Una extraordinaria paradoja está manteniendo aprisionada a la Argentina entre el cambio y el pasado.
Hay un conjunto de argentinos que quieren que la recuperación económica se produzca manteniendo vigente el mismo orden jurídico que hundió, no solo la economía, sino a la Argentina: quieren que reine la felicidad manteniendo el tipo de ley que provoca la desgracia. Algo bastante parecido a lo que Einstein definía como locura: esperar resultados diferentes de seguir haciendo lo mismo.
El presidente debe explicar públicamente esta contradicción y decir claramente que los argentinos no tendrán la calidad de vida y el tipo de confort del que gozan los países avanzados, hasta que la legislación que trajo pobreza, miseria y escasez haya sido derribada.
Milei debe señalar a los que están bloqueando ese derrumbe, que coinciden, paradójicamente, con los que le exigen el fin de los sufrimientos y el urgente arribo de la holgura general.
Si bien el presidente adelantó en el mensaje del Estado de la Nación que si le rechazan todo lo que propone, seguirá adelante manejándose solo con los resortes que la Constitución le permite al presidente, esas herramientas son de una calidad jurídica muy débil como para creer que lo dispuesto en ellas pueda ser la base para la llegada de dinero fresco proveniente de inversiones nuevas que, en el fondo, es la única solución real que cualquier economía debe lograr para salir de la miseria.
Los equilibrios macroeconómicos no servirán de nada si el país no se convierte más temprano que tarde en un imán atractivo e inesquivable para cualquier inversor global que esté estudiando dónde poner su patrimonio.
Aquellos números agradables que cierren un Excel impecable se parecerán mucho a la creencia comunista de que mientras unas cuantas ecuaciones cierren en el oscuro laboratorio de los planificadores, será suficiente para demostrar la superioridad moral y técnica del marxismo.
La indescontable superioridad técnica y moral del capitalismo democrático consiste en delinear un orden jurídico mínimo y general que suelte las fuerzas creativas del individuo, fuente inagotable de abundancia e innovación.
Mientras el presidente no pueda demoler el orden jurídico compartimentado de la “comunidad organizada” peronista y cambiarlo por un nuevo orden compatible con la Constitución y refractario a cualquier estatuto ad hoc, el país seguirá preso del fascismo económico y de sus inevitables consecuencias: la escasez, la antigüedad y un paupérrimo nivel de vida.
El gran nudo gordiano de este entuerto es que los que tienen los votos para abrir las compuertas del tsunami que triture el Antiguo Régimen, son los beneficiados por las disposiciones del Antiguo Régimen. En esta encerrona se halla el presidente.
El costado positivo es que la profundidad de la mishiadura producida por el mecano peronista (acompañada por niveles de corrupción que aún siendo -por sentido común- completamente esperables, lógicos e inherentes al propio sistema, no dejan de asombrar) y la comprobación de riquezas obscenas -mostradas desvergonzadamente por parásitos del Estado- que saquearon las arcas públicas y mandaron a la quiebra al Tesoro, le están dando al presidente un sustento social y un rango de paciencia pública que, en otras circunstancias, ya habría estallado por el aire.
Se trata de otra paradoja de las delicias argentas: son las tropelías que cometieron los que quieren destituir a Milei las que hacen que el presidente sea, por ahora, indestructible.
Es más: cuanto más públicos son los ataques de esa “casta”, Milei se fortalece aún más. Es como si su poder fuera directamente proporcional a la magnitud que tengan las manifestaciones en su contra: a más manifestaciones en contra de Milei, más poder de Milei.
Lo más paradójico de todo resultan ser los “correctos” argumentos que la casta y sus socios (ver “Los socios de la casta”, The Post, 3/4) esgrimen cuando aducen que los proyectos del presidente “atentan contra las leyes o contra el artículo 14 bis de la Constitución”.
¡Pero obviamente que atentan contra las leyes y en algunos casos contra el artículo 14 bis de la Constitución! ¡Si es justamente esa la base jurídica que aplastó a la Argentina y frustró el florecimiento de su gente!
Es absolutamente lógico que cualquiera que quiera emprender un proceso de reversión de esa decadencia debe implementar un orden jurídico que contradiga, justamente, ese cimiento de miseria.
Un ejemplo paradigmático de esta paradoja se está dando entre el sindicato ATE (cuya cúpula es “casta” y cuyos afiliados son, en muchos casos, “socios de la casta”) y las iniciativas del presidente, tendientes a adelgazar la estructura de personal en el Estado.
Está claro que la ultimísima treta de la casta para colocar en el Estado militantes que defiendan sus intereses ha sido nombrar acarraladas de agentes por la vía de contratarlos.
Una vez que estuvieron contratados el siguiente paso fue pasarlos a “planta permanente”.
Por “planta permanente” se entiende esa categoría mágica blindada por la cláusula constitucional incorporada en 1957 (en contra de todo el espíritu de 1853) que le otorga “estabilidad” al empleado público.
Esta anomalía permite que, una vez que una persona haya cruzado esa frontera bendecida, sea materialmente intocable.
Muchos empleados públicos consideran que el día que llegan a ese edén han tocado el cielo con las manos: sus ingresos quedaron prácticamente garantizados de por vida.
Lo que no advierten es que, al mismo tiempo que creen tener en sus manos el estatus más parecido al de la seguridad total, una especie de rayo petrificador los ha fosilizado y los congeló en la situación que tenían al momento de ingresar a la “planta permanente”.
Es más, la palabra “permanente” parecería jugar un diabólico juego de mensajes encriptados que deberían leerse como que las personas alcanzadas por ese estatus quedarán “permanentemente” soldadas a la condición social que tenían al momento de ingresar. Algo parecido a un pacto con el diablo: nadie te podrá echar pero siempre flotarás entre las olas del medio pelo.
Obviamente no soy inocente y sé que gracias a ese escalafón muchos que recibieron la bendición usaron su lugar para volverse millonarios con la explotación (y la corrupción) que significa contar con los privilegios del Estado a su favor. Pero hay una enorme masa de empleados que está contenta con ese pacto: “nunca seré gran cosa pero el matecito y el asado no me van a faltar”. Esa mentalidad mediocre, lamentablemente, campea, oronda, en la mayoría de las dependencias públicas.
Cuando el presidente lanza sus iniciativas para desprenderse de agentes estatales, los sindicalistas (que son tan casta como los políticos que los crearon) aducen que Milei atenta contra la cláusula constitucional de “estabilidad del empleado público” -tanto que intente despedir a agentes “permanentes” o a “contratados” (porque, también con razón, sostienen que la Justicia laboral ha consagrado fallos que catalogan de “fraude laboral” al empleo que pretenda camuflarse bajo la figura del “contratado”)- porque los empleados del Estado no se pueden despedir.
Traigo al relato este ejemplo porque sintetiza, quizás como pocos, el choque de dos realidades que mientras no se resuelvan, mantendrán maniatada a la Argentina: los que se apoyan en las leyes vigentes para oponerse al presidente TIENEN RAZÓN y los que piensan que son justamente esas leyes las que impiden que el país inicie el camino de prosperidad que el presidente prometió, TAMBIÉN TIENEN RAZÓN.
Mientras este intríngulis no se destrabe, el país no avanzará y es muy posible que, dentro de no mucho tiempo, ese estancamiento se le empiece a “facturar” al presidente. Es a ese gambito al que la casta y sus socios está apostando.
Es decir, el principal argumento que demostraría que el presidente está acertado en querer cambiar el núcleo jurídico de la Argentina, lo constituye la extraordinaria paradoja de que los que han destruido a la Argentina, los que han hundido sus finanzas y los que han robado el Tesoro Público hipotecando el futuro de todos, cuentan a su favor con argumentos legales que los amparan, porque las leyes que el presidente quiere cambiar, efectivamente, los amparan a ellos.
La moraleja de esta fábula sería: “si las leyes actuales le dan la razón a los ladrones lo que hay que cambiar son esas leyes… Pero quienes tienen la satén por el mango para cambiarlas son los ladrones”.
¿Quién ganará esta partida de ajedrez? ¿Los que “la ven” y, aunque sea a costa de sacrificios enormes, bancan al presidente o los que se suben al caballo de la “legalidad” para truncar todos los cambios al mismo tiempo que machacan la paciencia social exigiendo resultados sin cambiar nada? Solo el futuro de los próximos meses (o quizás algún nuevo Einstein) traerá la respuesta a este dilema.