“Lo dice el Pocho, lo dice Balbín, el
líder del pueblo es Raúl Alfonsín”, cantaban alborozados los jóvenes de boina
blanca en la cabeza, luego del asonado éxito electoral del 30 de octubre de 1983
sobre el binomio justicialista Luder-Bittel. Eran días de júbilo y alborozo que
culminarían con la entrega del poder el 10 de diciembre de 1983, cuando un
ceñudo Reynaldo Bignone le entregaba la banda y el bastón al abogado oriundo de
Chascomús. La democracia republicana renacía más por los errores y horrores del
Proceso, que por participación y voluntad del conjunto de los argentinos. Si
bien no es dable desmerecer la resistencia de muchas organizaciones sociales y
políticas, muchas de ellas soterrada o simplemente clandestina, resulta casi
imposible entrever que sin derrota Malvinas la institucionalidad no se hubiera
recuperado a finales de 1983.
Hasta el mismo triunfo en los comicios resultó una sorpresa
para los integrantes de Renovación y Cambio. Pues también creían, como muchos,
que el peronismo era aún imbatible a pesar de sus desaguisados internos y de la
sangría procesista. Pero lo primero fue determinante, puesto que sus autoridades
creían que la sola mención de los nombre mágicos de Perón y Evita eran garantía
suficiente para posicionarse nuevamente en el balcón de la Rosada.
Y se equivocaron de plano. Juntar al piantavotos (Perón dixit)
Herminio Iglesias, con Lorenzo Miguel, con Vicente Saadi, con Beto Imbeloni, con
Firmenich y su troupe, más la bendición de Isabel junto con el Brujo en Miami,
fue suficiente para asustar hasta la médula al más pintado. Esto se vio cuando
el primero de esta armada Brancaleone quemó ese cajón rojiblanco ante millones
de asistentes y telespectadores. Fue el sumun, Alfonsín ganó por afano y esto
fue lo mejor que le pudo pasar al movimiento nacional justicialista. Porque
luego de la debacle, el patriarca Antonio Cafiero se puso al hombro al erario de
Perón y lo metió en la procesadora de la Renovación. A pesar de los intentos en
contra de los muertos vivos mencionados, se salió con la suya y el movimiento se
democratizó desde sus bases hasta lograr un consenso interno inédito en su
género.
Quien escribe estas líneas tuvo el inmenso privilegio de
participar, y como tal se lo manifestó el sábado pasado a Cafiero. Hasta su
derrota en las internas del 8 de julio de 1988, éste constituyó un puntal, más
que un palenque para el alfonsinismo, sobre todo luego de la crisis de Semana
Santa de 1987.
Una democracia para todos
Ese espíritu que se evidenció en la Plaza de Mayo aquel 10 de
diciembre, donde tremolaban juntas enseñar radicales, intransigentes,
justicialistas y comunistas, perduró hasta la interna arriba citada. Otro gallo
hubiera cantado si el mencionado dirigente renovador era consagrado candidato
para las elecciones de mayo de 1989.
Pero antes de esa fecha ya la fiesta se había travestido en
un velorio, con hiperinflación, golpe de mercado y saqueos mediante. Antes, en
el aludido 1987, el fracaso del Austral y la debacle subsiguiente trajeron
aparejada la derrota de septiembre y el descenso abrupto hacia la pendiente
final de la renuncia impensada a finales de 1983. Lo que sobrevino después, lo
ilustró mejor que nadie el historiador Luis Alberto Romero, en el encuentro
pastoral del aludido sábado: “En 1983 el país decidió construir un sistema
político democrático, pero se hizo en un contexto absolutamente adverso. El
advenimiento de la misma para muchos fue algo así como un 'clavel del aire', que
cualquier ventarrón la hacía volar. Esta tenía que ser republicana, pluralista y
ética. Algo que no se había tenido nunca antes, y basada en dos supuestos; que
los ciudadanos tenían que ser aptos y que el Estado solucionaba todos los
problemas sociales.
Pero la realidad dura y cruel se vio evidenciada en el
período 1987-89, prolegómenos del desastre del 2001, cuando quedó demostrado que
el Estado no podía solucionar esto, trayendo aparejado la sucesiva erosión del
proceso social”.
En definitiva, lo opuesto a lo que seguramente había
prefigurado quien ahora ve su busto junto con los demás presidentes, donde
dramáticamente abundan los de facto. De triste, y siniestra memoria. Por eso,
quizá no sólo amargado por el cruel cáncer que lo aqueja, Alfonsín reflexiona no
sin razón que “millones de argentinos aún viven sin trabajo y en la indigencia,
constituyendo la deuda social de estos 25 años de democracia. Se recuperó la
libertad, pero esos compatriotas aún carecen de trabajo, salud y vivienda
digna”, tal como reza la misiva leía en dicho encuentro.
Pero también no se puede negar su grueso error de 1993, aquel
Pacto de Olivos que catapultó la reforma constitucional que dos años después
permitió a Carlos Menem otro período presidencial. De esta forma, la segunda
etapa de la liquidación del Estado y el triunfo del mercado globalizado quedaba
de este modo espurio asegurada.
Luego la historia archiconocida, con el advenimiento de la
timorata Alianza en 1999, con pactos bajo cuerda con el menemismo, la renuncia
del vice Álvarez al año siguiente, el resurgimiento de súper Cavallo y el
desmadre de diciembre de 2001.
Pero al patriarca de Chascomús se le deben reconocer algunos
méritos de peso. El respeto incondicional por la institucionalidad y la
legalidad republicanas, por las libertades y garantías individuales y el imperio
del disenso que existió durante su gobierno, son cuestiones que actualmente se
necesitan y añoran, con creces. Sin duda.
Fernando Paolella