“Yo soy la voz que clama en el desierto:
rectifiquen el camino del Señor”, decía Juan el Bautista a quienes querían oírlo
en el desierto. Frente a él, que según las Escrituras vestía con pieles de
camello, hasta los recaudadores de impuestos para el César bajaba la cabeza, y
le inquirían con preocupación sobre lo que debían hacer. Y les respondía: “No
exijan nada fuera de lo estipulado”. Un día vinieron a su encuentro unos
soldados, y le preguntaron lo mismo: “A nadie extorsionen ni denuncien
falsamente, y conténtense con su sueldo”. Es decir, en buen romance, no hagan
abuso de la autoridad. Porque la autoridad, viene de Dios, y ésta la delega en
la gente en un gobierno democráticamente elegido. Pero en serio.
Más que un profeta, Juan, llamado el bautista, era un
adelantado a su época. Lamentablemente, no anduvo en estos tiempos iracundos por
estas playas, tratando de hacerse oír antes que las llamas (sí, nuevamente)
hicieran presa de una formación entera del desastroso tren ex Sarmiento,
actualmente TBA. Diez vagones en llamas, como aquella iracunda mañana del
1° de noviembre de 2005. Es la mañana gélida del jueves 4 de septiembre, y el
reloj de la historia una vez más se vuelve loco y atrasa tres años.
O tres décadas, según la óptica fina o gruesa del
observador adelantado.
A cuarenta y ocho horas del plin cash con el Club
de París, que insumió unos 6706 palos verdes de las reservas del Banco
Central, nuevamente arde el Conurbano, muchas veces tan alejado de las luces
del centro.
Y también, otra vez el fantasma de los saqueos a comercios,
los infiltrados arrojando napalm al incendio, la irracional demora en
poner orden, más el hartazgo colectivo constituyeron la postal, ¿impensada?, de
una mañana única en su género.
Lo de siempre, siempre vuelve
La misión de los profetas en el Antiguo Testamento,
incluyendo la del mencionado Juan en el Nuevo, era lograr la conversión del
pueblo hebreo. Evitando, sobre todo, que caiga siempre en lo mismo, que era sin
ir más lejos la negación de Yahvé (Dios), y por ende el desconocimiento de su
esencia. Es que cuando esto ocurría, y desgraciadamente, muy a menudo, lo que
perdían los individuos era nada menos que su razón de estar en el mundo. Por
eso, la voz de los profetas tenía el sagrado cometido de reencauzar aquello que
se había desviado del camino, por desidia, orgullo o ignorancia.
Pero a veces no fallaba el cometido del portavoz, era
simplemente que no querían escuchar lo que decía. Por más que oyeran sus
palabras, su corazón y pensamiento estaban olímpicamente en otra cosa.
Dos mil años después de la predicación de Juan, en la
Argentina acontece algo muy parecido. La mentalidad de bunker de la clase
dirigente hace caso omiso de las advertencias, tanto de las provenientes del
exterior como las de fronteras adentro, y opone ante la urgencia de la hora una
alucinante fantasmagoría. Frente a la urgente necesidad de resolver el
deficiente estado de los ferrocarriles, pugna por propugnar un delirante tren
bala que constituye ante lo anterior una broma macabra. De la talla de la
millonaria erogación citada, metiendo debajo de la alfombra aquellos slogans
populistas de que no sería pagada la deuda externa “espuria e ilegítima” con
“el hambre de los argentinos”.
Por eso, al desoír estas advertencias, como correlato estalla
la barbarie, ascendiendo al cielo las llamas de la furia. Entonces, no
adquiere ningún sentido la catarata de palabras acerca de si hubo o no
infiltrados de Quebracho o del Partido Obrero. Pues la
cuestión pasa por otro lado, es evitar este tipo de catástrofes sociales
ofreciendo soluciones coherentes, que trasciendan el mero clientelismo a fin de
que no ocurran más sucesos como el narrado.
Fernando Paolella