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AL FIN Y AL CABO, LA FILOSOFÍA...

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¿ES UNA CIENCIA O UNA PSEUDOCIENCIA?
¿ES UNA CIENCIA O UNA PSEUDOCIENCIA?

     El Homo sapiens (hombre sapiente) así autoclasificado, una vez emergido de la oscuridad mental hacia las luces del alba intelectual, comenzó a interrogarse acerca del mundo, de la vida, y de sí mismo. Esto es, ¿qué es el mundo? ¿De dónde procede y cuál es su fundamento? ¿Qué sentido tiene todo lo que nos rodea? ¿Qué es la vida? ¿Qué es el hombre y qué puesto desempeña en el cosmos?
     Ante este cuestionario, nace el pensamiento filosófico.
     El filosofar es otra de las manifestaciones de la esencia del universo.
     Empero su significado es sólo para el que piensa, quien objetiva su pensamiento. No lo tiene en sí, en cuanto a mecanismo ciego generador de dichas manifestaciones, esto es el “bailoteo” de los átomos y el flujo energético cerebral.
     En este artículo concerniente al sistema tenido por los antiguos como el saber único y absoluto: la filosofía (que significa amor a la sabiduría), debemos ubicarnos en una de las creencias del mundo humano, la creencia en la razón y en la capacidad mental para entenderlo todo al margen de la experiencia sensible, el empirismo.
     El hombre, ante la montaña de complejidades obradas por las manifestaciones de la esencia del universo, queda apabullado, y dada la relatividad y limitación de su capacidad mental, piensa que jamás podrá alcanzar a entenderlas en términos absolutos, pues lo irracional del mundo se halla fuera del alcance de nuestra mente racional y sólo podemos vivir encapsulados  en nuestro propio mundo humano, como genuina elaboración de nuestra “especie”.
     No obstante ello, y por pura lógica, el hombre ha creído poseer la capacidad innata de comprenderlo todo, incluso “lo absoluto”.
     Si bien hubo algunos chispazos de modestia, como en el socrático “solo se que no se nada”, lo cierto es que el mismo Sócrates trató de extraer la verdad con el famoso consejo “conócete a ti mismo”, mientras otros pensadores se cansaron de hurgar en sus propias mentes para hallar allí el conocimiento más general del cosmos y del hombre.
     Pero por más que se profundice racional y apriorísticamente, lo único que es dable conocer de este modo, desprovisto de la experiencia buscada (el experimento), es sólo la propia forma de concebir el mundo antrópico, común a todo el género humano y nada más. Los conceptos universales que el hombre puede hallar en sí mismo sólo sirven para el ser humano y su mundo.
     En cuanto a las concepciones particulares que elabora cada uno frente a la monstruosamente compleja realidad, se constituye cada una de ellas en “una verdad”, “cierta verdad”, una entre múltiples posibles, por más que se diga que existe una “sola”. La realidad es muy otra a pesar de que cada filósofo haya inventado “su verdad”, llámese ésta dogma, escuela filosófica, sistema, posición ante el mundo, cosmovisión o lo que sea.
     Es necesario discernir que si bien “esas verdades” son todas creencias dispares y también parciales, se hallan encerradas globalmente en el mundo humano, fruto de una particular forma de concebir el entorno.
     Luego, la “verdad” de cada filósofo difiere de la “verdad” de otros, y la escuela filosófica de cada uno pronto dará en sus discípulos tantas nuevas “verdades” como seguidores posea. Vemos como mayor paradigma al maestro Platón con “su verdad” y a su discípulo Aristóteles, alejado de él con “su propia verdad”, desde la cual critica a su maestro. Pero ya antes, los preplatónicos  o los presocráticos también habían sido cada cual dueños de “su propia verdad”.
     Comparemos entre sí a los milesios, los pitagóricos, los eleáticos, Heráclito, los mecanicistas y Anaxágoras, y los sofistas.
     Veamos como para Tales de Mileto (624-546 a. C.) todo procede del agua y que todo está lleno de dioses. La esencia de las cosas era para Tales el agua, así como para mí, como pensador, la esencia es lo oculto, indeterminado, relativo, indefinible, inconstante, y sus manifestaciones: nosotros mismos enteramente (para otros: materia y espíritu) y nuestro entorno hasta el infinito.
     Anaximandro (610-545) a. C.), contemporáneo de Tales, va por otro camino, pues piensa como yo en algo indeterminado y en algo espacial, temporalmente infinito eterno y omnipresente. De modo que para él el principio del ser es algo más abstracto y general que para Tales de Mileto.
     A su vez Anaxímenes (585-528 a. C.), discípulo de Anaximandro, decía que era el aire de dónde había salido todo por condensación y rarefacción. Nos decía que, “el aire enrarecido  se torna fuego y una vez condensado es viento, luego es nube y a continuación, según el grado de condensación es agua, tierra, piedra”.
     Para Pitágoras (570-496 a. C,) y los pitagóricos es el número el principio de todas las cosas. La esencia del mundo está expresada en el número.
     Según el mismo Pitágoras, el principio de los seres ya no se halla en la materia sino en la forma. Los números por lo tanto son la única realidad verdadera, pues el  acontecer de la naturaleza, los cambios y movimientos de las cosas sujetas a experiencia están sometidos a proporción, a la armonía y, en consecuencia a medida y a número. Los números lo explican todo, la armonía de las esferas celestes, los cambios terrestres y toda la naturaleza.
     Para Heráclito (544-484) “todo fluye”. “No  puede uno bañarse dos veces en el mismo río” pues las aguas han pasado, hay otras en su lugar y aun nosotros mismos ya somos otros. Este constante fluir es lo que explicaría la esencia de las cosas. El principio ya no es el aire, ni el agua, ni lo indeterminado, sino el devenir como tensión entre contrarios.
     Para Parménides (540-470 a. C.), en franco contraste con Heráclito, no hay un devenir, sino un ser, y el camino de la verdad está caracterizado por tres principios: “Se ha de pensar y decir siempre que sólo el ser es, porque es ser; en cambio la nada no es”. Este ser parmenidiano es siempre igual y está en eterno reposo.
     Para Zenón de Elea (460 a.C.), Aquiles en su carrera con una tortuga, jamás podría alcanzarla”. Con este ejemplo, según él, se probaba que el movimiento lisa y llanamente no existe. Su idea fundamental acerca del mundo visible era que éste es pura apariencia en desorden y que el verdadero ser se hallaba detrás de esa apariencia. Este auténtico ser, según Zenón, podía alcanzarse únicamente por el pensamiento.
      Empédocles (492-432 a. C.), en lugar de aceptar, como yo, un monismo, o como otros una díada, hablaba de una tétrada y decía que hay cuatro sustancias fundamentales o raíces del ser, a saber: fuego, agua, aire y tierra.
     
Para Demócrito (460-370) a. C.), existen los átomos, impenetrables, indestructibles y eternos, todos iguales en su naturaleza, pero con infinita variedad de formas externas.
     Anaxágoras (500-428 a. C.) a su vez nos dice que la sustancia básica del mundo son las homeomerías en número infinito, como los átomos de Demócrito, y también eternas, indestructibles e inmutables.
     A continuación también podemos hablar de la, un poco, olvidada y despreciada filosofía oriental donde igualmente tenemos diversas inquietudes metafísicas como la védica  que nos habla del Ser y el No-Ser, antes de los cuales solamente existía el Uno. De este dios que renace en forma de universo sensible y lo penetra todo, proviene la materia. El hombre se constituye en un microcosmos que refleja el macrocosmos y dentro de él es donde hay que buscar la divinidad.
     El budismo, por su parte, en su doctrina primitiva sostiene como método moral la extinción de todo deseo para alcanzar el nirvana.  Por eso el sabio debe cortar la cadena de experiencias, herencia del pasado, suprimiendo mediante el aniquilamiento del deseo (después de una larga serie de supresiones como el nombre y el cuerpo, el contacto, la sensación, la sed, etc.) el apego a la existencia, lo que trae aparejada la supresión del nacimiento, y por ende de vejez, muerte, dolor, pena y desesperación. Esto es el imperio de la supresión del dolor.
     Según el jainismo de su fundador, Mahavira, nada puede afirmarse o negarse completamente. Por ejemplo, no se puede afirmar ni negar la existencia de una cosa, de modo que toda proposición es verdadera, pero sólo bajo ciertas condiciones.
     Empero sostiene la no existencia de un dios supremo creador del mundo, y admite la eternidad de la existencia.
     A su vez el pensamiento chino se halla sumido en las ideas del Yin y el Yang  que, según el orientalista Jean Riviere Joffroy,  consiste en dos fuerzas, como aspectos o manifestaciones alternantes y complementarias  de todos los contrastes posibles del universo. El uno siempre implica al otro. Más allá se encuentra el Tao como lo total o como una totalidad alternante y cíclica que se halla en cada una de las apariencias.
     Para el chino, de este modo, no hay sucesión, sino interdependencia de los fenómenos; no hay un antes o un después, sino parejas de fenómenos simultáneos.
     Por su parte, la filosofía de Kong-Fu-Tseu  (alias Confucio) puede resumirse así: Es preciso vivir según la naturaleza,  y la naturaleza del hombre es buena. La naturaleza es la materia universal, en la que todas las fuerzas se equilibran al alcanzar el estado de chung. Semejante naturaleza equilibrada es el fin de la vida. La ética de Confucio es entonces cósmica y no metafísica, y alcanza su plenitud en el jen, que es el hombre moral perfecto.
     Finalmente la filosofía japonesa el Shinto, sostiene que todo hombre posee una naturaleza divina que trasciende su naturaleza humana. Este es el motivo por el cual algunas personas son dignas de adoración según lo que tienen de divino.
     Con esta reseña queda demostrado que las ideas precientíficas no nos llevan a ninguna parte más que a infinitas interpretaciones particulares del mundo que nunca coinciden exactamente entre sí, pruebas de nuestra relatividad cerebral, y que lo absoluto que vanamente han perseguido los pensadores de toda laya es un espejismo.
     Todo este variado panorama ideológico que nos ofrecen los presocráticos y los orientales se ve complementado por la legión de filósofos postsocráticos  occidentales que fueron apareciendo en el escenario del pensamiento hasta nuestros días quienes tampoco coinciden en sus visiones del mundo.
     Así tenemos en un breve y parcial repaso, “el mundo en la idea” de Platón; “la idea en el mundo de Aristóteles; la antigua filosofía de la vida o epicureísmo (de Epicuro de Samos); el estoicismo (Zenón de Citio), Séneca, Epicteto, Marco Aurelio); el ecepticismo (Pirrón de Elis); el eclecticismo (Cicerón); el neoplatonismo (Plotino); la patrística (Agustín); la escolástica (Tomás de Aquino, Duns Escoto); la filosofía del Renacimiento (Nicolás de Cusa, Giordano Bruno); el racionalismo (Descartes, la filosofía del panteísmo de Spinoza, y la philosophia perennis de Leibniz); el empirismo (Francis Bacon, Hobbes, Locke, Hume); la ilustración (Wolff  y su escuela, D’Alembert, Diderot, La Mettrie, Holbach, Helvecio, Condillac, Cabanis, Voltaire, Rousseau); el idealismo (Kant, Fichte, Schelling, Hegel; el voluntarismo y pesimismo (Schopenhauer; el materialismo (Feuerbach, Plechanov, Marx, Engels; la trasmutación de los valores (Nietzsche); el positivismo (Comte); el vitalismo (Bergson, Dilthey, Spengler); la fenomenología (Husserl); el realismo de Hartman; el neorrealismo (Whitehead, Russell) y el existencialismo (Kierkegaard, Jaspers, Heidegger, Sartre, Marcel), por no mencionar a todos por razones de espacio.
     Como podemos apreciar, las concepciones sobre el hombre y su entorno por parte de los pensadores son poco menos que infinitas,  y la soberbia filosofía como presunto saber supremo que se da el lujo de minimizar a las por ella denominadas “ciencias particulares” (léase Ciencias Empíricas), resulta huera sin el aporte de los conocimientos experimentales.

 

Ladislao Vadas

 

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