Desde estas columnas siempre sostuvimos que la cuarentena del 2020 y parte del 2021 lejos de ser una herramienta sanitaria era una forma de acelerar los objetivos totalitarios del kirchnerismo entre los que primordialmente se encontraba la restricción de los derechos circulatorios de los argentinos.
Toda dictadura cuyo norte sea el modelo castrista aspira a establecer un férreo control sobre la movilidad física de los siervos, impidiéndoles la salida del país (o transformándola en una empresa costosa y complicada) y también ejerciendo un severo control sobre los movimientos domésticos.
Una amplia red de espías y delatores que se construye desde las propias manzanas de los barrios, distribuye sus tentáculos a los rincones mas recónditos del país para que los esclavos estén constantemente monitoreados y cada movimiento sea supervisado por un comisario.
El kirchnerismo, hijo ideológico de los comandos armados de los ‘70, tenía este norte como puerto de llegada para su proyecto en la Argentina. La aspiración al control estatal absoluto de las vidas de los argentinos formaba (y forma) parte del núcleo de “convicciones” pétreas de esos delirantes que creen que es efectivamente posible diseñar y manejar la vida de una sociedad completa como si fuera un mecano.
El peronismo les había hecho un enorme favor introduciendo hace 80 años la idea contra-constitucional de la “comunidad organizada” que aspiraba, justamente, a la conformación de una maqueta de laboratorio en donde, por las ordenes de un Duce, cada “soldado” cumpliera -como si fuera un engranaje- la actividad que el alto mando había previsto para él.
En este caso, la pertinaz inclinación de los argentinos a la desorganización y a la desobediencia salvó, paradójicamente, al país de gran parte de las atroces consecuencias que ese disparate hubiera traído aparejadas si se hubiera perfeccionado hasta el final.
Pero, sin dudas, el enorme esfuerzo peronista (que recurrió a la fuerza bruta, a la cárcel, al cierre de periódicos y a otra serie de barbaridades para imponer sus reales) logró -pese a la típica “rebeldía” argentina- instalar gran parte de la cultura totalitaria en la mente media de la sociedad.
Cuando el iluminismo soberbio de la izquierda iletrada de los ‘70 pretendió subir la apuesta y emprender el camino hacia el sojuzgamiento total y al encierro completo de los argentinos, tenia ganado ya -gracias al fascismo peronista- gran parte del terreno.
No obstante, las reservas que el país aun tenia de su memoria libertaria de Mayo, lo ayudaron a frenar el indisimulable intento de imponer una dictadura de clase en la Argentina.
Pero la “pulgarilla” de un intríngulis irresuelto entre esos cimientos de libertad y la aspiración de un grupo de enceguecidos por transformar al país en una enorme barraca militar, quedaron allí latentes, como dormidos esperando una segunda oportunidad.
La enorme crisis del 2001 les dio, a quienes estaban agazapados esperándola, esa chance de intentar construir una autocracia de derechos completamente restringidos, acompañada de un extremo aislamiento mundial o, para decir mejor, de un alineamiento con los regímenes más vomitivos de la Tierra.
Los tres primeros gobiernos kirchneristas, encabezados por los jefes originales de la banda, lograron avanzar mucho en ese esquema. Por empezar la pauperización a la que fue llevado el país nunca había acontecido en la Argentina.
Que se reivindicara el delito, la flaccidez moral, el consumo de drogas, el hacinamiento humano en villas miseria que multiplicaron su número por 300; que se iniciara un proceso de quiebre de todos los valores morales sanos como el orden, el mérito, el esfuerzo, la innovación, el trabajo, el estudio; que se respaldara sin disimulo al delincuente y se elogiara sin tapujos a dictaduras inmundas, fueron -todos ellos- hechos que jamás se habían registrado con la profundidad que le dieron los Kirchner y sus secuaces.
Mientras, en lo profundo de los sótanos se estaba llevando adelante el más formidable desfalco que el país hubiese conocido desde el Virrey Sobremonte, tapado por el pan y circo de los pibes chorros, el fútbol para todos y la cultura fierita.
El paréntesis de Cambiemos fue apenas un soplido para el vendaval que se había fabricado. A poco de llegar nuevamente la banda al poder, en diciembre de 2019, el Universo le arrojó al planeta la maldición de la pandemia de Covid-19.
Detrás de esa desgracia se escondía, para el kirchnerismo, una enorme oportunidad: hacer una gigantesca prueba de laboratorio sobre cómo funcionaría su modelo terminado. Manos a la obra con el encierro.
El ministro de economía de aquel gobierno, Martín Guzmán, acaba de confesar, abiertamente en un reportaje, lo que aquí dijimos desde el inicio: la cuarentena no fue una medida sanitaria sino una decisión política.
El ex ministro dijo que, mientras los números le fueran dando bien al presidente, el aislamiento obligatorio se mantendría aun cuando, desde el punto de vista de los elementos técnicos con los que él contaba, no fuera aconsejable prorrogarlo.
Es que, obviamente, las prorrogas no eran firmadas por motivos de salud. De hecho, miles de los argentinos que murieron, murieron por el encierro y no por el Covid.
Pero el experimento estaba en su climax y no podía ser abortado. Mientras Cecilia Nicolini confesaba, en una carta dirigida al nuevo soviet ruso, que la Argentina “se estaba jugando geopolíticamente por Rusia” al cerrarle el camino a Pfizer y a Moderna y obligando a los argentinos a morir con la Sputnik, el delirio totalitario de fundar en el país una nueva colonia de Putin y de Xi Jinping viajaba a todo vapor.
¿Quién le devolverá la vida a los miles de argentinos que murieron víctimas de este mesianismo ideológico? Nadie. Del mismo modo que nadie se las devolvió a los que fueron víctimas de la ceguera de balas de los ‘70.
Pero que no quepan dudas -y ahora Guzmán lo vino a confirmar- que el proyecto era ese y que la cuarentena no tuvo nada que ver con las preocupaciones médicas sino que siempre se la interpretó como un tubo de ensayo para los delirios que este conjunto de alienados tenía en la cabeza.