Se esperaba que ocurriera hacia fin de año
pero la magnitud de la crisis obligó que fuera en estos días. Con el canje local
de los Préstamos Garantizados, la Presidenta acaba de subir el primer peldaño de
una larga escalera que la pueda conducir a una normalización de las relaciones
con el mundo financiero.
La abrupta caída del precio de los commodities, la fenomenal
baja de los bonos y la imparable suba del riesgo país pusieron al gobierno
argentino contra la pared.
Ahora el temor a un nuevo default se corporiza y la
Argentina con su penosa historia financiera se coloca al borde mismo del abismo.
De pronto, el canje con los holdouts se transformó en una
quimera y otro tanto ocurre con la meneada cancelación de la deuda con el Club
de París.
Al galope avanzan la recesión y una inflación indómita, en medio de los pedidos
de un dólar más alto, amenazan con profundizar el escenario y convertirlo en la
tan temida "estanflación", el peor de los mundos.
Paralelamente, los antiguos aliados del modelo comienzan a
tomar distancia del gobierno y se preparan para defender sus posiciones a
ultranza.
Desde medidas como una devaluación directa, lisa y llana
hasta instrumentos más sofisticados como aforos, salvaguardas y antidumping,
empresarios y sindicalistas corporizados como nunca armaron toda una batería de
reclamos, al servicio de mantener ventajas a costa de los consumidores. Con la
devaluación no sólo se impide el ingreso de productos competidores importados
sino que se dispararían los precios internos, convirtiendo al mercado doméstico
en un coto de caza para los productores locales, en un país donde desde 2002 se
favoreció la concentración económica. Con el resto de las medidas se lograría un
fenómeno similar con el agravante que en algunos sectores habría competencia
oligopólica. En ambos casos, el mayor perjudicado es la sociedad que deberá
pagar precios más altos que en el mercado internacional.
La devaluación, si bien le genera problemas al gobierno,
haciendo más nociva la distribución del ingreso, es un canto de sirenas a la
hora de licuar el enorme gasto público.
En las actuales condiciones, con ingresos fiscales en
caída libre, con el fantasma de la recesión a la vuelta de la esquina y con
obligaciones de la deuda pública, el gobierno deberá enfrentar el 2009, un año
electoral clave, con un poder de fuego diezmado.
Si los mercados estaban cerrados para la Argentina, por la
viveza criolla del default y por la ruptura de los contratos con el mundo de los
negocios, ahora, con una disrupción de los flujos de capital de magnitudes
planetarias, los mercados archivaron a la Argentina en el arcón de los
recuerdos.
Encerrado por sus méritos propios, por las fallas del
sistema, con el riesgo país orillando los 1.400 puntos básicos y el costo de un
seguro por default rozando el 27 por ciento, todos los caminos conducen a
Washington.
El gobierno ahora apunta de lleno a buscar un acuerdo con el
Fondo Monetario Internacional (FMI) que le permita transitar el difícil y
sinuoso camino de la asfixia financiera derivada de la crisis internacional. El
objetivo de la Casa Rosada apunta a que un eventual entendimiento con el FMI le
permitiría garantizar no sólo los vencimientos de la deuda pública con los
acreedores sino sacarse de encima la deuda con el Club de París en comodísimas
cuotas, sin sacrificar las reservas.
¿La contrapartida? Surgirá luego de la auditoría que realice
el FMI por el Artículo IV y luego de durísimas negociaciones con los burócratas
de Washington, una vez que el país pueda cumplir con las condicionalidades que
exige el estatuto del organismo. En otras palabras, habría dinero si el
gobierno se compromete a realizar ajustes en la economía y a sincerar variables
controladas ficticia y políticamente por la administración regente. De lo
contrario, habrá que enfrentar el ojo del huracán.
Miguel Angel Rouco