Marco Junio Bruto no podía dormir. Era la
noche víspera de la batalla decisiva que lo enfrentaría con su destino, bajo la
forma corporal y nombre de Octavio, mucho antes de convertirse en Augusto, el
primer emperador romano. De repente, sintió que no estaba solo. Miró en la
oscuridad extrañado, pensando qué había provocado el extraño hálito helado que
de repente inundó su tienda. Logró entrever en la penumbra una forma humana que
lo miraba con una sonrisa no procedente de este mundo. Sobreponiéndose de un
temor que lo comenzó a invadir, increpó a la figura, que ya le parecía que era
la de su asesinado Julio César.
“¿Quién eres?”, le preguntó.
“Soy, oh Bruto, tu genio malo. Te espero en Farsalia”
“Te veré”, respondió Bruto.
Al día siguiente, las fuerzas coaligadas de Marco Antonio y
Octavio barrieron a las comandadas por Bruto y Casio en los llanos de Farsalia.
Viéndose perdido, con los jinetes enviados por los jefes enemigos pisándole los
talones, el derrotado Bruto tuvo el buen tino de arrojarse sobre su espada. La
misma que, un tiempo atrás, había empuñado para ultimar a Julio César.
Más de dos mil años después, ya nadie posee el último
honor de arrojarse sobre un acero, menos aún en los tiempos que ningún político
o figura pública se rasga las vestiduras reconociendo algún error, horror o
trastada cometida.
Y más acá, en la Argentina, el matrimonio gobernante
parece empeñarse cansinamente en repetir constantemente las mismas fórmulas con
tal de salir en la tapa de los diarios. Hace algunas horas, ha trascendido que
el domingo 1° de marzo con la excusa del inicio de las sesiones ordinarias
legislativas, a Néstor se le ocurrió regalarle a su mujer una marcha para apoyar
su alicaída gestión. Como las anteriores, se ha convocado a toda la parafernalia
sindical junto a los intendentes que aún le son adictos a los K, a fin de
demostrarle a la descendente Cristina que todavía algunos la pueden llegar a
aplaudir. Aunque sean rentados, que más da.
Haciendo caso omiso tanto como el citado descenso de
popularidad, como de la inflación galopante y crónica, y también del aumento de
los despidos, quienes nos maltratan desde arriba recurren otra vez al carnaval
de glorificarse a sí mismos.
La fiesta del aparato sempiterno
Salvo dictaduras como la de Corea del Norte, o la Cuba aún
castrista en las sombras, o la Venezuela de Chávez, en ningún otro país del orbe
existen todavía esas fascistoides convocatorias voluntarias a ciertas
plazas, para escuchar las mismas sandeces proferidas por líderes
pseudodemocráticos. Pero en este país, este tipo de manifestaciones en estos
tiempos ya pasó el límite del ridículo. Pues mirando para atrás, rememorando
las últimas que ha convocado el kirchnerismo, el panorama siempre traspasaba los
límites de lo patético. Mientras el presidente, cuando Néstor ocupaba dicho
cargo, o luego su mujer Cristina, hacía uso y abuso de la palabra, abajo en la
Plaza los convocados se dedicaban a cualquier faena menos que escuchar lo que
decían realmente. Pues quien osara darse una vuelta por esos lares, con el solo
fin de ir a echar una ojeada, pronto caía en la cuenta que esos sujetos estaban
entregados a tomar vino, o cerveza, dormir la siesta provocada por la ingesta en
demasía de estos dos, o engullir choripanes a granel. O en su defecto, pelearse
con propios y extraños cuando cundía el aburrimiento o el calor derretía los
cerebros.
Luego queda la basura acumulada, la rabia de quienes miran
este grotesco espectáculo por tevé y rumian porque a ellos, los que están en la
vereda de enfrente, les está vedado el acceso al histórico paseo porteño.
Porque, según palabras de Néstor, “la plaza es nuestra, y no de los gorilas”
(¿!?)
Pero lo más lamentable de todo esto es que el show sigue su
curso, dejando de lado las incontables advertencias sobre la real situación
socioeconómica. Así las cosas, es evidente que los actuales ocupantes de
Balcarce 50 y de la Quinta de Olivos seguirán como si nada sucediese, por más
que un fantasma del pasado les toque la puerta.
Fernando Paolella