En 1985, The Center for International Affairs de la Universidad de Harvard y la University Press of America, publicaron el ensayo de Lawrence E. Harrison “Underdevelopment Is a State of Mind, The Latin American Case”.
En ese trabajo Harrison afirma que el subdesarrollo no es simplemente una colección de índices estadísticos capaces de transmitir una determinada imagen socioeconómica, sino un estado mental, una forma de expresión, una determinada apariencia y una personalidad colectiva marcadas por enfermedades e inadaptaciones sociológicas crónicas.
Su tesis parte de la comparación del nivel de vida en las dos culturas sustanciales del hemisferio occidental (la sajona de EEUU y Canadá y la latina del resto del continente) que evidencian una sorprendente diferencia pese a que los recursos físicos (si por ello entendemos las reservas con las que la Naturaleza bendijo a unos y a otros) no son muy diferentes y, en muchos casos, los de América Latina superan a los de la América inglesa.
Harrison apunta que las “diferencias entre la América inglesa y la América latina son enormes, cubriendo prácticamente todos los aspectos de la vida humana. La América inglesa y la América latina tienen diferentes conceptos sobre el individuo, la sociedad y sobre la relación entre ambos; sobre la justicia y la ley; sobre la vida y la muerte; sobre el gobierno, la familia, las relaciones entre los sexos, sobre la organización; sobre la empresa; sobre la religión y sobre la moral. Estas diferencias han contribuido a la evolución de sociedades que son más disímiles de los que los diseñadores de políticas públicas parecen haber apreciado. De hecho se podría afirmar que hay algunos países de Asia (Japón principalmente) que tienen más puntos en común con las sociedades de la América inglesa que la mayoría de las sociedades de la América latina”.
Y continúa: “Estoy cada vez más convencido de que lo que explica mejor que nada por qué unos países se desarrollan más rápido y más equitativamente que otros es la cultura. Por “culturas”, a su vez, me refiero a los valores y actitudes que una sociedad le inculca a su gente a través de varios mecanismos de socialización tales como el hogar, la escuela y la iglesia”.
Ciento treinta y un años antes, en 1854, Juan Bautista Alberdi escribía en Sistema Económico y Rentístico de la Confederación Argentina: “nuestras capitales ociosas eran escuelas de vagancia, de donde salían, para desparramarse en el resto del territorio, los que se habían educado entre las fiestas, el juego y la disipación, en que las que vivían envueltos los virreyes, corruptores por sistema de gobierno. Nuestro pueblo no carece de pan, sino de educación, pues aquí tenemos un pauperismo mental. Nuestro pueblo argentino muere de hambre de instrucción, de sed de saber, de pobreza de conocimientos prácticos en el arte de enriquecer”.
“Pauperismo mental”, decía Alberdi; “estado mental”, dice Harrison. Uno seguía notando más de 130 años después lo que el otro ya había notado 130 años antes.
En el caso argentino, sin embargo hubo una diferencia. El país no solo logró entregar durante casi 80 años “una colección de estadísticas” que claramente lo ubicaban en el desarrollo económico, sino que había podido desembarazarse de la enfermedad y la inadaptación sociológica que lo habían postrado desde 1810 hasta Caseros.
O sea, la Argentina no fue, con todo respeto, Perú o Uruguay o Chile -que hace rato descubrieron la manera de entregar “una colección de estadísticas” razonables en materia económica- sino que fue capaz de cambiar el chip mental del modo “conformismo” al modo “aspiracional” para no quedarse simplemente con la “colección de estadísticas” sino trascender a una dimensión mayor en el tablero político, comercial y económico del mundo. El país, después de Caseros, se propuso romper el “pauperismo mental” del que hablaba Alberdi o el “estado mental” que detectó Harrison en los ’80 y pasar a ser “alguien”.
Lo logró consistentemente desde que la Unión se perfeccionó del todo en 1860 con la incorporación definitiva de Buenos Aires, hasta que un cambio en las condiciones del comercio internacional lo apichonó y lo hizo regresar al chip “conformista” que prohijó el fenómeno peronista que, no solo pulverizó la “colección de estadísticas” económicas favorables, sino que profundizó el chip de pauperismo mental que Alberdi observaba en su obra y que 130 años después Harrison convirtió en su tesis principal para explicar la diferencia entre la América inglesa y la América latina.
Con el gobierno de Javier Milei la Argentina se enfrenta a tres opciones: la primera es que el gobierno fracase con su programa de reformas y que el país regrese al pasado peronista para instalarse (a mi modo de ver ya definitivamente) en el pauperismo mental latinoamericano; la segunda es que solo se aprueben reformas cosméticas que ordenen los números fiscales para entregar “una colección de estadísticas” razonables pero sin despegue económico; y la tercera es que se produzca un cambio de raíz que destruya el pauperismo mental e instale una vez más el chip “aspiracional” de grandeza.
Cuando se plantean este tipo de teoremas uno -para dar una opinión personal respecto de lo que podría pasar- tiende a comparar lo que podría suceder contra el ideal mental que cada uno tiene en la cabeza.
Poniéndome en ese lugar -es decir, allí donde tengo, por un lado, lo que creo que va a pasar y, por el otro, lo que me gustaría que pase- me parece que la Argentina va a ir a un cambio moderado de chip, no a un cambio completo. Para ser más claro: dará un paso más largo que el que le permita entregar solo “una colección de estadísticas económicas” razonables, pero más corto que el que debería dar para ser un competidor (de aquí a 50 o 70 años) de la América inglesa.
Eso tiene una lectura mala y una buena. La buena es que, solo con eso, la Argentina, dentro de 20 o 30 años, podría ser un país como la España actual, con un nivel de vida bueno, aún con delirios “humanistas” inalcanzables, pero básicamente práctico en donde las aspiraciones básicas del ser humano están cubiertas con holgura.
La mala es que esa proyección demostraría que gran parte del chip “conformista” ganó de nuevo y en lugar de ir por los 100 pájaros volando, la Argentina se quedó con el único que tenía en la mano. Pero, bueno, todo en la vida es una cuestión de perspectiva y, como en esos juegos en donde uno tiene la oportunidad de retirarse con lo que tiene o también la opción de arriesgarse e ir por más, algunos verán bien haber hecho una cosa y otros hubieran visto mejor hacer algo distinto.
Pero en algo debería haber unidad de criterio: la primera opción -la del fracaso de esta oportunidad histórica- sería una condena final a una eternidad paupérrima, a un estado mental de subdesarrollo del que el país ya no volverá a salir.