Hubo personas que han creído ver en el
mundo entero un dechado de armonías. En la naturaleza, innumerables leyes de las
que participamos y un motivo teleológico (de los fines) en la existencia, es
decir, metas excelsas a ser alcanzadas por nosotros según cierto plan Divino.
Han imaginado un panteísmo emanantista unos, e inmanentista
otros. Los primeros idearon una serie jerárquica de divinidades menores
provistas de conciencia y libertad situadas entre el principio primordial de
todos los seres (Dios con mayúscula) y el hombre, emanadas de aquel primer
principio a quien lo interpretan y representan.
Por su parte los inmanentistas reemplazan a esos semidioses
por ciertas fuerzas ocultas de la naturaleza como manifestaciones del espíritu
divino que anima el cosmos, del mismo modo como el espíritu humano anima el
cuerpo.
Estos inventores de fantasías se denominan teósofos, y a esa
especie de religión o metafísica que cultivan le llaman teosofía, que significa
conocimiento profundo de la divinidad.
La teosofía difiere de la teología natural (también
denominada teodicea) y se dice que también se distancia de la teología
dogmática, aquélla que parte de los principios revelados. No obstante los
teósofos hablan de su teosofía como si se tratara de una revelación de
conocimiento.
En realidad consiste en una mezcla de todo un poco, donde
entran elementos extraídos del brahmanismo y del budismo con su idea del Karma
(según la cual el destino del hombre después de la muerte depende de sus actos
en esta vida o de existencias anteriores, para reencarnar en una clase superior
o inferior); del cristianismo; de la teogonía o “ciencia” de los principios
absolutos; de la cosmogonía como realización de los principios eternos; de la
evolución del alma a través de la cadena de existencias; de cierto evolucionismo
spenceriano (del filósofo Spencer), de la ciencia actual tergiversadamente
interpretada, etcétera.
En el año 1875 fue fundada en Nueva York la Sociedad
Teosófica por la espiritista y experta en temas esotéricos Elena Petrowna
Blavatsky, quien decía estar inspirada por ciertas comunicaciones espirituales.
Esta fundación se extendió por el mundo, y hoy existen varias sectas.
Es suficiente con echar una ojeada a algún librito que trata
de los principios básicos de la teosofía, para percatarnos del absurdo en que
caen sus seguidores al pretender —a pesar de sus invenciones de un mundo irreal
que denominan revelaciones— apoyarse en el conocimiento científico. Lo más
que pueden lograr es embaucar a los lectores desprevenidos, faltos de
conocimientos científicos básicos, que toman por verdadera cognición ¡una sarta
de disparates!
En el libro de C. Jinarajadasa, Fundamentos de la teosofía
(Buenos Aires, Editorial Kier, 1982, 3ª edición) podemos “enterarnos” de
cosas como estas:
A nuestro sistema solar se le asignan 12 planetas en lugar de
9 como lo demuestra la ciencia astronómica, y es porque se añaden los cuerpos
astrales Vulcano, cerca del Sol antes de Mercurio; Eros, uno de los múltiples
asteroides, y un cuerpo misterioso invisible situado más allá del último planeta
(o planetoide) Plutón.
Se habla luego de una “misteriosa” relación (misteriosa para
la moderna astronomía si hacemos caso a los teósofos) de la nebulosa M42 de
Orión, con la formación de los sistemas solares.
Pero resulta que esta nebulosa es producto de un estallido
estelar que, lejos de estar destinada a formar planetas, tiende a perderse en el
espacio sidéreo. (Cf. Lucien Rudaux y Gérard de Vaucoulerus, Astronomía,
Barcelona, pág. 476). Sin embargo los teósofos dan a entender que estos tipos de
nebulosas se constituyen en embriones de sistemas solares.
Luego se salen con el disparate de comparar a la nebulosa de
la Osa Mayor que es en realidad una galaxia compuesta de millones de estrellas y
de dimensiones gigantescas, con la nebulosa de Orión que no es más que un halo
de gases alrededor de una estrella, y pretenden explicar así la formación de un
sistema planetario. (Obra citada de Jinarajadasa, págs. 21, 22 y 23).
Después dicen que dentro del sistema solar aparecen los
elementos químicos más livianos como el hidrógeno, carbono, nitrógeno, oxígeno,
fósforo, calcio, hierro y otros, cuando sabemos que el hidrógeno es el elemento
primigenio que se encuentra por doquier en el universo y que es el combustible
primario de todas las estrellas que produce radiación.
A continuación dicen que en el sistema solar se forma la
vida. Preguntamos, ¿en todos los planetas? ¿Así de fácil?
A todo esto debemos añadir la adhesión a las ideas caducas
del pensador inglés Herbert Spencer sobre la evolución como un principio
cósmico, que señala Jinarajadasa en su libro (ob. cit. Pág. 27).
El concepto de evolución campea permanentemente en toda la
teosofía. Es el logos, como una especie de “Vida Consciente” que se
expresa en el universo, el que está detrás de este proceso.
Este Logos Cósmico es para esta gente, los teósofos que viven
en otro mundo: la Unidad, que sin embargo se comporta como Trinidad para dar
vida al universo. Esto es, como Brahma, Vishhú y Shiva (siguiéndole la corriente
al hinduismo) y como Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo según la
teología judeocristiana, y otras trinidades pertenecientes a diversas
religiones. Aunque parece ser que nadie se formula el profundo interrogante
lógico acerca de por qué la meta debe ser alcanzada mediante ese camino por
etapas en que consiste la evolución. ¿Acaso es éste una especie de juego de
obstáculos, un entretenimiento para el promotor del perfeccionamiento? ¿Acaso
aquel ente, si es todopoderoso, no pudo haber creado ipso facto la perfección
final con sólo “agitar una varita mágica” ahorrándose todo el espinoso sendero
que genera contratiempos, tragedias, angustias, dolor en los 60.000 millones de
espíritus destinados a encarnarse, según cálculos teosóficos?
El caos-adharma-desorden, destinado a desembocar en el
cosmos-orden, a lo largo de infinidad de penurias es absurdo. Pero los teósofos
parecen no advertir la sinrazón o el capricho, o tal vez alguna frívola
necesidad de diversión por parte del sabihondo Logos.
En efecto, todo parece ser así un juego, una carrera de
obstáculos, para cierta vez, alcanzar la santa meta. ¿Y luego…?
En resumen, aceptan las cosas como “así dispuestas”, pero no se formulan
interrogantes metafísicos acerca de por qué el “plan debe ser así”, injusto para
las criaturas, víctimas inocentes de los embates del ambiente.
A la evolución la imaginan por partida doble. Una de las
líneas se describe así: a) esencia elemental, b) mineral, c) vegetal, d) animal,
e) humano, f) hombre perfecto. La otra consiste en: a) mineral, b) vegetal, c)
animal, d) Espíritu de la Naturaleza (etéreo), e) Espíritu de la Naturaleza
(astral), f) “Ángel” o Deva.
En el libro de Jinarajadasa se habla también –por supuesto,
ya que lo no comprobado y “misterioso” parece atraer magnéticamente a los
teósofos- de la Atlántida de Platón y del bíblico “diluvio universal”, esta vez
en la versión de una ola marina gigantesca que barrió las tierras bajas,
provocada por el hundimiento de aquel continente platónico.
¡Buena explicación del diluvio universal! Lástima que los
geólogos y paleontólogos que han estudiado minuciosamente la corteza terrestre,
lo descartan. ¡El diluvio universal jamás existió! No existen huella de él en
ninguna parte de la Tierra: ni en las capas geológicas, ni en los fósiles pues
éstos no delatan interrupción alguna en la evolución de las formas vivientes.
Se describe después una serie de razas humanas con
terminologías extrañas inventadas por autores ya anticuados, como la “lemur” y
la “atlante”. Se menciona, por ejemplo, a los toltecas de color rojo-cobre
cuando hoy sabemos que los “pieles rojas” jamás existieron como raza, pues su
aceptación por parte de los antiguos etnólogos había sido un error. Los primeros
pobladores blancos de América del Norte creyeron ver en esa coloración de la
piel un característica racial cuando en realidad los indios americanos usaban un
pigmento rojo que fue lo que engañó incluso a los antropólogos de antaño. Además
los mal denominados “pieles rojas” poblaban lo que hoy son los EE.-UU., mientras
que los toltecas habitaban en lo que hoy es México.
Se dice también que las razas-raíces y subrazas desempeñan su
papel en el drama del Logos, es decir, que cada raza humana está destinada a
representar un papel específico en el contexto de la humanidad. Así por ejemplo
la raza india es filosófica, la mogol labradora, la teutónica comercial,
científica individualista, la irania mercantil, la semita guerrera y navegante,
etc., cosa que a todas luces se halla alejada de la realidad, constituyendo un
mero invento basado en una visión corta de los pueblos.
Luego se habla de reencarnación o “ascenso de la vida a
través de sucesivos cuerpos a más plenas y nobles capacidades de pensar y
sentir”. (Obra citada, pág. 57).
La reencarnación, según la teosofía, se extiende a toda
manifestación viviente, así “la vida de la rosa que muere, retorna a la
correspondiente subdivisión del alma grupal de las plantas rosáceas para
reencarnar luego en otra rosa; el perro que muere de una indisposición vuelve a
su alma grupal canina y después reencarna en un perro de otra camada”. (Obra
citada, pág. 58). Aquí podemos apreciar claramente el disparate. Se denomina
reencarnación a la transmisión genética de los caracteres fenotípicos. Además,
una rosa, mal puede reencarnar puesto que no está hecha de carne, pues encarnar
dignifica revestir una sustancia espiritual o idea, de un cuerpo de carne y
sabemos por otra parte que las plantas carecen de espíritu, conciencia, e ideas.
En esto último están de acuerdo todos los estudiosos serios
de la botánica y sólo lo aceptan algunos místicos de las plantas y los que aún
se adhieren al anticuado panpsiquismo o al no menos trasnochado hilozoísmo.
El hilozoísmo atribuye a la materia (o a sus partes) poderes
o actividades psíquicas revelándose entonces como un materialismo. El
panpsiquismo por el contrario, consiste en reducir la materia misma sin negarla
a alma y es entonces espiritualismo. Ambas propuestas de ciertos pensadores
enfrentados con el mundo son totalmente erróneas.
La teosofía presupone la idea de un dios creador y dice que
cuando nace un niño, Dios no crea un alma para él, porque ésta ya existía mucho
antes como espíritu. Esta alma humana tuvo anteriormente varias encarnaciones ya
sea en forma de hombre, de animal o de planta.
Como vemos, esto parece ser en parte una especie de
panpsiquismo o tal vez una forma críptica de hilozoísmo, o una mezcla de ambas
cosas puesto que se acepta el alma incluso en los vegetales.
Pero la teosofía para diferenciarse de la idea de
metensomatosis índica, dice que una vez individualizada el alma y hecha humana,
ya no puede reencarnar en formas animales o vegetales, es decir en seres
inferiores. Esto es así, dicen los teósofos, porque dando un paso atrás nada
adelantaría el alma en su evolución, posibilidad de retrogradación que en cambio
es aceptada por el brahmanismo.
Por ello esta creencia se halla emparentada, entre otras
cosas, con el budismo (y también con el Jainismo) en su sentido redentorio, es
decir, en cuanto el Buda redime al hombre de la metempsicosis, esto es, lo
libera de futuras reencarnaciones cortando el hilo de éstas, para evitar caer en
degradaciones tales como ser otra vez un batracio, reptil, ortiga, o cardo; al
igual que Cristo “redimió al género humano de la condenación eterna” (según el
dogma).
Una vez arribado al Nirvana, ya no se puede bajar; una vez en
el goce del Paraíso judeocristiano es imposible la condenación.
Creo que estas ideas campean claramente en la metafísica
teosófica, mezcla de muchas cosas incluida la doctrina cristiana.
Luego de una serie de explicaciones complejas que suenan a
inventos de una mente infantil, como “los vehículos del alma: cuerpo físico para
obrar, cuerpo astral para sentir, cuerpo mental para pensar y cuerpo casual para
desarrollar”, se da una tabla señalando fecha y lugar de nacimiento, raza,
subraza, sexo, años de vida y años entre las reencarnaciones para distintos
individuos: A, B y C, “según sus últimas vidas: 20, 24 y 30 vidas
respectivamente, etcétera”. (Ob. cit. Págs. 64, 65 y 66).
Luego se pasa a la ley del karma extraída de las creencias
del brahmanismo y del budismo, según las cuales el destino del hombre después de
la muerte depende de sus hechos en esta vida o de existencias anteriores,
reencarnado en una clase superior o inferior. Pero ellos dicen que “la ley del
karma es la relación de causa y efecto establecida a medida que el hombre se
transforme en energía y tiene en cuenta no sólo el universo visible y sus
fuerzas, como lo hace la ciencia, sino también lo invisible más amplio, que es
la verdadera esfera de acción del hombre”. (Ob. cit. Pág. 77).
Sigue después una serie de explicaciones acerca de un mundo
producto de las más frívolas elaboraciones mentales Traducido en otras palabras:
una serie de esquemas basados en pura invención insustancial o en todo caso
soportada por una mezcla de conceptos científicos, algunos de ellos en desuso o
superados a la par de creencias milenarias extraídas del orientalismo, sin
faltar el ingrediente del ocultismo.
Su fundamento no es otro que una supuesta inspiración directa
de un dios universal, sobre todo en la nueva teosofía piloteada por Elena
Petrowna Blavatsky.
Así dice, por ejemplo que: “Después de formado el cigoto (la
primera célula del embrión compuesta de la unión del espermatozoide con el
óvulo) los Señores del Karma (es decir las benéficas Inteligencias que dentro
del plana del Logos actúan de árbitros del Karma) eligen los factores, puesto
que el Ego no puede hacerlo todavía por sí. Si en la próxima etapa de la
evolución tiene que desarrollar un don especial como, por ejemplo, el de la
música, eligen los actores apropiados”. (Ob cit. Pág. 89).
Aquí evidentemente se juega con la biología, se
tergiversan los resultados de las experiencias genéticas, se explica antojadiza
y místicamente el código genético y, en definitiva, se embauca al lector lego en
estas cosas.
Los teósofos han inventado una “ciencia” propia, sui generis,
tomando a conveniencia y al vuelo conceptos y descubrimientos científicos de su
tiempo, pero prosiguen con tan poco tino que ni siquiera se amañan para
actualizar ciertas bases que otrora les sirvieron de andamiaje para montar su
sistema mediante puras especulaciones.
Por ejemplo, para ellos continúa existiendo el concepto de
éter como algo imponderable que lo impregna todo, incluso el espacio “tenido por
vacío”. Este concepto ha sido abandonado por la moderna física tiempo ha, pero
los teósofos parecen no haberse percatado de ello o han omitido actualizarse y
ponerse a tono con los avances científicos, porque ello traería aparejada una
revisión de su concepto de estructura del mundo, tarea bastante engorrosa y
desprestigiadora para su sistema.
La existencia del fluido invisible, imponderable, pero
necesario para explicar ciertos hechos físicos fue aceptada durante muchos
siglos. La invención del éter fue necesaria en su tiempo para los físicos con el
fin de explicar el enigma de la transmisión de la luz en el vacío. Si la luz
poseía naturaleza ondulatoria -se razonaba- entonces era necesario que algo
ondulara, como el agua o el aire en la transmisión del sonido. El éter que lo
llenaba todo era el medio ideal, necesario, para ello. Si bien no podía ser
detectado, se hacía imprescindible aceptarlo. No podía ser sólo una existencia
teórica, o una posibilidad, sino una necesidad su existencia real.
Sin embargo cuando fue dilucidada la naturaleza de la luz
comprobándose que el fotón se comporta al mismo tiempo como partícula y onda,
pudiendo atravesar de este modo el espacio vacío entre las estrellas y el Sol y
la Tierra, entonces el éter no fue ya necesario y ha sido borrado de un plumazo
de todos los textos de física.
Sin embargo, los teósofos nos continúan hablando de que “la
materia (un ladrillo, una montaña, la luna, un terrón de azúcar, los océanos,
etc.) consiste esencialmente en agujeros en el éter”. (Obra citada, pág. 161).
“Así como dice muy bien Poincaré (1854-1912) el átomo no es
más que un agujero en el éter. Sin embargo este agujero en el éter está lleno de
Naturaleza Divina”. (Obra citada, pág. 172).
De modo que no se han molestado en actualizar los anticuados
conceptos de Poincaré y continúan aceptando la teoría del éter y nos hablan de
“una sustancia que llena los espacios interestelares y nos transmite las ondas
luminosas de la estrellas lejanas”. (Ob. cit. Pág. 101).
También han inventado ciertos mundos invisibles que dicen
estar dentro de los límites de nuestro sistema solar y son “los que forman los
campos de experiencia de nuestra humanidad en evolución”. Dividen en siete (no
podía ser otro número que el clásico siete, por supuesto, pues siete eran los
planetas que rodean al sol, siete las maravillas del mundo, siete los
sacramentos de la religión católica, siete los días de la semana etc.) los
planos del sistema solar y los muestran perpendiculares en la figura de un cubo
a saber, siete horizontales y siete verticales. Así los horizontales se refieren
respectivamente a los mundos divino, monádico, (de mónada), espiritual,
intencional, mental, astral y físico.
Así también dicen que cada uno de nosotros tiene un cuerpo de
materia astral –así llamada por ser estrellada o luminosa- y que se llama cuerpo
astral y, asimismo, que cada uno posee un cuerpo mental y otro casual, hechos
con materiales del mundo mental.
Y no todo termina aquí, también nos informan que hay planos
cósmicos más allá del sistema solar, etcétera.
Luego de describir de un modo estrafalario la estructura de
cierto “átomo físico positivo”, después de explicar un esquema de evolución en
siete cadenas, y de explayarse en una química muy particular denominada química
oculta cuya estructura “ha sido observada con los dilatados poderes de
clarividencia” (?), y otras extravagancias, hablan de una física que por sus
características parece estar también oculta, pues no condice con la que estudian
los físicos de las universidades del mundo. Su concepción de la física atómica,
por ejemplo, parece un invento de niños que juegan a ser sabios.
Dicen estos románticos, por ejemplo, que el “átomo físico es
un corazón viviente que late enérgicamente; y al mismo tiempo un transformador
con sus tres espirales gruesas y siete delgadas, formadas cada una con siete
órdenes de espiralillas”, y los dibujan efectivamente como un corazón hecho de
espirales que más bien se asemeja a un sofisticado esqueleto del tórax humano.
(Ob. cit. Pág 228).
Podemos decir en forma irónica: ¡Presten atención ahora
señores físicos de las universidades del mundo y verán que todos ustedes están
equivocados con su “ciencia oficial”!:
“En las tres espirales fluye corrientes de diferente
electricidad: las siete vibran en respuesta de toda clase de ondas etéreas –al
sonido, la luz, al calor, etc.; muestran los siete colores del espectro; dan los
siete sonidos de la escala natural; responden en variadas formas a las
vibraciones físicas- brillando, cantando, pulsando cuerpos se mueven sin cesar,
inconcebiblemente bellos y brillantes”. (Obra cit. Págs. 227 y 228).
Finalmente, se describe una sarta de disparates donde una vez
más se mezcla cristianismo, hinduismo y otras cosas con fantasías mil, propias
de una mentalidad totalmente acientífica proclive a impresionar a los demás con
mucho de poesía mística y visión de un “mundo color de rosa” totalmente alejado
de la ambigua y muchas veces cruel realidad.
¿De dónde sacaron los teósofos todas estas fantásticas
lucubraciones? ¡Han sido reveladas!, se apresuran a contestar. ¿Quién así las
recibió? ¿Algún (o algunos) privilegiado de este mundo? Ello se pierde en el
pasado, y sus principios se vienen arrastrando hasta el presente. Hay que tener
en cuenta que la teosofía es muy antigua y fue profesada en la India, en Egipto,
en Grecia y otros lugares.
Más si todo esto fuera el producto de un magno plan cósmico
para la especie humana en pleno, hoy día, el mundo entero debería hallarse al
tanto de aquella no menos magna revelación. Pero resulta que es un porcentaje
ínfimo de la humanidad el que posee noticias de este “conocimiento profundo de
la divinidad” (teosofía), de modo que nace en nosotros la perspicua impresión de
que el “Gran Plan” ha fracasado irremisiblemente en sus alcances, o de lo
contrario… se trata de un plan injusto que mezquina la “verdad” a más de 6.500
millones de “almas” del mundo que no saben para qué están en él y se
entretienen, mientras tanto, con otras doctrinas extrañas a la teosofía, o que,
con olímpico desprecio de las cosas “reveladas” (que no condicen con el actual
conocimiento) guardadas por los depositarios de la “verdad”, viven (en sentido
irónico) alejados de ésta.
Ladislao Vadas