Los signos de deterioro de la actividad
económica no vienen como consecuencia del lock-out rural sino derivados
de la falta de confianza de los agentes económicos en el futuro del oficialismo.
Los analistas e inversores creen que el ajuste económico
es inexorable. O bien paulatinamente, se acomodan las variables —y el
proceso es silente—, o de lo contrario se practica una operación quirúrgica
desde el poder.
Un ajuste de variables implicaría realizar la ingrata tarea
de actualizar las tarifas de los servicios públicos esenciales, tener que
disminuir subsidios y giros a las provincias, entre otras cosas, y tener que
soportar la suba de precios que ello traerá aparejado, más la presión salarial
consecuente.
Si tanto molestó el pedido de recomposición salarial que hizo
Hugo Moyano días atrás a la administración Kirchner, una nueva ronda de
paritarias antes de fin de año, trasladará la tensión sobre los costos de las
empresas.
Sin embargo, los síntomas de deterioro de la economía
argentina y su permanencia en zona de alto riesgo de default para las
calificadoras internacionales, no son casuales.
La caída de los términos de intercambio, la constante
salida de capitales, la baja performance fiscal, generada por el incremento del
gasto público y el aislamiento financiero internacional conforman el fangoso
territorio sobre el que reposa el modelo K.
Para colmo, los viejos aliados, comienzan a avivar el fuego
inflacionario a partir del deterioro del tipo de cambio y, elípticamente,
invitan al gobierno a revisar la actual política cambiaria.
El fallido intento de neutralizar una corrida terminó en la
creación de un virtual seguro de cambio para los especuladores que se hacen de
pingües ganancias, en medio de la debacle del modelo.
Esta errática política cambiaria de querer arbitrar la
paridad, primero comprando dólares y luego vendiéndolos a precio vil, ha
revivido la frenética carrera entre dólar y tasas en medio de una espiral
inflacionaria. Una situación ya vivida a mediados de los '70 y a fines de los
'80 que derivaron en sendas hiperinflaciones, estancamiento y abrupta caída del
PBI y del nivel de vida de la sociedad.
La ilusoria política de comprar títulos de la deuda pública
liquidando reservas, no hizo más que completar un proceso de transferencia de
recursos hacia los sectores de alta concentración financiera.
Al no poder hacer pie en este terreno pantanoso, el gobierno
no hace más que huir hacia adelante con medidas que van tornando al ambiente
económico en un caldero.
La pelea por las retenciones es apenas un episodio menor y
poco significativo en medio de la sostenida caída de la actividad económica, a
pesar de las dudosas estadísticas oficiales. 9 de cada diez empresas no planea
tomar personal ni aumentar horas extras.
A todo este proceso, se le suma una frágil situación política
donde la Casa Rosada se va alejando cada vez más de los factores y grupos que le
dieron sustento desde 2003.
La economía necesita un sinceramiento de las variables y
de las estadísticas oficiales, manipuladas por las necesidades políticas de
subsistencia.
Lo que no queda claro —y este es el interrogante común
que domina los principales escritorios de la City—, es, si este ajuste será
llevado adelante por la administración actual o bien será ejecutado por un nuevo
habitante de la Casa Rosada.
Tal vez el mayor error del gobierno haya sido haber repetido
errores anteriores y haber sometido a la economía a la voracidad política,
disparando el arma letal de la inflación.
Nadie se anima a dibujar un horizonte próximo. El gobierno,
aislado política y financieramente, cercado por propios y extraños, se está
quedando exangüe, sin salidas, a las puertas de un tobogán final.
Miguel Ángel Rouco