“Era una noche igual a muchas otras (la del viernes 11 de junio de 1982). Había sido un día normal; un rato ellos nos habían bombardeado; otro rato algunas piezas de artillería nuestras les habían contestado. Esa noche el cielo estaba bastante cubierto, y había mucha niebla. En esos casos no se veía mucho más que a uno o dos metros de distancia. Yo no sé si fue por la desesperación que me agarró después pero creo que no se veía a uno o dos metros de distancia. A la derecha, a unos 20 metros, había infantes de marina, y a la izquierda otras posiciones de nuestra compañía. A las diez de la noche yo estaba de guardia. Hacía bastante frío. Bah, era todo igual a cualquiera de las noches anteriores.
El radar funcionaba con un grupo
electrógeno, pero como teníamos poca energía lo iban a encender recién a las
doce de la noche. Nadie imaginaba que a las diez y media de la noche nos iban
a atacar, y mucho menos en la forma en que lo hicieron, tan fulminante.
Estaba terminando de fumar un cigarrillo, bastante tranquilo; mi guardia estaba
por finalizar y ya lo tenía que ir a despertar a Gustavo para que me
reemplazara. La verdad que ya tenía ganas de volver a nuestro agujero. De
repente empecé a sentir algunas voces, a lo lejos y unos disparos, muy apagados,
como si fuera a mucha distancia de ahí. Los días anteriores ya se habían sentido
algunos disparos, a lo lejos; creo que venían de la zona del monte Kent.
Desperté a Gustavo y le dije: 'Escuchá, escuchá cuantas voces'. Pero él pensó
que era la voz de un suboficial que estaba dando algunas órdenes. 'Estás
confundido, Fabián, es una sola voz, ya estás escuchando fantasmas vos', me
dijo. Y al segundo nos quedamos los dos mudos. Las voces no hablaban en
castellano. Empezaron a convertirse en gritos, en muchos gritos, cada vez más y
más cerca. Ahora sí nos convencimos, hablaban en inglés. Lo despertamos a
Carlos, y empezamos a arrastrarnos los tres, intentando llegar hasta el cañón, y
esperando ver al cabo N para que nos diera alguna orden. Hicimos más o menos
cinco metros así, por el suelo, y ya no pudimos avanzar más. Empezaron a
pasarnos municiones trazantes por arriba de la cabeza, por los costados, por
todos lados. Estaban ahí nomás, un poco más abajo. Fue un instante de mucha
confusión. Yo escuchaba los tiros, y no podía darme cuenta si alguno de los
nuestros estaba tirando también, si les estaban respondiendo el fuego. Como
nosotros éramos encargados del cañón no teníamos buen armamento liviano. Se
suponía que íbamos a tener que usar el cañón y no armas livianas. Yo tenía una
PAM, una ametralladora chiquita, y uno de los chicos un fusil que no recuperaba
bien, funcionaba tiro a tiro. Esperábamos alguna orden, no sabíamos qué
hacer. Estábamos solos y ya teníamos una nube de balas sobre la cabeza. Nos
arrastramos otro poquito, y desde detrás de unas piedras empezamos a disparar
hacia donde veíamos que salían los fogonazos. Llegar al cañón era imposible; no
recibíamos órdenes, así que decidimos hacer lo que nos parecía mejor. Primero
empecé a disparar yo, con la PAM. Tiré dos ráfagas, orientándome como pude.
Ellos, abajo, seguían gritando, cada vez más fuerte. Según lo que a nosotros nos
habían explicado en la instrucción eso estaba mal, porque así delataban su
posición. De los argentinos no gritaba ninguno. Las voces de ellos se
mezclaban cada tanto con algún grito de dolor, gritos horribles, a viva voz.
A veces gritaban un nombre, Tom, John o Richard. Pero lo peor eran los gritos de
dolor, eran como alaridos”. (Testimonio de Fabián E., del libro Los chicos de
la guerra, de Daniel Kon).
Este fue el preludio de casi 14 horas de combate, en algunas
instancias del mismo se llegó al cuerpo a cuerpo, donde se enfrentó el
regimiento de Infantería Mecanizada N° 7 Coronel Conde, del cual era parte
integrante el citado, dentro de la compañía B; contra el Tercer Regimiento Real
de Paracaidistas británico.
El plan de los segundos, sacado de manuales al dedillo,
establecía un ataque a fondo de derecha a izquierda con el fin de quebrar de
plano la resistencia enemiga, a fin de avanzar junto con las otras unidades
hacia la conquista de Puerto Argentino. Pero hubo algo que falló, pues no fue
tenido en cuenta la dura oposición de “esos adolescentes disfrazados de
soldados”, según palabras de Sir Julian Thompson, el jefe supremo británico,
quien sorprendido por esto consideró retirar a los paracaidistas de allí, y
borrar del mapa al monte con unos Harrier armados con bombas guiadas por
láser.
Pero la profesionalidad de los atacantes,
fue en alguna medida ayudada por la impericia de los mandos oponentes que
cometieron gruesos errores. Por ejemplo, estos estaban convencidos que era
imposible un ataque desde el derecho, y cuando esto ocurrió la compañía B fue,
según testimonios de ex combatientes, “literalmente borrada del mapa”. En su
avance, los británicos encontraron que el cable telefónico no había sido
enterrado, lo siguieron casi en fila india y así pudieron llegar al puesto de
mando. Su titular, el teniente Juan Baldini, salió a enfrentarlos sin casco, sin
correaje, sin fusil, armado solamente con su pistola reglamentaria Browning
de 9 milímetros. Fue literalmente cocinado a balazos, y cuando lo enterraron
sus subordinados aún sujetaba con fuerza dicha arma. Otra de las barrabasadas
cometidas, fue que, también según un testimonio de un participante directo,
un suboficial mandó apagar el mencionado radar antipersonal, justo cuando quien
lo estaba manejando había detectado que se aproximada gran cantidad de gente.
Justamente, eran los británicos que se acercaban, amparados por la densa niebla.
Pero en el medio de esa noche atroz, los grupitos de soldados
argentinos lucharon hasta que las municiones se agotaron totalmente, provocando
que en dos o tres ocasiones los británicos recularan y pidieran el urgente
refuerzo de artillería o de misiles Milan, contracarros, para aniquilar de
súbitos los nidos de resistencia desde donde los clavaban al terreno. Cuenta el
ex cabo Vincent Bramley que en esa baraúnda, el teniente Mike Nichols
sufre un ataque de histeria y se zambulle detrás de una roca, para ponerse a
cubierto. Tuvo que ser rescatado por un sargento, a causa de la ira furibunda de
sus subordinados que manifestaron su intención de lincharlo por cobarde.
Del otro lado, en lo peor del fragor de la lucha, el jefe del
7, coronel Carrizo Salvadores, mandó buscar un trapo blanco para convertirlo en
una bandera blanca de rendición. La cara resuelta de los soldados a su
alrededor, que proseguían haciendo fuego, lo hizo recapacitar y se olvidó de
ello.
Casi a las diez de la mañana, concluyó la más sangrienta
batalla de la breve guerra del Atlántico Sur, cuando quienes lucharon toda la
noche casi solos, optaron por entregarse o retirarse hacia las posiciones más
cercanas al pueblo.
A pesar de la distancia de 26 años, las huellas y las heridas
internas aún no cicatrizan en las conciencias de quienes libraron ese embate. En
las paredes de La Plata todavía se distinguen murales donde, como un signo de
memoria doliente, se tributa un homenaje a aquellos que cayeron en esa noche
atroz.
Fernando Paolella