durante mucho tiempo, la Argentina tiene, frente a la “grandeza nacional”, posturas confusas.
Así, si bien tiene ínfulas de país “grande” y “rico” (lo que derivaría de la persistencia de la concepción que centra su atención en el individuo), tiene complejos que la llevan a adoptar discursos y posturas de país pequeño, insignificante, pobre, dependiente y víctima del poder de los “poderosos”.
Olvidando que ella misma es “poderosa”, la Argentina (en un derivado de la concepción que centra su atención en el Estado) se presentó al mundo como uno más de los países mendicantes, reclamando por las “injusticias” y profundizando una “perisferia” que sólo está en su psiquis.
Dicen que el Papa Francisco -hasta apoyado en una primitiva noción que consideraba trascendental el lugar geográfico fortuito que a cada país le había tocado ocupar en el mundo- es un fiel cultor de las teorías del “Centro y la Perisferia”, olvidando por completo que es uno el que construye su propio lugar en el mundo con independencia del lugar en el que el país esté.
Según esta idea habría como un orden establecido respecto del cual solo quedan abiertas las opciones de la denuncia y de la rebelión, pero no la de la decisión nacional de construir una realidad “grande” completamente divorciada del lugar geográfico que uno ocupe en el mundo.
Si esa capacidad para hacerse dueño del destino propio siempre fue cierta, lo es mucho más hoy en que el progreso de la ciencia y la tecnología ha tornado completamente secundario (si es que uno tiene la disposición mental para encarar la vida como un desafío) el lugar que un determinado territorio ocupa en la Tierra.
Resulta muy notorio que el peronismo (fiel adherente a la concepción estado-céntrica de la existencia) llevó a la Argentina, de la convicción de grandeza que, mientras primó, había construido la concepción antropocéntrica, a la convicción culposa y mendicante de que “ser grande” es “malo”.
De allí el abandono de la idea de liderazgo regional que el país tuvo hasta 1945 y que claramente resignó desde la aparición de Perón. La Argentina era, por lejos, en 1945, el primer país latinoamericano en prácticamente cualquier ítem por el cual se quisiera medir el estándar de vida humano. Desde 1945 empezó a perder ese liderazgo que fue ocupado claramente por Brasil y México. Tomen dimensión ustedes de lo que habrá sido la abrupta caída de la Argentina que países como los nombrados (y, con el correr de los años, de otros que también la superaron en la región) con enormes problemas de pobreza y marginalidad igual han mostrado mayor crecimiento, mayor generación de riqueza, mayor integración mundial y mayor participación en el comercio que la Argentina que ya había conseguido todo eso y lo perdió.
Es interesante marcar (porque explica mucho de lo que ha pasado sociológicamente en el país) que, pese a todo eso, pese al triunfo cultural de la concepción culposa frente a la grandeza, los argentinos aún conservan la sospecha de que son (o deberían ser) “grandes”.
Ese choque aspiracional (producido porque al deseo de ser grande se les cortó las alas bajo el argumento de la vergüenza) ha derivado en el advenimiento de un tipo humano violento, bravucón, camorrero que confunde la valentía y la bravura con el hecho de llevarse todo por delante a partir de la fuerza bruta: el argentino cree que es valiente porque es guapo y la va de malo, sin advertir que esas bravuconadas solo esconden un ser lleno de miedo a tomar la vida entre sus manos y ser grande de verdad.
El tan mentado “cambio cultural” es, entre otras cosas, la recuperación de ese sentido de grandeza nacional, que hay como un designio del Universo para que la Argentina sea un país próspero e influyente, con lugar reservado entre los protagonistas del mundo.
El abandono de las herramientas correctas para lograr eso que los americanos llamarían “destino manifiesto” no apagó, sin embargo, la llama que lo incentiva. Pero el aborto del fluir natural de ese espíritu, transformó el sentido de grandeza en un nacionalismo ramplón, tan vacío como inútil.
La bravuconada y el nacionalismo ramplón son los vicios en los que se han convertido las virtudes de la bravura y la grandeza nacional: dos deformaciones que la cultura peronista produjo en la cultura de Alberdi.
Proponer el regreso a ese sentido de una Argentina grande y líder, a esa imagen de país-faro que brilla como guía para otros y al que los demás quieren parecerse es, también, una de las apelaciones que el Presidente Milei debe usar como herramienta de transformación. Avivar de nuevo el fuego de la valentía verdadera (y no de la camorreada fruto de la frustración) y de la gloria grande de un país distinto (y no el conformismo de ser uno más dentro de una masa de mendicantes) debería ser el principal motor de la nueva gestión. En los íntimos pliegues de ese orgullo dormido y castigado seguramente se hallen muchas de las llaves que abran las puertas de un futuro mejor.