Uno de los movimientos fascistas más amplios y extendidos del mundo -que tuvo su origen en EEUU pero que desde allí se diseminó por varios países- es “Antifa”.
Antifa no es un grupo, ni una organización, ni un comando revolucionario. No tiene un jefe, ni una estructura, ni una sede central. Antifa es una “red” una “network” que recluta adherentes por los medios electrónicos-los mismos que no existirían si sus ideas hubieran triunfado en el mundo y los mismos que ellos prohibirían (porque gracias a que no fueron gobierno hasta ahora sí fueron posibles por la inventiva del capitalismo democrático) si ganaran el poder.
Quienes propagan Antifa lo definen como un movimiento político de extrema izquierda, antifascista y antirracista de Estados Unidos. Un movimiento descentralizado que comprende una serie de grupos autónomos que pretenden alcanzar sus objetivos mediante el uso de la acción directa, tanto no violenta como violenta, más que a través de la reforma política.
O sea, Antifa no es un grupo, un partido o una coalición pero sí tiene objetivos comunes. ¿Objetivos de quienes? Pues de los delirantes que interactúan y se convocan por las redes.
Lo más interesante de todo -y este pretende ser el centro de este comentario- es que “Antifa” es un término incorporado al idioma inglés desde el alemán tomado como una forma abreviada de la palabra antifaschistisch (“antifascista”) y el nombre de Antifaschistische Aktion.
Es decir, la que probablemente sea la red fascista mas extendida del mundo, se hace llamar a sí misma “antifascista”.
Ese retorcimiento del lenguaje ha sido una de las más grandes conquistas que el fascismo ha logrado desde que terminó la Segunda Guerra Mundial. Es más, muchos coinciden en que la penetración lingüística que el fascismo ha logrado infiltrar en la terminología y el vocabulario cotidiano de las sociedades occidentales libres ha sido una táctica mucho más efectiva que la violencia de la guerra y los intentos de alcanzar el poder por la fuerza de las armas.
Decirte que vos sos lo que son ellos y que vos haces lo que hacen ellos, son las armas preferidas del fascismo moderno.
Tomen el caso de Venezuela y de Maduro, por ejemplo. El dictador de Caracas repite en 9 de cada 10 palabras el término “fascista” o “fascismo” para referirse a los gobiernos o países libres y democráticos. También llama “terroristas” a quienes levantan las banderas de la libertad democrática y de la limpieza electoral. Se trata de una muy consciente forma de invertir las calificaciones de los protagonistas para, por efecto de la repetición incesante de la mentira, lograr que se instale una nueva verdad.
No se trata de otra cosa más que de una evolución de la táctica goebbeliana de mentir tanto como sea necesario para que la mentira “quede”.
Si uno analiza las “definiciones” que los adherentes de Antifa se dan a sí mismos, no sabe si reír o llorar. De verdad: de no ser porque la cuestión es trágica, sería cómica.
Los “antifa” de la vida dicen que son -obviamente, antes que nada- “antifascistas”. Y luego siguen: dicen que son “antiracistas” (pero organizan actos vandálicos contra lo que históricamente se conoció como “hombre blanco”); “antidiscriminación” (pero su objetivo es cancelar [de hecho la “cultura de la cancelación” es una invención suya en coautoría con “woke”] a todo el que no piensa como ellos); “antiestatistas” (cuando los regímenes que defienden implican la estatización absoluta de la vida); “antcapitalistas” (no se entiende cómo se puede ser “antiestatista” y “anticapitalista” al mismo tiempo); “antigubernamentales” (cuando las propias ideas que defienden empiezan por construir un gobierno dueño de todo y tan extenso que, de hecho, no hay otra cosa más que gobierno y siervos); “antiautoritarismo” (cuando son ellos mismos los que consagran como un medio lícito para conseguir sus fines el uso de la violencia).
Finalmente la mayoría de los “antifas” se considera comunista, es decir “racista”, “estatista”, “discriminatorio”, “autoritario” y, obviamente y por definición, “fascista”.
Fíjense ustedes la enorme parábola a la que hemos llegado: como estaba claro desde el indicio, no hay nada más fascista que “antifa”.
Sin embargo el borombombom sigue viento en popa y dale que va. Aquí, la semana pasada, tuvimos que aguantar que diputados y comunicadores sociales acusaran a un ministro (que, repito por enésima vez, no es santo de mi devoción) de desafiar la ley de diversidad de género solo basándose en “subjetividades”, cuando las únicas “subjetividades” son, justamente, las que lograron imponerse en la ley de diversidad de género, que, en base a lo que no es otra cosa más que una construcción ideológica de un grupo social determinado, se relativizan y hasta se niegan las comprobaciones empíricas que la ciencia tiene demostradas desde hace siglos: de nuevo, “te digo a vos lo que vos deberías decirme a mi”. Y lo hago, además, con total desparpajo, como si fuese una locura siquiera pensar que las cosas pudieran ser al revés. Este es el gran triunfo del fascismo.
En síntesis, los avances que el autoritarismo fascista ha logrado en los últimos 100 años mediante la penetración lingüística son mucho (pero mucho) más amplios que los que ha logrado cualquier avanzada bélica.
Es más, si bien se mira, los avances incluso territoriales que el fascismo logró conquistar en el ultimo siglo, fueron revertidos por las fuerzas democráticas, aun a pesar, obviamente, del alto precio que se pagó en vidas humanas. Así, los imperios nazi y soviético cayeron por derrotas o implosiones, que parecía que no habían dejado piedra sobre piedra de esos regímenes horrendos.
Sin embargo, el sistemático trabajo lingüístico del nuevo fascismo, logró establecer cabeceras de playas en la enorme mayoría de los países democráticos del mundo en los que, si bien no se hicieron del control absoluto de la sociedad, lograron encaramarse en pasiones de poder a las que no habían llegado (por lo menos de manera definitiva) por las fuerza de las balas.
En la Argentina tuvimos, en “pequeño” un ejemplo muy claro del mismo fenómeno: las organizaciones terroristas y guerrilleras del los ‘70 perdieron la batalla bélica pero, desde entonces, ganaron la revolución idiomática y desde allí lograron imponer una “nueva cultura” que nos trajo al escenario que buscaban conseguir por las armas: un pueblo pauperizado y una élite poderosa.
Cuando los primeros barullos revolucionarios de los fascistas de Montoneros y ERP empezaron en la Argentina, la pobreza en el país era del 5%. Hoy es del 60. Sin embrago el mantra del lenguaje nos dice que los que produjeron ese resultado son los que se preocupan por los pobres.
Si nadie va a encarar un proyecto serio para desarmar la maquinaria de penetración lingüística -siendo implacable en la defensa cotidiana de la terminología correcta para que las cosas sean llamadas por su nombre y se detenga el proceso por el cual los fascistas se llaman a sí mismos antifascistas- la sociedad va a seguir siendo atropellada de manera subliminal y, alegremente, terminará entregándose a los brazos de quienes no quieren otra cosa mas que sojuzgarla.
Que completemos ese círculo con la alegría de cumplir con la corrección del “nuevo idioma” no quiere decir que, por eso, vayamos a ser menos esclavos.