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EL ESCASO VALOR DE LAS FILOSOFÍAS

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ANTE LA CIENCIA EXPERIMENTAL
ANTE LA CIENCIA EXPERIMENTAL

     Ante la imagen del universo ofrecida por la astronomía actual, se evidencia la ingenuidad de pretender relacionar el mundo antrópico (del hombre), con estrellas y galaxias en plena expansión en cierto supuesto “orden establecido”.
     Dentro del ámbito filosófico, Heráclito con sus contrarios y su Logos; Empédocles con sus cuatro elementos eternos: agua, fuego, tierra y aire; Anaxágoras con su noción de dios como espíritu del mundo; Jenófanes con su visión del edificio cósmico que le permite asegurar que el uno es dios; Platón con sus “ideas” antepuestas al mundo sensible y su demiurgo; Aristóteles con su “primer motor” inmóvil de quien se hizo eco el teólogo medieval Tomás de Aquino para construir su célebre teodicea echando mano de sus “ingeniosas” cinco vías; todo esto queda ahora ahogado.
     No hay primer motor (según creyó el aquinate Tomás) porque el movimiento es eterno y el universo “bien se da cuerda a sí mismo” según así lo demuestra la actual cosmología. No existe causa eficiente, porque el proceso universal se va por las ramas, a la deriva azarosa, y nos da más bien la impresión de “actuar” —esto es un decir porque se trata de algo inconsciente— por tanteos al azar.
     No hay nada necesario, nos dice Tomás de Aquino en su 3ª. Vía de su afamado libro Suma contra los gentiles, y en esto tiene algo de razón, pues el universo compuesto de millones de galaxias, de trillones de estrellas y quizás otro tanto y algo más  de planetas, con sus accidentes, no es necesario que exista para nuestro planeta, ya que, la mayoría de sus fenómenos jamás tocará a la Tierra por causa de las enormes distancias astronómicas. Pero Tomás, para justificar necesidad, añade en consecuencia  un ser último necesario, un dios,  pero como ya sabemos según el actual conocimiento, que el universo “se da cuerda a sí mismo”, ese señor dios tampoco es necesario. Además, este argumento que apela a “nuestra miopía”, cae aún más verticalmente ante la realidad. Si la Tierra hubiese estado siempre protegida como un cuerpo privilegiado en el seno de nuestra galaxia, entonces sí habría que reconocer la necesidad de  un ser todopoderoso como necesario para explicar esa seguridad, pero resulta que en el universo entero ¡no hay garantía alguna para nada, ni para nadie! Nuestra Tierra pudo haber desaparecido en cualquier momento y aún puede ser alcanzada por algún evento catastrófico a nivel astronómico (choque con un cometa, con un asteroide de gran masa, etc.) y ser así víctima de cualquier otra violencia anticósmica. ¿Dónde podemos hallar entonces al ser necesario y protector del mundo? Se lo necesitaría, sí, por supuesto, para hallarnos seguros sobre la Tierra, pero... por desgracia no existe. ¿Acaso la ciencia astronómica detecta algún indicio de protección especial para nuestro querido planeta como supuesto cuerpo espacial privilegiado con respecto a otros? ¡En absoluto! ¡Estamos expuestos al peligro como el que más! Por eso el razonamiento del aquinate queda huero. Si nuestro planeta se hallara en el centro del mundo rodeado de las esferas de Eudoxio de Cnido, sin amenaza alguna proveniente del espacio exterior, entonces sí tendría validez la 3ª Vía tomista. Pero ante el actual panorama universal no, y menos si añadimos la eternidad de la esencia del universo desprovista de la cualidad de lo divino, que suscita por sí misma ciertos procesos transitorios de equilibrio como el geológico y el viviente sin intervención de creador alguno. Tampoco la 4ª vía tomista (véase: del autor de este artículo, el libro: Razonamientos ateos pág. 180)  tiene asidero porque los grados de perfección pertenecen tan sólo a una óptica netamente antropocéntrica abismalmente desconectada del universo de materia-energía en forma de galaxias. El reflejo de una perfección suma no se percibe en ninguna parte fuera de nuestra mente; ni en la naturaleza exterior que actúa por puros tanteos al azar, ni en los actos humanos, ni en el anticosmos que provoca accidentes.
     A su vez, la 5ª. Vía tomista de “la prueba por la finalidad, o por el orden en el mundo, o por el gobierno del mundo por parte de cierto demiurgo”, cae no menos estrepitosamente ante el panorama de desorden advertido en el universo y por lo dicho con respecto al miniorden tansitorio que a veces se instala aleatoria y perecederamente en algún punto del anticosmos. Este miniorden, de ninguna manera podría ser establecido por cierto ente omnipotente que lo abarcara todo, porque de ser verdad su existencia, el universo entero debiera obedecer a un orden perfecto, como un reloj de precisión,  digno de un ordenador absoluto.
     Ahora bien, como antítesis, alguien podría sugerir que no obstante, todo, así como se halla, es necesario para la vida, para nosotros, ¡pero no lo advertimos!
     ¿Seremos tan miopes? ¿Veremos sólo el desorden siendo incapaces de apreciar el magno orden que lo encierra todo? ¿Creemos ver desorden en los acontecimientos claves para que existamos nosotros? ¡Antropocentrismo puro!
     ¿Los cuásares, necesarios para la vida y el hombre? ¿Lo mismo los púlsares, las explosiones estelares (supernovas), los estallidos, choques y “canibalismo” galáctico? ¿Los agujeros negros también? ¿Igualmente el asteroide Eros, el planetoide Plutón, la nebulosa de Orión? ¡Bah! ¡Ingenuidades!
     Si según la filosofía judeocristiana, su dios creador es tan omnipotente como se lo supone, entonces se podría haber ahorrado los trillones de estrellas y planetas, los millones de galaxias y todos los accidentes anticósmicos para crear sólo un mundo armónico y seguro y no un planeta lleno de inmundicias e injusticias que hieren tanto a los bandidos, como a los buenos de corazón.
     Vemos amigos lectores, que todo esto queda confinado al ámbito del antropocentrismo más puro. Nada tiene que ver con la realidad del anticosmos que ignora  la Tierra, cuya formación, transformación y futura desaparición debe ser considerada tan sólo como una breve chispita en el devenir del universo de galaxias hechas de materia-energía. ¿El pensamiento? Sólo una forma transitoria de manifestarse la energía. ¿Los seres vivos? Tan sólo una forma perecedera de manifestarse la materia-energía. ¿El universo de galaxias? Tan sólo una forma momentánea (en términos anticósmicos) en la eternidad de las manifestaciones de la esencia del universo, increada, inconsciente eterna, creadora de desorden, de pequeños focos de orden sólo a veces, basados en leyes físicas también transitorias que hoy conocemos y mañana no serán.
     En cuanto a las filosofías posteriores a Aristóteles, referentes a un dios, podemos rebatirlas una por una a la luz del universo recientemente descrito.
    Las verdades eternas de San Agustín, quedan borradas de un plumazo con lo que he manifestado recientemente: toda la historia de nuestro planeta, la vida y el hombre con su conciencia, es sólo una chispita en la eternidad de la esencia del universo, lo mismo este universo de galaxias que  según las cosmologías actuales, se transformará alguna vez en un universo agaláctico, sin estructuras atómicas, sin leyes físicas, sin la posibilidad de las figuras geométricas, sin nada para ser contado (sumado o restado) con lo que desaparecerán las matemáticas, y sin ninguna conciencia inteligente que pueda concebir las supuestas verdades eternas, puesto que para mí no existe lo espiritual, ni alma inmortal alguna. Estos conceptos surgen sólo de una posición supersticiosa frente a lo que no se entiende ante las manifestaciones psíquicas producidas por los quarks (últimas partículas esenciales del universo). Entonces dichas “verdades eternas” jamás volverán a aparecer, ya que considero totalmente improbable una nueva recapitulación de algo parecido al hombre en un futuro universo amorfo. El filósofo Nietzsche con su idea del “eterno retorno” de todas las cosas, queda malparado. Todo lo aquí expresado constituye mi hipótesis universal explicada con mayor amplitud en mi libro La esencia del universo, capítulos VI y XI.
     Las ideas de Boecio quedan confinadas al reducto mental pues son genuinas lucubraciones desconectadas de la realidad.
     El argumento ontológico de San Anselmo ni vale la pena ser tenido en cuenta ya que ha sido refutado por los mismos hombres de la iglesia.
     San Alberto Magno sólo queda flotando en una visión mística de un mundo ficticio, igual que el maestro Eckhart.
     Lo mismo sucede con el teólogo Nicolás de Cusa quien compara a su dios con la perfección de una figura geométrica: la esfera. Que me perdone Nicolás (“desde el otro mundo”), pero la figura perfecta no existe más que en nuestra imaginación; en la realidad es un imposible por causa de las influencias físicas a que se hallan sometidos todos los cuerpos.
     La meditación III de Descartes no es más que pura fantasía, una construcción mental basada en ideas de perfección trasladadas a un dios que nada tienen que ver con realidad exterior alguna.
     Por su parte el filósofo Baruch Spinoza (1632-1677) seguidor de la doctrina de Descartes, miope, se las vería negras si despertara hoy para encontrarse con un universo totalmente diferente del que él lo “veía” en su época, ahora terrible, amenazante, ciego, caprichoso, desconcertante... y con toda seguridad, siendo de inteligencia aguda, renegaría de su panteísmo donde “todo es dios”, para solo aceptar en todo caso alguna especie de dios chapucero que procede por tanteos al azar, pasando de yerro en yerro hasta al fin dar con la tecla, y siempre así para lograr la evolución del mundo, la vida y el hombre.
     En cuanto a Leibniz, filósofo y matemático alemán, con su búsqueda de “la razón suficiente”, quien concibió las mónadas como una pluralidad de sustancias, sin más relación entre sí que su procedencia de Dios escondidito allí, al final, que la tiene toda, y de esta manera explicar así la existencia del mundo, vemos hoy el absurdo de esta “razón”  ante un mundo tambaleante, desprotegido, a merced de todo peligro, y que a la postre se “da cuerda a sí mismo” y suscita fenómenos transitorios como las conciencias humanas prontas a desaparecer del escenario universal si nuestro entorno planetario se conturba por causa de una catástrofe cósmica (más bien anticósmica). La actual imagen del universo, puro accidente catastrófico (fruto del big bang), dista mucho del concebido por Leibniz quien cierta vez expresó: “el creador hizo el mejor de los mundos posibles”. Esto lo creyeron muchos pensadores europeos hasta que se produjo el lamentable y terrorífico terremoto de Lisboa a mediados de siglo dieciocho, que mató seis mil personas, y les abrió los ojos a los que quedaron vivos.
     A su vez Locke, filósofo empirista inglés, con su argumento fundado en la existencia de nuestros sentidos, percepción y razón y en la reflexión sobre el conocimiento que tenemos de nuestra existencia para llegar a la certeza de la existencia de un dios, estuvo ajeno a la idea de la evolución de la vida y las mutaciones genéticas al azar, que permitieron la formación de nuestro cerebro tal como es entre múltiples otras formas posibles.
     El “demoledor de la metafísica teológica”: Kant, también ha errado con su argumento basado en la moral, ya que el conjunto de reglas morales, lejos de constituir una prueba de la existencia de su dios, sólo cumple el papel de un factor más de supervivencia en el curso biológico de la humanidad. Las reglas morales aparecieron sobre la marcha de nuestra evolución por mero azar y por eso estamos aquí. Fueron útiles para que el hombre no devorara al hombre hasta su extinción. Nadie lo planeó, pero se dio así y aquí estamos entre trillones de pruebas fallidas gracias al freno de los desbordes humanos manejados por instintos primitivos que de haber quedado libres, sin censura, sin sanciones, hubiesen hecho desaparecer a la especie humana víctima de sí misma, esto es en manos del propio hombre, criatura tan peligrosa, más que todos los animales feroces de la Tierra, en virtud de su inteligencia y capacidad para crear armas de exterminio, desde arcos y flechas, hachas, lanzas, sables, espadas, hasta... artefactos nucleares.
     Nos queda por último Kierkegaard, un creyente en lo absurdo, con su criterio peligroso que acentúa todo en la fe incondicional; nos sumerge a tal punto en lo irracional que incluso asesinar a un hijo propio, tal como estuvo a punto de hacerlo el bíblico Abraham para obedecer ciegamente el mandato de su dios Jehová, se justifica sólo por la fe. Este “consejito” puede dar cabida a todo acto bestialmente atroz, incluso justificar una masacre de inocentes si se cree que hay detrás todo un dios irracional, indolente y amoral que así lo desea. De aquí al fanatismo hay un solo paso y creo que este no es el método adecuado para buscar un dios bueno, puro amor por sus criaturas que esperan de él lo lógico, lo racional, lo justo según sus méritos.
     Vemos así, que es posible rebatir uno por uno los argumentos en favor de la existencia de un dios absoluto esgrimidos por los más grandes pensadores de la humanidad, si nos proponemos hacerlo a la luz de la lógica y de la Ciencia de nuestros días.

 

Ladislao Vadas

 

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